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ypaz Monroy V., Especial para Quadratín México
CIUDAD DE MEXICO, 1 de agosto (Quadratín México).- El protagonista de esta historia no es una persona, esta vez, el personaje es un pueblo de color, un pueblo abandonado, esclavizado a sus recuerdos y que añora a sus habitantes fuertes, porque casi todos ellos se han ido.
Es el relato de un pueblo donde los abuelos extrañan a sus hijos y no conocen a sus nietos; donde los jóvenes sólo existen físicamente en el recuerdo de sus padres; donde los hijos pequeños lloran a papá y a mamá, y las caras de los que les dieron la vida, comienzan a borrarse en sus mentes.
Es la narración de un pueblo, donde sus moradores, ancianos y niños, esperan en la puerta de sus hogares y de sus caminos terregosos a que regresen sus ausentes, quienes un día tuvieron que irse en busca de un futuro prometedor.
Esta es la historia de Coyolillo, un pueblo de raza negra que vive aletargado allá en la región centro del estado de Veracruz, porque su fuerza joven se ha ido en busca de mejores horizontes. Su población vieja y fresca sólo vive con la esperanza de que algún día “manden por ellos” o regresen para que por lo menos los entierren, ya que la ilusión de volver a la tierra que los vio nacer, hace tiempo que murió en ellos.
Coyolillo es la historia de muchos hombres y mujeres jóvenes que abandonaron a sus viejos, a sus hijos, a sus esposas, a sus hermanos, a sus mujeres, ahí en ese mundo de carencias rodeado de cerros verdes y tierra semiárida, también dejaron sus recuerdos, su infancia, sus juegos.
Esa comunidad de mexicanos de incierto origen africano, ahora llamados afromestizos, abandonó la espesa vegetación de su pueblo, sus costumbres, sus bailes, sus tradiciones, su corazón. También renunció a los surcos de sus campos secos, los cambiaron por tierras más ricas que ahora cultivan más allá de las fronteras.
Esos mexicanos con rasgos africanos y piel más que morena, que ahora trabajan para esa raza blanca, (la que los ha privado de sus más elementales derechos humanos), dejaron atrás los caminos floridos y empedrados. Ya poco se acuerdan de la única y serpenteada carretera que los llevaba a su querido Coyolillo.
Atrás dejaron el destartalado camión, lleno de gallinas, guajolotes y cajas de cartón llenas con víveres, que esperaban a pie de carretera para poder “tomar” una de las tres únicas corridas de ida y vuelta, para llegar a su “pueblo libre de color”. Ahí la pobreza económica obligó a sus jóvenes a emigrar a otro estado, o al “norte” en busca de la libertad económica y del sueño americano.
Ahí pocos son los habitantes jóvenes que se aferran a su pueblo. Gamaliel Terraco es uno de ellos. Tiene 21 años de edad y se ha resistido a emigrar. Tiene miedo de irse para el “otro lado”, pues no quiere que su hijo recién nacido, cuando sea grande se olvide de él. Porque ese es el riesgo que han corrido todos los hombres, todos los padres que se han ido a Estados Unidos.
Gamaliel prefiere correr el riesgo en su pueblo, en Coyolillo. Él optó por quedarse a trabajar en el viejo taxi que poco le da para sobrevivir junto con su familia.
Coyolillo es un pueblo cuyos orígenes raciales son muy inciertos; unos dicen que fueron cubanos, otros, que sus primeros habitantes fueron esclavos negros traídos por los conquistadores de diferentes regiones de África; algunos nativos, otros ya mezclados.
Los esclavos de color fueron llevados ahí para trabajar de sol a sol en la hacienda azucarera de Almolonga, donde carentes de todo derecho humano, cuidaron sin el menor descanso la tierra para “ganar” su libertad. Una libertad que poco les duró, pues al paso de los años su vida quedó nuevamente, sujeta a la existencia de los ingenios azucareros.
Tío Toño Zaragoza, uno de los hombres más longevos de Coyolillo, recuerda que el pueblo era otro, cuando esas factorías funcionaban al ciento por ciento, porque “la gente no se iba”, pero cuando éstas cerraron, muchos jóvenes tuvieron que emigrar “al estado del norte”, como se refiere tío Toño a Estados Unidos.
Él nunca quiso ir a ese país, pues a su decir: “en el otro estado hay que correr para esconderse de la patrulla, y qué necesidad, pudiendo estar en mi casa, en mi pueblo”.
Tío Toño Zaragoza es uno de los muchos ancianos que habitan en Coyolillo, que al igual que los otros, esperan que alguna vez sus hijos y nietos regresen del “otro lado”. Han pasado tantos años de cuando sus hijos se fueron, que ha comenzado a perder la esperanza de volver a verlos.
Postrado por su enfermedad ve pasar la vida con mucha melancolía, ya no puede trabajar, sus cansadas piernas por su padecimiento y la edad, ya no le permiten recorrer sus campos, sus tierra, ahora todas sus actividades se reducen a esperar.
Las múltiples operaciones que sufrió su recio cuerpo, mermaron su resistencia. Está consciente de ello y se lamenta porque ya no puede andar entre los surcos. Sus pies muestran el duro camino que han recorrido por décadas.
Platica que de los hijos que tuvo, tres se le murieron, y seis, los más jóvenes, se fueron para Estados Unidos, de quienes no sabe casi nada. Las últimas noticias que tuvo de ellos, por medio de unas cartas plagadas de faltas de ortografía, que le enviaron hace muchos años, fue que allá encontraron a sus parejas y se casaron. Con mujeres igual que ellos, inmigrantes de otros pueblos tan pobres como su lejano Coyolillo.
Tío Toño cuenta que ya tiene nietos, pero no los conoce, y dice que hasta bisnietos. De sus ocho hijos que le sobrevivieron, sólo dos, los mayores, se quedaron para ayudarle a cultivar la tierra donde siembran maíz, cacahuate y jitomate, que apenas les da “para irla pasando”.
Ahí en esa comunidad, un poco más grande que la Alameda Central de la Ciudad de México, muchas son sus carencias y escasos los servicios; sólo un centro de salud, la iglesia, un jardín de niños, una escuela primaria, una telesecundaria, y una preparatoria.
Preparatoria a la que quizá Víctor y Braulio, dos niños de 10 años, no lleguen a cursar, pues generalmente los pequeños comienzan a trabajar desde temprana edad, por las necesidades que tienen en sus hogares.