
De frente y de perfil
Habían pasado ya todas las celebraciones de Navidad, Año Nuevo y Reyes. Sentados en la sala de la casa rememorábamos aquellos cálidos momentos. Mi hijo emocionado me ayudaba a quitar las esferas, las luces, las figuras y los moños con los que adornamos el Árbol de Navidad. Pero como todo niño, a ratos prefería saltar y jugar, dejándome para mí sola tal actividad, lo que provocó que la tarea nos llevara más tiempo.
Mi pequeño y yo nos encontrábamos solos en casa, su padre se había ido de viaje de trabajo y por lo mismo nos sentíamos algo melancólicos. Para evitar que nos abordara más la tristeza por su ausencia, fue que decidí comenzar a retirar todos los arreglos con que decoramos la casa. Estaba segura que esa actividad nos distraería.
De hecho, así fue, cada que retirábamos un adorno y lo guardábamos en su respectiva caja, mi hijo se acordaba de un suceso relacionado con navidades pasadas y hacía un comentario: “te acuerdas mamá cuando mi papá se puso el gorro de Santa Claus”; así entre añoranzas se nos iba el tiempo, con momentos en que reíamos a carcajadas, y otros en los que simplemente rememorábamos situaciones graciosas.
Llevábamos un par de horas con aquella actividad, cuando un hecho inesperado me enseñaría que tan importante y valiosa es la unidad familiar, por encima de cualquier objeto material.
Un olor a quemado empezó a inundar el hogar; al principio pensé que en alguno de los departamentos vecinos se había quemado la comida y que el humo había viajado por todo el edificio. La explicación que me di fue suficiente y no le di mayor importancia al hecho.
No obstante, conforme transcurrió el tiempo, el olor y el humo comenzaron a invadir todo el departamento, lo que hizo que me pusiera inmediatamente en alerta y sin mayor tardanza abrí la puerta para investigar lo que sucedía; al hacerlo una gran bola de humo se me vino encima, lo que me nubló la visión y me provocó un ataque de tos.
Asustada retrocedí, cerré la puerta y fui en busca de mi hijo que se encontraba en el comedor. Al momento de dirigirme hacia aquel lugar, los cristales de las ventanas de las recámaras comenzaron a estallar y unas enormes lenguas de fuego que entraron por los ventanales ya rotos, alcanzaron las cortinas y todos los objetos que se encontraban cerca de ellas. Al ver tales escenas, no lo pensé más y tomé del brazo a mi hijo y ambos salimos corriendo por los pasillos y escaleras del edificio que se encontraba completamente obscuro por la gran cantidad de humo que ya se había acumulado dentro.
Al llegar a la planta baja recuerdo que no cerré la llave del gas y externo una exclamación que escucha mi pequeño hijo de siete años, se suelta de mi mano y corre por las escaleras metálicas de servicio en forma de caracol y sube a la azotea a cerrar el tanque de gas. Con el pánico que me da imaginar el peligro en el que se encontraba, corro detrás de él con una fuerza inusitada y lo bajo en vilo para ponerlo a salvo.
Al llegar a la calle, el fuego que ya sobrepasaba la altura del edificio de tres pisos, comenzaba a propagarse por todos los departamentos. Mientras, los bomberos se esforzaban, unos por mantener frío un tanque de combustible que daba servicio a una panadería contigua, otros, por evitar que el fuego llegara hasta el tanque y consumiera el edificio por completo. Luego de más de tres horas, las labores de extinción terminaron y los bomberos nos permitieron entrar a nuestros domicilios.
Al entrar a nuestro departamento una inmensa tristeza nos invadió. Las paredes ennegrecidas por el humo aún escurrían de agua mezclada con un líquido jabonoso y un fuerte olor a humo impregnaba los pocos objetos y muebles que habían quedado a salvo. En medio del desastre sólo atine a abrazar fuertemente a mi hijo, pues me sentí desolada al ver su carita de desilusión. Así abrazados, sin yo saber qué hacer o a dónde ir, nos quedamos mirando alrededor nuestros “tesoros” reducidos a cenizas.
Documentos, muebles, ropa, todo se había quemado. No teníamos en donde pasar la noche, sin embargo hicimos acopio de resignación y luego de una larga faena para dejar un poco habitable una de las recámaras, nos preparamos para dormir en aquel cuarto sin luz y con las paredes negras de hollín.
Antes de dormir llamé a mi esposo para ponerlo al tanto del siniestro, pero nunca entró la llamada; marqué varias veces su número de celular, el que nunca contestó. Cansada de insistir me di por vencida y colgué, ya le hablaría al día siguiente, pensé.
Era de madrugada, sólo la luz de la luna alumbraba la cama que había improvisado para pasar la noche y donde tratábamos de dormir porque el fuerte olor a humo lastimaba nuestra garganta y nariz. De pronto se escuchó que alguien abría la puerta del departamento y sigilosamente inspeccionaba toda la casa y accionaba los apagadores de luz. Temerosa de lo que pudiera ocurrir abracé fuertemente a mi hijo para protegerlo de quien yo pensaba era un intruso.
Al sentir que entraba a la recámara donde nos encontrábamos, el miedo nos paralizó, no queríamos ni respirar. Cuando pensamos que ocurriría lo peor, escuchamos una voz conocida que mencionaba nuestros nombres. Al momento lo identificamos, era mi esposo. De un salto nos levantamos y en las sombras nos abalanzamos a sus brazos.
Cuando acabó de contarnos que el desasosiego que lo invadió lo obligó a regresar a casa, porque presintió que algo nos sucedía, nosotros entre la penumbra por la poca luz de la luna que dejaban pasar los cristales ahumados de las ventanas, casi adivinábamos las expresiones de asombro y preocupación cuando con lujo de detalle le platicamos los acontecimientos.
Él con la voz entrecortada nos expresó su amor, nos abrazó y besó hasta que los tres nos quedamos dormidos en medio de aquella recámara ensombrecida, que para entonces se había convertido en un lugar confortable y acogedor.
QMX/mmv