TEJEDORA DE HISTORIAS: Sí enamora: pero ¿quién le aguanta el paso?

05 de diciembre de 2012
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9:28
Laura Athié

Dicen que la vieron enamorarse alguna vez y del enamoramiento le nació una hija, la única, Abril, leitmotiv de su existencia andariega y risona, más bien carcajienta. Se llama Laura, como la canción de un tal Roberto Carlos allá por los aniquilados setentas del siglo pasado, cuando ella nacía y miraba la luz de un mundo extrañísimo, de un México tocado por los dioses petrolíferos para administrar una riqueza que nunca se consumó.

Tuvo que ser un sábado de 1990.

Dejaba yo la garganta frente al micrófono, taller de crónica deportiva para gritar gol en la radio y la televisión. Ansias por la frustración del futbolista con pie plano. Argucias juveniles para firmar autógrafos y acceder a la fama bursátil, sin más memoria que un rectángulo verde por el que corren veintidós jugadores en pos de la redención metafísica. Taller de Raúl del Campo Jr., histórico productor de Televisa, que se dedicó con cierto esmero a formar cronistas deportivos y a pendejear a dos que tres despistados que carecíamos de cierta cultura más allá del balón o las alineaciones del partido. Ocho meses de formación, donde se entreveraba el periodismo, la reflexión, la práctica y la saludable convivencia ronera.

Allí conocí a Laura Athié. Si hubiera algo inconmensurable más allá de ella misma para definir nuestro primer encuentro sería su sonrisa. Laura es una grande, enorme, inabarcable sonrisa humana y digamos que su extensión labial contribuye a la intrínseca felicidad que parece habitarle en el estómago. Imagino en su vientre a millones de gatos de Chesire, y sí, como ese que pintó Walt Disney, entre morado y rosa, para una Alicia extraviada en el Bosque de las Maravillas.

Érase una mujer a una sonrisa pegada. Franca, resuelta y sobre todo, inocente y sin malicia siempre, por más trastadas vivenciales o guillotinas de esas que el desamor sabe. Sonrisa vestida con short de mezclilla y peto, así mi recuerdo más prehistórico. Laura en short de mezclilla y peto arriba de una estaquitas Nissan. Sube y baja. Baja y sube, al compás de la canción. Desde adolescente acostumbrada al trabajo, la chamba, la raíz clasemediera de un país que recibió así a sus antepasados libaneses.

En aquel curso, en el que Laura aprehendía lo determinante para ejercer la comunicación, intercambiamos ella y yo dos o tres conversaciones micro. Nos separaba el horario y los grupos que eran diferentes.

Ya luego, en el glorioso Centro de Estudios Universitarios de Periodismo y Arte en Radio y Televisión, nos volveríamos a topar para estudiar la licenciatura. Allí nos reunió la vocación que veinte años recorridos, nos mantiene unidos con un largo hilo que va desde su dedo meñique de la mano izquierda en la Ciudad de México, a mi dedo gordo del pie derecho en Morelia, Michoacán.

Creo que mientras fuimos compañeros (ella migró a territorios de frontera al tercer cuatrimestre de la carrera), más que amistad se cocinó una grata competencia. Recuerdo aquella final de finales entre Laura Athié y Antonio Monter, para ver quién leía más tiempo en voz alta, con la impostación de la voz (ambos locutores) y la dicción adecuada. No ubico al ganador, aunque la memoria siempre me resulta fiel cuando los aplausos se dirigen a mí.

En ese breve espacio universitario de la colonia Tabacalera, sin tener plena conciencia de la leña y los cerillos, y a la par de bailar juntos mambo, rocanrol y cha cha chá, Laura y yo encendimos una fogata literaria que habrá de perdurar hasta que a ella se le agote la sonrisa o a mí me dé por reconocer las bondades que históricamente nos ha traído el PRI. Lazos de arriero, pero sin bueyes.

Laura fue tras el amor, Jaime, espigado e ilustre entre nosotros, por su acento cachanilla, su buena ondés y desenfado. Los vimos partir. Después, supe que hicieron lo que casi todos en mi generación: se amaron, terminaron sus estudios, se amaron, nació Abril, se amaron, trabajaron y se divorciaron aún amándose como se estila en los tiempos ya sin cólera. De aquello de ayer escribirán nuestros hijos… y si no, para qué les da uno la letra desde niños y los forma en la precoz insurrección.

Mujer andarina y más. Del continente antiguo al cono sur. Estudiosa, entregada, amante de los viajes y la cocina. Triturándose el alma en cada rincón y en cada despedida. Como la hormiga con su paraguas y recogiéndose las enaguas. La vida en cada empresa, hablantina y cariñosa, trae el lenguaje del amor en las venas y en la lengua. Mentalidad resuelta en cariños. Lenguaje del apego soberano, neto, sin alabanzas falsas ni cursilerías.

Hoy día, Laura trabaja en la UNICEF. El tiempo y los proyectos resultan insuficientes en un México donde las políticas de respeto para los niños son de continuo ausentes. Pero ella es inagotable. Ajena a los lamentos aterriza propuestas, inventa, corrige, arenga, hace guiños, elabora mapas, traza posibilidades y territorios, sube por andamiajes insólitos y construye telarañas cómplices… Este año me invitó a un proyecto editorial con chavos en estado de vulnerabilidad de Nuevo León: A tomar la letra, logrará rescatarlos de la estupidez y el narcotráfico.

Gestora literaria, convoca a escribir de cómo cocinaban las abuelas o de amores y despedidas. Es reconocida como “la tejedora de historias”, publica aquí y allá y da envidia su cotidiano pulverizado en mil y una ideas para llevar a cabo en el trabajo, la cocina, la calle, la música y las letras.

Si algo tengo claro es que Laura jamás será efímera…  es de esas mujeres que te enamoras a la primera, pero, ándale tú, aguántale el paso.

Bella indomable a punto de cumplir años, te envío esta carta para desearte lo que bien sabes y lo que no o te imaginas, y mis lectores no tienen por qué enterarse…

Laura: Ya vendrán tiempos para corregir la insana distancia de trescientos kilómetros entre tú y yo y beber wisqui desaforadamente (aunque seas malísima con el trago) y bailar en alguna cantina de arrabal y comer mole de olla o una exagerada en tamaños sardinada portuguesa… y la Saudade.

 

QMX/la

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