Libros de ayer y hoy
Erick Hobsbawm murió a una hora propicia para que los diarios del día siguiente reseñaran con amplitud su óbito; pero si las noticias llegan al más allá, dudo que el historiador se sintiera halagado con los obituarios simplones que casi sin excepción antepusieron el adjetivo “marxista” a su profesión.
Que ya no esté vivo es un formalismo, un accidente sin mayor importancia para aquellas existencias que deben tasarse por lo transcurrido y no por el final. Éste es el caso del inglés que conoció México en 1973 para echar raíces amistosas e intelectuales entre nosotros. La Revista de la Universidad publicó en su número 100 una fotografía que da prueba de ello. En La Jornada y en El País encontramos reseñas más sustantivas sobre su quehacer.
Cuando un historiador muere es inevitable que alguien se pregunte para qué sirve tal profesión. Yo tuve la fortuna de encontrar la respuesta hace muchos años en los textos de Herodoto y de Tucídides, de Tuchman y de Bloch, de González y González y de Gilly, y tal hallazgo me hizo, por lo menos a mis propios ojos, una persona mejor. Así que en mi particular homenaje a Hobsbawm interrumpo la anunciada pausa de JdO para compartir con los lectores un extracto del texto en que Marc Bloch aborda esta inquietud. Añado que el libro fue escrito en prisión, antes de que el autor fuera fusilado por los nazis el 16 de junio de 1944. Aquí sus líneas:
“Papá, explícame para qué sirve la historia.” Así interrogaba, hace algunos años, un muchachito allegado mío a su padre que era historiador. Me gustaría poder decir que este libro es mi respuesta. Porque no imagino mejor elogio para un escritor que saber hablar con el mismo tono a los doctos y a los alumnos. Pero tal sencillez es el privilegio de unos cuantos elegidos. […]. El problema que plantea, con la embarazosa franqueza de esa edad implacable, es ni más ni menos el de la legitimidad de la historia. He aquí al historiador llamado a rendir cuentas. No se atreverá a hacerlo sin un ligero temblor interior: ¿qué artesano envejecido en el oficio no se ha preguntado alguna vez, con el corazón encogido, si ha empleado su vida juiciosamente? Pero el debate rebasa ampliamente los [pequeños] escrúpulos de una moral corporativa.
[…] Porque a diferencia de otros tipos de cultura, la “civilización” occidental siempre ha esperado mucho de su memoria. Todo la llevaba a hacerlo: tanto la herencia cristiana como la herencia antigua. Los griegos y los latinos, nuestros primeros maestros, eran pueblos historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. […] Por libros sagrados, los cristianos tienen libros de historia, y sus liturgias conmemoran, junto con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, tal vez más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad aparece ante sus ojos como una larga aventura, de la que cada vida individual, cada “peregrinación” particular es a su vez un reflejo.
[…] Cada vez que nuestras tristes sociedades, en perpetua crisis de crecimiento, empiezan a dudar de sí mismas, uno las ve preguntándose si han tenido razón en interrogar al pasado o si lo han interrogado bien.
[…] En verdad, aunque se considerara a la historia incapaz de otros servicios, por lo menos se podría alegar en su favor que distrae. O, para ser más exactos —porque cada quien busca sus distracciones donde le place—, que indiscutiblemente así lo considera un gran número de hombres. En lo personal, hasta donde pueden llegar mis recuerdos, siempre me ha divertido mucho; creo que como a todos los historiadores. De no ser así, ¿por qué otra razón habrían escogido este oficio? A los ojos de cualquiera que tenga más de tres dedos de cerebro, todas las ciencias son interesantes. Pero cada estudioso no encuentra sino una, cuya práctica le divierte. Descubrirla para consagrarse a ella es lo que propiamente se llama vocación.
Por lo demás, este indiscutible atractivo de la historia, por sí mismo, merece ya que nos detengamos a reflexionar. Como germen y como aguijón, su papel ha sido y sigue siendo capital. Antes del deseo de conocimiento, el simple gusto; antes de la obra científica plenamente consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda en concatenaciones de este tipo. Hasta en el caso de la física, los primeros pasos deben mucho a los “gabinetes de curiosidades”.
[…] Sin embargo, la historia tiene indudablemente sus propios goces estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Y es que el espectáculo de las actividades humanas, que constituye su objeto particular, más que ningún otro está hecho para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones matemáticas o de la teodicea a descifrar antiguas cartas o antiguas crónicas de la Alemania imperial, experimentaba, igual que nosotros, esa “voluptuosidad de estudiar cosas singulares”. Cuidémonos de no quitarle a nuestra ciencia su parte de poesía. Sobre todo cuidémonos, como he descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por su causa. Sería una increíble tontería creer que, por ejercer semejante atractivo sobre la sensibilidad, es menos capaz de satisfacer nuestra inteligencia.
[…] Aunque la historia fuera eternamente indiferente al Homo faber o politicus, para su defensa le bastaría que se reconociera cuan necesaria es para el pleno desarrollo del Homo sapiens. Sin embargo, aun limitada de este modo, la cuestión no ha sido resuelta de entrada.
Porque la naturaleza de nuestro entendimiento lo inclina más a querer comprender que a querer saber. De donde resulta que a su parecer, las únicas ciencias auténticas son las que logran establecer entre los fenómenos vínculos explicativos. Lo demás sólo es, según la expresión de Malebranche, “polimatía”. […] No obstante, es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor. ¿Cómo no sentir intensamente algo similar por la historia que, al parecer, está destinada a trabajar en provecho del hombre a causa de tener como tema de estudio al hombre mismo y sus actos? De hecho, una vieja tendencia, a la que por lo menos se atribuye el valor de un instinto, nos inclina a pedir a la historia los medios para guiar nuestra acción; y por consiguiente, a indignarnos contra ella […] El problema de la utilidad de la historia, en sentido estricto, en el sentido “pragmático” de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad propiamente intelectual. Por lo demás es un problema que no puede plantearse sino en segundo término, pues para obrar razonablemente, ¿acaso se necesita primero comprender? Pero este problema no puede eludirse sin correr el riesgo de responder tan sólo a medias a las sugestiones más imperiosas del sentido común.
Algunos de nuestros consejeros o que quisieran serlo ya han respondido a estas preguntas. Lo han hecho para amargar nuestras esperanzas. Los más indulgentes han dicho: la historia no tiene provecho ni solidez. Otros, cuya severidad no se toma la molestia de las medias tintas, han dicho: es perniciosa. “El producto más peligroso que la química del intelecto haya elaborado”, así ha dicho uno de ellos [y no de los menos notables]. Estas condenas tienen un atractivo peligroso: justifican por adelantado la ignorancia. Afortunadamente para lo que todavía nos queda de curiosidad intelectual, esas censuras quizá no son inapelables.
[…] La historia no es como la relojería ni como la ebanistería. Es un esfuerzo encaminado a conocer mejor; por consiguiente, algo en movimiento. Limitarse a describir una ciencia tal como se hace, siempre será traicionarla un poco. Es aún más importante decir cómo espera progresivamente lograr hacerse. Ahora bien, por parte del analista, semejante empresa exige forzosamente una gran dosis de elección personal. […] No tenemos la intención de retroceder ante esta necesidad.
[…] Hace cincuenta años, cuando Newton reinaba como maestro, supongo que era singularmente más fácil que ahora elaborar, con el rigor de un plano arquitectónico, una exposición de la mecánica. Pero la historia aún se encuentra en una fase mucho más desfavorable para las certidumbres. Porque la historia no es sólo una ciencia en movimiento. Es también una ciencia en pañales, como todas las que tienen por objeto el espíritu humano, este recién llegado al campo del conocimiento racional. O, para decirlo mejor, vieja bajo la forma embrionaria del relato, por mucho tiempo saturada de ficciones y por mucho más tiempo atada a los acontecimientos más inmediatamente aprehensibles, sigue siendo muy joven como empresa razonada de análisis. Se esfuerza por penetrar finalmente los hechos de la superficie, por rechazar, después de las seducciones de la leyenda o de la retórica, los venenos, hoy en día más peligrosos, de la rutina erudita y del empirismo disfrazado de sentido común. En algunos de los problemas esenciales de su método, no ha superado los primeros tanteos. Por lo que Fustel de Coulanges y, antes que él, Bayle, probablemente no estaban totalmente equivocados al llamarla “la más difícil de todas las ciencias”.
[…] ¿Sería muy malicioso buscar su divisa en estas sorprendentes palabras que un día se le escaparon a ese hombre de inteligencia tan viva, mi querido maestro Charles Seignobos: “Es muy útil hacer preguntas, pero muy peligroso responderlas”? Sin duda alguna, ésta no es la expresión de un fanfarrón. Pero si los físicos no hubieran sido más intrépidos, ¿adonde estaría la física?
QMX/msa