TEJEDORA DE HISTORIAS: Por eso cuento sobre las moronas

13 de septiembre de 2012
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Laura Athié

La primera vez que puse un pie sobre su suelo salino había estrellas y luna. Era una noche amplia como sólo puede verse ahí, al medio del desierto. No recuerdo porqué fuimos pasadas las doce ni creo haber visto fantasmas u hombres de Marte.

Nada, ni un ovni, sólo mi mano, la suya tomadas a la izquierda y el cuerpo de los amigos a la derecha. Formamos un zigzag entre compañeros universitarios tirados panza al cielo para mirar la oscuridad, tampoco sé de quien fue la ocurrencia, luego llegaron más, no amanecía. Fuimos un círculo sobre la bellísima laguna sin agua.

Volví a ese sitio hace un año, a pleno sol, de la mano de mi hija y en compañía de dos amigos entrañables. Un escritor, un fotógrafo, una silla azul, una hija inquieta más que el viento y una catarina que se regresó con nosotros en el dedo de Abi recibiendo el viento por la ventana, mi sombrero vueltiao de Colombia y mis pies libres rompiendo el suelo.

Amo ese sitio, esos días de noche y en el sol ahí, el crujir de la sal bajo mi caminar descalzo y el viento que calienta las mejillas. Amo la sensación de pertenecer al desierto, ese sentirse presa de las piedras, atrapada por La Rumorosa el sabor de la sal y el arena en mi lengua mientras me voy y miro el horizonte perderse al medio de la línea de la carretera.

Mejor compañía no pude haber tenido la primera y la última vez que fui a La Salada, para mi emblemática, sitio de principio y fin, en donde se inicia y se acaba un ciclo. Uno va para recibir la bendición del desierto y para recordar que somos minúsculos y que la única madre es la naturaleza. Uno vuelve para decir adiós sabiendo que no se escuchará más el crujir de la mano de nadie. Por eso no más sal, no más desierto. Piso sobre las moronas.

Habrán de saber amigos ausentes que mi corazón es duro y cruel, brillante e impenetrable como la obsidiana, pulido para clavarse en lo más profundo si se trata de guerra, letal como arma que quiebra todo antes de sentirse lastimado.

Ni los necesito ni les extraño. No me hacen falta. No más.

Mi corazón ha aprendido a estar solo, por eso es cada vez mas complicado entrar.

Negar que no me conmueva una flor, la risa de Abril, la mirada de mi padre, una canción, las nubes, la voz del hombre que amo sin que él lo sepa, sería mentirles.

No digo que soy ermitaña, pero disfruto mi soledad, por eso no más Baja California.

A veces los tragos raspan la garganta, amargan duelen, por eso hay que pasarlos rápido, sin pensar y seguir aún con el esófago ardiendo en llamas. A lo hecho pecho. Así traje el ardor por un buen rato, por eso no más y algo sobre las moronas.

He recibido un aviso urgente que apelaba a lo que fui: que mi firma no sirve, que extienda una carta, que aquel poder que di está caduco, que la casa se cae como las moronas. Que ha temblado, que debo recordar cómo fui ahí, cuando me llamaban “Linda” y era así, linda, noble, confiada hasta que me quemaron como cuando se avienta un fosforo encendido sobre papel con alcohol.

Jamás hubiesen dicho esa frase.

La primer casa que uno construye, de 15 metros cuadrados, pintada a mano, con sillas de plástico y macetas de lata, es la casa de uno y no hay más. Uno pudo vivir ahí un año o 10, uno lloró, amó, se rió a carcajadas hasta que le dolió el estómago.

Nunca hubieran dicho esa frase, por eso no más. Piso sobre las moronas.

Cada vez que me dicen salud recuerdo ese trago: dulce al principio, interminablemente doloroso siempre. Puedes tomar dos o más tragos pero ninguno así, el calor te sigue quemando, aunque vuelvas a vivir en otro sitio y cuelgues otros retratos en las paredes, abras una nueva manija con llaves distintas y tengas decenas de plantas en macetas de verdad, el trago sigue siendo amargo y ese sabor extraño no se quita. La casa de uno es siempre, la primer casa de uno, por eso no más.

El mensaje apelaba a lo que fui, antes de que me echaran el cerillo: recuerda, lo linda que eras, lo que cocinabas, cómo adornaste cada rincón. Piensa en las ilusiones que tenías la primera vez que dormiste en ella y lo pensé y entonces, el sabor ese que amarga la garganta, las venas, la mirada volvió. Un sabor ácido y feo como las agruras salió de mi boca y lastimó mis ojos.

No, ni voy a llorar ni recuerdo.

No más. Yo piso sobre las moronas.

Que mi casa se cae, que ha temblado, que debo volver, reconstruir, que no me olvide. Que el desierto se vive y duele, que estoy allá, que firme, que está desmoronándose.

Ni mandaré una foto ni estamparé una firma más, a menos que se trate de mi nombre sobre la arena salina quebrada con mi dedo en una frase que diga: “Amo esta tierra que también es mía pero adiós. No vuelvo más”.

Hay historias que más vale terminen desmoronadas, para que sus finales puedan descansar felices, para que puedan encontrar libertad.

La primera vez que pisé la Laguna salada imaginé que caminaba sobre un polvorón gigante que se iba quebrando a cada paso.

La última vez que cerré la puerta de la casa que hoy se desmorona como una galleta mi corazón se partió y fui recuperando lo que pude, cómo me fue posible, pegando un poco aquí, cosiendo allá.

Las historias que tienen finales tristes más vale que acaben como las moronas y que uno las pise y sienta que más que pedazos diminutos de pan y azúcar pulverizados con los dedos del pié, para que se los lleve el viento volando y se pierdan, aunque uno o dos granitos se metan al ojo y halla que tallar.

Las historias que duelen se pisan así, escucha, hasta el final, con fuerza… hasta que ya no se oiga más y se pueda entonces andar con la cabeza al frente, aunque a uno le duela la garganta.

Las historias amargas se aplastan con la misma presteza que se aprieta la tecla “Delete”, para aplastar mensajes que no debieron enviarse nunca, a menos de que se alguien, en un acto con un propósito asesino, los mande a sabiendas de que morirán en una suerte asfixiante y polvorienta, como la nada.

Laura Athié: Vivió en Mexicali por una década y volvió a su tierra después de las moronas con su hija luz, por eso es mitad cachanilla y mitad chilanga, condición factible para la vida cotidiana. Aunque quisiera se grande y bronca como las norteñas, mide la mitad pero jamás se raja. Es mexicana, madre de Abril y especialista en difusión de políticas públicas. Maestra en Política Educativa por el IIPE UNESCO París, comunicóloga por la Universidad Autónoma de Baja California, ciclista convencida, amiga y palabrera en lucha constante en favor de la memoria. Tras colaborar por más de una década con instancias gubernamentales en educación y cultura, hoy es consultora en un organismo internacional y tiene un proyecto personal de rescate de historias de vida a través de la escritura que le hace feliz, llamado Tejedora de Historias: www.tejedoradehistorias.com / Le gusta recibir correos: [email protected] / Twitter: @lauraathie.

 

QMex/la

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