TEJEDORA DE HISTORIAS: Historias con taxímetro: 6 claves para descubrir a los taxistas

29 de noviembre de 2012
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9:35
Laura Athié

Al tomar un taxi, cuando se han sufrido dos secuestros exprés, uno adquiere ciertas habilidades para controlar los nervios y aprender a conocer las verdaderas intenciones de los taxistas.

1. Lunes, vamos tarde. El taxista viudo. Unidad 59/Chevy verde: La espalda sigue doliéndome desde hace 3 días, justo cuando el auto amaneció chocado. Mal dormida y con el susto del temblor de 6.2 que parecía de 8 grados Richter, llamo al sitio. Un momento, escucho, las señoritas de los taxis tienen linda voz, a diferencia de las de cualquier instancia de gobierno, los bancos o el servicio de teléfono celular, donde desde la grabadora hasta la operadora que mastica chicle contestan con tono de hartazgo, en cambio ella parece que tomó un curso de dicción:

–          Chapultepec y Reforma, Chapultepec y Reforma. ¿Quién cubre?… Unidad 59, diríjase a la siguiente dirección caballero, por la señorita Laura, va de pantalones negros, saco guinda, le acompaña una niña. Un Chevy verde en 15 minutos. Me indica.

 

Tocan el timbre. Abril se atraganta la leche. Bajamos corriendo como siempre, al salir a la calle no me muevo un milímetro, sólo observo. Lamento esta mala costumbre mía de no poner atención a los modelos de los autos. Si es taxista en lugar de ladrón, sabrá cómo vengo vestida y dirá mi nombre. Aguardo. Un hombre de estatura media nos mira. Sospecho. Él baja de su auto diminuto. Se acerca. ¿Señorita Laura?, pregunta hacia dónde. Arrancamos. Abril mi hija le da instrucciones: Mire, ¿ve aquella calle en donde está la panadería donde venden donas de chocolate?, pues por ahí no es, es a la otra. ¿Ahora ve la paletería en donde dan helados de fresa con nuez?, pues no se meta por ahí, sino a la siguiente. Aquí, sí, ¿se puede parar en donde está el señor con cara de enojado que ayuda a bajar a los niños, por favor?

Después de la escuela le indico que vayamos a Alencastre. Deberá darse la vuelta a la izquierda, luego a la derecha y tomar justo el camino que le indico para evitar el tráfico. No hablo más, termino mi café, leo el periódico. Él me mira por el retrovisor varios minutos. Lo ignoro. 10 minutos después dice: Giraré por aquí, es mejor ruta. Comienzo a ponerme nerviosa, los taxistas con iniciativa son un peligro, ¿y si nos están esperando en alguna calle los ladrones?

–          También tengo una hija, se llama Itandehui, hace un año fuimos a las ballenas, comienza a platicarme como si me conociera, manejé desde aquí hasta Guerrero Negro. Fue un viaje increíble. Ser padre no es fácil. Uno va educando a los hijos como puede, ahora cree que soy siquiatra. Soy viudo, ¿sabe?, mi esposa murió de un infarto cuando mi hija tenía 6 meses.

 

Está bien, dejo las noticias a un lado, lo miro, le pregunto su nombre. Osvaldo tiene 38 años. Soy un hombre joven, puedo encontrar alguien que me ame, pero no es sencillo, cuenta, creo que le voy a cobrar la consulta. Quiere poner un restaurante, estudió para chef, conoce de biología, le gustaría terminar sus días cerca del mar.

–          Unidad a Playa Azul y Santiago, se escucha en la radio. Necesito un apoyo con el K20.

“Si quiere yo se lo cubro señorita”, responde a la central tomando la radio con la mano derecha. Parece honesto. Lamento que no haya encontrado una mujer de nuevo. Sonrío, le cuento un poco sobre las Fiestas de la Vendimia en Baja California. Debo volver allá, me dice.  Son 180 pesos más el descuento, pero deme 110, bueno, 100 y gracias por la charla.

–          Unidad a Playa Azul y Santiago. ¿Por qué no contesta caballero?, regaña la señorita por la radio. El taxista, estira la mano, me da mi cambio. Antes de cerrar la puerta del Chevy escucho: disculpe central, estaba en otra frecuencia.

 

2. Martes. Coleccionista de cochinos. Nissan Sentra guinda como mi saco sin número. Salimos de la escuela. Sobre Patriotismo 7 taxis siguen de frente hasta que uno, el más destartalado, se detiene. Hemos entrado a la dimensión desconocida. Más de 70 cochinos rosas de diferentes tamaños y texturas van a bordo del taxi, algunos cubren el tablero de lado del copiloto y otros son copilotos que van inmóviles sobre el asiento, varios más cuelgan del retrovisor, el asiento del copiloto, los manubrios. Uno de cola retorcida y plástica se mece en el llavero del switch. Espero no haberme sentado sobre alguno. Abril pregunta por qué tanto animal de peluche de la misma especie. Los colecciona. ¿A dónde?, nos pregunta, su voz parece molesta hasta que enciende el radio y sintoniza un mambo, definitivamente algo extraño pasa aquí. En el rojo, no le queda más que contestarnos. Le gusta la carne de cerdo, no es tan mala como dicen mientras no se coma frita, ninguna mejor para el pozole y del chicharrón ni hablar.

Debajo del puente que da a Chapultepec se orilla y explica, uno a uno el nombre de los cerdos. Son de buena suerte, como los elefantes y saben mejor. Comenzó a manejar desde hace 22 años, primero un microbús, luego un camión de ruta, ahora tiene 16 años en su taxi. “Es otro mundo, me respetan, este es mi espacio, aquí mando yo”. Cuando comenzó su carrera de chofer, su hija menor le dio uno, desde entonces los fue coleccionando. Lo que vemos en el taxi no es nada, un día que vayan a mi casa se va a espantar de tanto cerdo, nos asegura.

En menos de tres calles nos ha contado su vida, el nombre de sus familiares, todo lo que le dijeron los otros choferes cuando empezó, lo difícil que ha sido; cómo se decidió tras fallecer su pareja: cuatro hijas, una casa, hambre y deudas, tenía que manejar. No le importaron las criticas, mientras más insultos, más se empeñó. Hoy, ¡yo mando!, y aquí se bajan, dice, hemos llegado a nuestro destino.

Tienen 67 años, mide 1.57, baila mambo, compró su taxi con el fruto de su trabajo. No pertenece a ningún sitio porque no le gusta que los hombres le anden ordenando. Sabe hacer carnitas, ya es abuela y se llama Laura. ¡Cómo mi mamá!, le dice Abril antes de bajarnos.

–          Me bajo pero baje usted también, digo. Le pido permiso para tomarle una foto, entonces gira, puedo ver su gran sonrisa. Solicita unos segundos y se alacia el cabello, gira a la derecha, se recarga en un pie. ¿Esta bien así?, sonríe. Click, Laura, la taxista que se manda sola, posa orgullosa a un lado del volante. Son 50 pesos. Pago. No me la mande porque yo no uso mail, me dice por la ventanilla, nomás recuérdeme, porque luego nos volvemos a encontrar, me gusta su saco guinda, ahí luego me lo presta. Arranca.

 

3. Miércoles rumbo a la oficina. A quién se le ocurre traer un Audi. Unidad 166/Malibú champagne: En Alencastre llueven bujías. Totalmente calvo y con una loción que huele hasta la cajuela, se pega la radio a los labios como si tuviera hambre. Apenas y me mira. Observa a todos lados como sus ojos fueran periscopios. Es un Taxi Driver chilango. 08.15 am. Acabamos de pasar Los Pinos. La escuela de Abril queda muy atrás y al frente la fila de autos y grúas que construyen puentes uno encima del otros es interminable. Voy ensimismada leyendo las notas del periódico en un tráfico lento. Lo carros se apretujan, el espacio entre uno y otro no es mayor a medio metro. Me ha dolido la espalda a la altura de la cintura todos los días, así que mi bici descansa más que yo en el estacionamiento del edificio. En las tardes camino y en las mañanas pido el servicio de transporte de siempre. He hablado con tantos taxistas que ya puedo escribir un cuento con sus conversaciones. Leo sobre los resultados de la Encuesta Nacional de Salud. Los mexicanos vamos más al doctor en las farmacias que en años anteriores. La población secuestra y exhibe a cuatro maestros en Oaxaca. Se inaugura la Ciudad de los Libros. Márquez dice que Carlos Fuentes tecleaba con un dedo al escribir. De pronto el carro frena, el taxista se echa en reversa violentamente. ¿Qué pasa?, pregunto. Nadie suena el claxon, sólo nosotros nos movemos. “Corre, ¡vámonos!”, gritan. A lado nuestro una pareja en un Audi negro está en shock. El vidrio del chofer cae como en cámara lenta, los pedazos pegados a la mica resuenan sobre la portezuela del hombre que no sabe que hacer. La mujer que le acompaña llora. ¿Qué sucede?, insisto. Un asalto a medio metro de distancia nuestra. “Avientan la bujía”, me explica el taxista, te quiebran el vidrio, asustan, se meten, te amagan con una pistola y se llevan lo que traes”, pasa a cada rato por aquí. Ya no puedo leer, lamento el incidente de mis vecinos de carril, sigo viendo al hombre y siento –porque también he estado en su lugar– su rabia.

“Menos mal que nos movimos”, me dice el taxista. No hay un solo policía. Estamos frente a la galería de subastas Mortons y el Casino Naval. Nadie dice nada. Qué normalidad horrible la que nos habita. No importa si estás en Neza o en Las Lomas, si vas en bici, moto, en Audi en micro o a pie, el peligro al que ya nos acostumbramos, es el mismo. El Audi queda atrás, más de cinco minutos han pasado y la pareja sigue dentro, inmóvil. Menos mal que venimos en un Sentra, ¿a quién se le ocurre traer esos carros?, dice el taxista. Hemos llegado a Explanada y Reforma, aquí me bajo, indico. Estira su mano larga como brazo de grúa. Unos dedos con uñas brillantes y manicuradas esperan. ¿Cuánto le cobran?, me pregunta. No trae taxímetro. A ver, deje ver, espere. Toma la radio, vuelve a untarse la bocina en los labios: 166 a central, 166 a Central, dice. Necesito un M3.

–          Indíqueme qué se le ofrece caballero, responden.

–          Un M3 a las Lomas.

–          AV1, AV1, apóyeme con un M3, pide ayuda la operadora a la red, en la que según me contó ayer Osvaldo, el taxista viudo, trabajan 300 taxis. Para entrar hay que rentar uno de la empresa durante seis meses a 1,500 pesos diarios, luego ya puedes usar tu carro propio. El negocio sí sale, me aseguraba.

–          166 el M3 le sale en uno-cero-cero caballero, dice la operadora.

Son 180, me indica el Taxi Driver, ya con el descuento.

 

4. Mismo miércoles. Fiesta de 15 años. Unidad 59/Chevy verde: Casualmente nos ha encontrado en distintos puntos. Trabaja de las 6 de la tarde a las 8 de la mañana, mientras su hija duerme. Itandehui, es una diosa maya, me cuenta la historia que ha leído en un libro. Su esposa que murió, no quería que se llamara así, pero él terminó por convencerla. Itandehui se levanta sola, desayuna, camina a la escuela, vuelve, se prepara la comida, hace la tarea y espera a que su padre regrese del trabajo. Tiene 12 años, dos más que Abril, mi hija, que escucha silenciosa la vida solitaria de la niña de la fotografía a color que asoma de la visera.

Osvaldo es hijo de uno de los fundadores del sitio de taxis del aeropuerto, heredó el permiso que, según me dice, llega a costar más de un millón de pesos. Todo estaba bien hasta antes de que se hiciera la unión de taxis y dividieran. Es la misma mafia: Yellow Cab, Taxi Excelencia, todos, el mismo dueño. Una vez, me asegura, el mismísimo Hank quiso poner su flota, pero no lo dejamos, éramos fuertes. Me va contando que él y su esposa querían tener 5 hijos. ¡Cómo tú mamá!, dice Abril y se calla de inmediato. Ahora él explica la construcción de su casa: hicieron 5 recamaras, compraron un terreno en Aragón con un jardín grande para que jugaran los hijos, pero ella ha muerto y entonces, Itandehui se levanta y sigue su rutina entre 5 habitaciones solitarias mientras su padre va recorriendo calles de la Ciudad de México.

Esta noche le pedimos que nos lleve a una fiesta. Abril, orgullosa usando mi vestido, se pone feliz cuando Osvaldo le dice que se ve como princesa.

–          Volveré a las 12, como en la cenicienta, dice. Bajamos. Desde la ventana me grita que no tenga miedo, él estará a tiempo por nosotras. Nada le pasará, soy un hombre bueno.

 

5. Viernes. El taxista mojado. Unidad 16/Jetta negro: Mi carro lleva toda la semana en el mecánico, el golpe fue duro. La operadora de Radio Taxi me indica de nuevo que en 15 minutos llega. Unidad 16, me dice, ¿cómo va vestida?, respondo y caigo en cuenta que debo comprarme otro saco que no sea guinda. Mientras tomo el café arriba, entra en reversa desde la calle Pachuca hasta Zamora, son casi 10 metros en sentido contrario. ¿Señorita Laura?, grita sin bajarse. Espere, me acomodo. Subo, ya no quiero dar instrucciones, pero él, con su voz mexicana-americana me dice en spanglish que no conoce Insurgentes, tampoco Patriotismo, ni Churubusco. No le creo, eso es imposible. “Pero traigo mi yi-pi-es”, me dice y muestra un super aparato con pantalla liquida a color que dice “GPS” con un mapa a color y comienza a teclear In-sur-gen-tes.  Déjelo, yo lo guío. A la derecha, gire aquí, sobre el puente, le voy diciendo. Él me platica que fue soldado, que cruzó 2 veces la línea, que vivió en Coahuila y trabajó 10 años como pintor, mientras le sigo indicando el camino y el se disculpa. Usted dispense por favor, dispense, sé manejar y soy mexicano, pero ya no reconozco mi pueblo. Vamos por la ciudad que ya no es pueblo, él continúa: al volver le robaron su camioneta, su mujer y sus hijos lloraron toda la noche, trató de ir con la policía pero no funcionó. Me madrugaron, pero no importa porque esta es mi tierra, ¿y por dónde sigo?, usted dispense, es que yo ya no conozco este pueblo. Se llama Juan, tiene 36 años, es tan moreno como la tierra húmeda, vive en Tláhuac. Todos los días amanece con miedo de que le vuelvan a robar. Está buscando una pensión cerca de su humilde casa, cuenta, pero no importa, reitera, estoy aquí, eso es ganancia, del otro lado ni mis hijos ni yo éramos felices, ¿sabe?, a uno lo tratan mal, no lo miran, uno trabaja como si no existiera, es feo vivir como ignorado. Volví porque extrañaba. Aquí lo roban a uno, pero es mi país. Me deja frente al Teatro Insurgentes y se baja sin importar que los autos le recuerden a su madre con el claxon. Abre la puerta, me ayuda a salir del auto, me bendice. Dispense, ya me voy a ir aprendiendo los caminos. Antes era mojado. Hoy es un taxista con su Jetta nuevo. Son 100 pesos, me dice. No hay descuento.

 

6. Mismo viernes. Malditos impuestos. Unidad 59/Chevy verde: En casa. Son casi las 10 de la noche, estoy como histérica tratando de hacer facturas electrónicas. Mientras odio al SAT con toda mi alma, suena el timbre, es el taxista que nos ha llevado y traído casualmente 2, 3, 4 días seguidos por toda la ciudad: de la casa a la escuela, a la clase de arte, a los 15 años, a la natación. “Soy Osvaldo, el taxista. Traigo un dibujo que Abril dejó en el carro”. Bajo pensando si será verdad, maldiciendo el momento en que Melly, la nana, sacó a pasear a los perros. Me detengo frente al departamento 101 en donde vive un vecino ex judicial pensando en pedirle que me acompañe. La inseguridad de este México me tiene asustada. Desconfiando del taxista bajo hasta la puerta, es de vidrio, puedo ver si trae un arma, si viene acompañado, si quiere asaltarme. Trato de calmarme. Yo solía creer en la bondad de la gente, ¿qué me está sucediendo?, pienso. Me acerco y abro. Estira su mano, veo entonces el dibujo más lindo que Abril ha hecho. Naranjas y azules en un rostro con ojos de distintos tamaños y una nariz de mariposa, una nube cuadriculada, un árbol, una lengua que crece y baila a lo largo del papel. Me siento azul acua como el fondo del dibujo, naranja como el marco que rodea la primer obra que muestra en pleno, el estilo pictórico de mi hija: alegre y apasionado, vibrante, con una estructura difícil de entender para quienes pensamos en rectángulos.

Ella duerme desde hace media hora y yo subo, con una sonrisa roja de flor como si me la hubiera dibujado, feliz, después de haber dado las gracias al taxista, sabiendo que la gente buena existe y anda libre como nosotras por las calles, sin dejar de mirar el dibujo, pensando en qué colores me verá Abril, sin haber preguntado cuánto era, sin saber si me darían descuento.

 

* Mexicana, madre de Abril y especialista en difusión de políticas públicas. Maestra en Política Educativa por el IIPE UNESCO París, comunicóloga por la Universidad Autónoma de Baja California, ciclista convencida, amiga y palabrera en lucha constante en favor de la memoria. Jamás se le ha quitado el miedo de subir a un taxi y suele estar pensando a lo largo del camino en qué preciso momento volverán a asaltarla. Tras colaborar por más de una década con organismos gubernamentales en educación y cultura, hoy es consultora en un organismo internacional y tiene el proyecto de rescate de historias a través de la escritura Tejedora de Historiaswww.tejedoradehistorias.com / Le gusta recibir correos: [email protected] / Twitter: @lauraathie.

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