Libros de ayer y hoy
Desaparecer un ser humano, por capricho o porque es urgente imponer el terror, requiere de una alta dosis de perversidad.
La noche de un 31 de diciembre Héctor Carvajal dijo a María Luisa, su esposa, que salía a comprar cigarros. Regresó seis meses después. El matrimonio siguió, hasta derramarse el vaso en un divorcio.
Lo anterior viene a cuento, porque la esposa de mi amigo Héctor siempre supo que era innecesaria una denuncia, reclamarlo como desaparecido o buscarlo en los hospitales y el Servicio Médico Forense. “Está en la cama de alguna puta”, me afirmaba sin contemplaciones.
Hoy es distinto. Quienes dejan un vacío indeleble en sus hogares fueron borrados de una estadística para ser inscritos en otras diferentes, distintas a la realidad que los mexicanos vivieron hasta hace muy pocos años. Incluida la época pretérita del PRI.
Desde su fundación hasta que perdió las elecciones el año 2000, el PRI es responsable de desapariciones forzadas. Todas o casi todas están documentadas. Algunas en las estadísticas oficiales, otras en la ficción sustentada en la realidad, como lo narra Carlos Montemayor en Guerra en el paraíso, o como lo cuentan las anécdotas políticas de la época de Miguel Alemán, Luis Echeverría Álvarez y otros.
Lo que ocurrió durante el felipato es distinto, colinda con la tragedia y el cinismo. Las cifras de la ONU refieren a las desapariciones forzadas por el Estado; las de Lía Limón exponen la realidad de la manera en que Genaro García Luna y grupos paramilitares de diverso origen, decidieron combatir sesgadamente los cárteles ajenos a los compromisos por ellos requeridos.
La cifra puede redondearse en 27 mil desaparecidos, que dejaron de ser, que crearon un pozo de horror porque es imposible certificar su inexistencia o ratificar su permanencia en este mundo. Esto tiene que ver con la incapacidad de los gobiernos estatales y federal para levantar tanta acta ministerial propiciada por muertes violentas, de tanto cadáver encontrado en fosas clandestinas, cuya identidad, en la mayoría de los casos, siempre resultó imposible de confirmar.
Me reclaman amigos y familiares cuando insisto en que el responsable histórico de tanta muerte es Felipe Calderón Hinojosa, por más que traten de exculparlo sus correligionarios políticos y religiosos. El argumento para sostener mi hipótesis es sencillo: el presidente de la República en funciones es el jefe de las Fuerzas Armadas, de la Secretaría de Seguridad Pública, hoy Gendarmería Nacional, y tiene un mandato constitucional. ¿Para qué necesita accionar arma de fuego, si él es quien da las órdenes?
De igual manera es la responsabilidad histórica de Adolfo Hitler. Fue él quien aprobó la solución final, ¿para qué buscar testimonios que lo vieran matando a un judío, gaseándolo o echándolo al fuego para desaparecerlo?
Desaparecer a un semejante, a un ser humano, por capricho, porque políticamente se necesita, o porque es urgente imponer el terror, requiere de una alta dosis de perversidad, de esa maldad bíblica que a Calderón se le desdibujó en cuanto se sometió a los afectos religiosos y perversidades sociales de la Casa Sobre la Roca, por sobre los intereses del Estado y los de la religiosidad en la que fue educado por sus padres.
QMX/gom