Que CDMX sea ciudad de los libros: invita Brugada a feria internacional
MÉXICO, DF, 4 de diciembre de 2014.-
Querido y entrañable Vicente:
En 1976 llegó el golpe a Excélsior y, poco tiempo después, en Los Periodistas, consignas que fui yo quien te habló en aquella infame amanecida del 8 de julio para informarte que había sido quitada, a la mala, la página signada por los editorialistas y que Regino Díaz Redondo nos daría el golpe. Minutos después llegaste y lo demás es historia.
Hay personas y momentos fundamentales en la vida de cada individuo que, con una actitud, con un consejo, determinan tu camino.
Así me sucedió contigo, Vicente.
En el ya lejano 1972, cuando empezaste a dirigir Revista de Revistas, de Excélsior, te pedí, a mis inexpertos 18 años, trabajo. Bien podías haberme bateado –utilizando una expresión del deporte que te encantaba– o decirme que estaba haciendo teatro –por utilizar un término de otra de tus pasiones– o de plano darme largas. Pero no, en cambio me pediste un tema.
–Cuánto le costó cada gol al América, te respondí.
Te me quedaste viendo con esa larga, profunda mirada. Y la respuesta:
–Hecho, en una semana lo quiero aquí.
Trabajo me costó, pero finalmente entregué el texto, el cual se publicó con cierta notoriedad en nuestra Revista de Revistas.
Ahí cambió mi destino.
Después llegaron más órdenes y el sufrir, el mío y el tuyo, después de cada entrega:
Te recuerdo inclinado sobre la mesa, atacando un escrito. El codo recargado en la mesa y con la mano izquierda mesándote el cabello, suspirando, mientras que la derecha enarbolaba un plumón negro con el que reescribías sobre el texto escrito en máquina de escribir. A un lado el cenicero, rebosante de colillas. Hacías pedazos mis textos.
A tu lado, en silencio, veía como rehacías el documento. Y al final sólo me lo extendías, con la instrucción:
–Rehazlo.
Y ahí me ponía yo, teclazo a teclazo, a volver a escribir lo que dictaba el plumón, con tu letra clara, totalmente legible. Al acabar regresaba contigo. Le dabas una rápida leída. Y lo aprobabas.
No sabes, Vicente, maestro, que ahora, a la distancia, con qué gusto recuerdo esos momentos y más aún cuando te entregué un texto con el campeón mundial de squash, un hindú. Lo leíste de jalón, ya sin el plumón en ristre. Eran cinco cuartillas. Lo acabaste y lo tiraste al cesto de la basura. Me dejaste helado. Carcajada de por medio lo rescataste del cesto y me lo diste.
–Está muy bien, muuuy bien y el final excelente, me dijiste, haciendo referencia al remate: y el nombre del juego responde al sonido onomatopéyico que produce el golpe de la raqueta con la pelota: squash, squash, squash…
No sabes, querido Vicente, como me diste seguridad después de ese texto.
Y luego vinieron más. Las correcciones se redujeron. Las órdenes, variaron. Rememoro una con un mago: Blackaman, que llegué contentísimo después de hacerla. La escribí con gusto, describiendo sus actos, a su ayudante, al público. Entré a tu despecho. Te la entregué. La leíste, hiciste unos apuntes y la instrucción.
–Vas a volver con Blackaman y le vas a preguntar esto, esto y esto. La nota es buena, sólo buena, que te responda éstas otras preguntas y quedará mejor.
Ahí, otra clase de periodismo.
Eras muy poco afecto a felicitar de viva voz a tus reporteros. Pero había señales. Cuando alguno te entregaba un buen artículo lo premiabas con un presente. El primero que me diste, lo recuerdo como si fuera ayer. Al regresar de una comida con el inolvidable Hero Rodríguez Neumnan, y el inefable Manolo Robles, como tú le decías y a quien también le despedazabas sus primeros textos, te acercaste a mi escritorio y me extendiste un libro.
–Éste es otro clásico de novela negra, me dijiste sabiendo mi gusto por un género que compartíamos: La Llave de Cristal, de Dashiel Hammett. Luego hubo otro presente: La Mirada del Adiós, de Ross MacDonald, pseudónimo de Kenneth Millar.
Y luego llegaron más libros. Pláticas respecto a la novela negra. Y yo, libro que te quería regalar, o bien ya lo habías leído o lo tenías en tu biblioteca para leerlo en fecha próxima. Hasta que hallé uno: El Secuestro de la Señorita Blandish, de un prolífico escritor inglés de novela negra, que en su vida estuvo en Estados Unidos, James Hadley Chase, y que todas sus novelas las ubicaba en EU.
La novela te encantó, me pediste más de ese autor, pero no te satisficieron. “Muy simplonas, con una gran velocidad, sí. Y algunas tramas son buenas, pero no muy trabajadas”, me dijiste cuando te entregué otro libro. Otra enseñanza: trabajar más a fondo un asunto.
Maestro al fin, me pediste que diagramara una primera plana de Revista de Revistas y otra del diario. Como pude te entregué unos bosquejos mal hechos. Y tu pregunta:
–¿De dónde te los fusilaste?
–De ningún lado. Me los inventé. ¿Crees que si me los hubiera fusilado estarían así de malos?
–No hay nada de malo en copiar. Así se aprende y luego agarras tu propio estilo.
Una lección más.
Llegó 1974 y el Mundial de Futbol, en Alemania. Te pedí autorización para pedirle a Julio Scherer la oportunidad de estar en la redacción de deportes, ante la ausencia de los reporteros que ya estaban en Europa. Me lo concediste.
En un principio Julio no quiso, pues –me dijo– “tu padre va a dirigir la sección… y es complicado una relación familiar y profesional…”
–Entonces mándame a la Primera de Noticias, le reviré.
–Déjame pensarlo, me dijo Julio.
Con el tiempo supe, Vicente, que Julio te pidió consejo. Y tú diste el aval para que trabajara con Pedro, mi padre, y realmente, fue una delicia. Conocí a Manuel Seyde, a Paco Ponce, a su padre, Fausto, el ‘Brujo’, Miguel Aguirre… Y la experiencia siguió. Después del Mundial me quedé en deportes, pero siempre colaborando con RR y con tus consejos:
–Investiga, Gonzalo, profundiza. No te quedes en la superficie. Investiga, pregunta, lee, escribe…
Una lección más.
La dispersión de la vida nos separó. De vez en cuando te hablaba para pedirte consejo, yo ya trabajando en ‘unomasuno’ y luego en dependencias públicas.
Cuando el campeón mundial de ajedrez, el ruso Veselin Topolov, vino a México en 2006 anunció una exhibición de simultáneas en la Casa del Lago. Supe que estarías ahí como uno de sus múltiples rivales, no me lo podía perder. Te derrotó en 15, 16 jugadas. Pensativo, iniciaste el camino a casa. “Pensé que duraría más”, confesaste. Y para levantarte el ánimo te dije:
–Vicente, la verdad, la verdad…, lo tuyo es la literatura, el periodismo, no el ajedrez.
Sólo sonreíste. Y me retaste a un duelo. “Te voy a ganar, como siempre”, te dije para picarte. No caíste y la partida quedó en promesa, sólo en eso.
Generoso como siempre lo fuiste, cuando te pedí, primero, que le dieras una leída a mi novela (Susana te Llama) accediste de buena gana, pero pasaron meses sin respuesta. “A lo mejor ni le gustó”, me dije.
Por esa época publicaste La Vida que se va, una novela que dice más o menos qué sucedería si a una persona se le ocurre atravesar la calle en una esquina y no en otra. Y de repente choca con quien será el amor de su vida. Y, si siguió de frente en la calle, se encontró a un vendedor de lotería que le dio el premio gordo…
–Excelente tu novela, Vicente, te dije por teléfono.
–Qué, ¿ya la leíste?, me preguntaste.
–Claro, de jalón en dos, tres días.
–Cabrón…
–…
–Sí, ya no jodes. A mí me costó casi dos años en escribirla y te la lees en tres días… No tiene madre. Je je je.
Días después recibí tu llamada.
–Tenemos que vernos.
Establecimos lugar, día y hora.
Bajo el brazo traías el original de mi novela. Nos sentamos, pedimos café. Tuvimos una larga charla. Me diste unos consejos más. La novela te gustó y meses después me hiciste el honor de presentarla en la Sala Adamo Boari, en Bellas Artes, inmueble donde el jueves 4 de diciembre se te hizo un homenaje póstumo.
Fuiste espléndido en tus comentarios. Y al final de la presentación otro consejo: “ya deja a un lado todo el asunto ése de la dizque comunicación social, ponte a escribir, o regresa al periodismo”.
El tiempo, nuevamente, estuvo de acuerdo contigo. Regresé a mi origen: al periodismo.
Lamento que al pasar la vida no haya tenido más tiempo que dedicarte. Lamento tu partida, como amigo, como un ser que siempre me tendió la mano cuando te necesité. Pero también me duele tu partida porque contigo se va una voz lúcida, critica, de ésas que ya escasean. Juicioso, claro, conciso.
Y hoy, Vicente, no te digo adiós, porque decir adiós es morir un poco. Hoy te digo hasta pronto, hasta siempre…