Abanico
México es un país cruento. Así lo consignan su historia y el proceder de sus líderes y caudillos, su literatura y su cine, sus artes plásticas y la pasión de sus habitantes por festinar la muerte que, como dijera Pedro Infante en una de sus caracterizaciones: le pela los dientes.
Huitzilopochtli eligió el corazón y la mente de muchos de los gobernantes mexicanos, como de idéntica manera Tezcatlipoca los induce a ver la realidad a través de su espejo. Ambas deidades guían su búsqueda de soluciones para el futuro, después de violentos episodios en los que la sangre parece indicar una ofrenda sacrificial.
Los mexicanos asumen una actitud de embeleso ante la violencia y la sangre, a tal punto que toda autoridad y toda asociación civil administran y exhiben sus propias cifras. Por ejemplo, durante el encuentro Regional de Gobiernos Locales de Izquierda, organizado por la Asociación de Autoridades Locales de México AC, Miguel Ángel Juárez Franco señaló que “se requiere prevenir a los ciudadanos del aislamiento de la sociedad debido a la pérdida de sus principales redes sociales y de valores como la solidaridad, la confianza y la responsabilidad, y comenzar la implementación de un sistema de seguridad pública integral, cuyos mecanismos de control sean vigilados y evaluados por los ciudadanos, más allá de los funcionarios”.
Hasta aquí todo bien. Para justificar su exigencia, sostiene que durante los últimos siete años han ocurrido en México aproximadamente 150 mil ejecuciones, se han registrado 150 mil personas desplazadas, 27 mil 523 personas desaparecidas y 800 mil mujeres o niñas que han sido víctimas de explotación sexual; además, hay 50 mil niños huérfanos, 4.5 millones de madres solteras y 1.5 millones de madres solteras en actividad laboral.
El azoro causado por los datos duros que muestran el castigo de la violencia a la sociedad, se acentúa con la lectura de La violencia y lo sagrado, donde René Girard expone ideas para analizar el estalinismo panista instaurado por Felipe Calderón, y las consecuencias que hoy se muestran en el lógico final de los juicios penales a modo, para imponer un capricho político y satisfacer venganzas personales, de ninguna manera ligadas a consideraciones de Estado.
Escribe Girard: “Una vez que se ha despertado, el deseo de violencia provoca cambios corporales que preparan a los hombres al combate -recordar el momento en que Felipe Calderón decidió y eligió asumir su papel de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, vistió casaca, galones, cachucha y estrellas, porque la banda presidencial le resultó insuficiente-. Esta disposición violenta tiene una determinada duración. es más difícil satisfacer el deseo de violencia que suscitarlo, especialmente en las condiciones normales de la vida social”.
Debió, entonces, el presidente constitucional de los mexicanos, declarar una guerra al narco, para satisfacer sus pulsiones ancestrales y, sin temor, ver a través del espejo negro de Tezcatlipoca.
Abunda el investigador: “La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio -Tomás Ángeles y coacusados-. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento.”
De creer en la reencarnación, José Stalin se hace presente.