Juego de ojos
Daniela encontraba en Alfonso mucho parecido con ese gran autor: el físico, lo atormentado de su ser y la manera apresurada de beber.
Alfonso era alto, delgado, muy delgado, con el pelo negro y un poco rizado, apenas se le marcaban una pequeñas ondas que caían en su frente por falta de aseo personal, debido a que olvidaba hacerlo cuando lo atrapaban las noches de alcohol y bohemia. Su piel era blanca con un tono cadavérico, producto de la combinación: desvelo, trabajo y vino en exceso, poca alimentación y mucho humo de cigarro.
La figura extremadamente delgada, el aspecto de su piel, el gusto por el alcohol y su atormentada vida y corazón, lo hacían parecer mucho a ese gran escritor que a los dos gustaba y que era el centro de casi todas las pláticas que Daniela tuvo con Alfonso, cuando ella apenas era una jovencita estudiante.
Cuando lo vio por primera vez en aquella oficina donde ella fue a pedir la oportunidad de realizar su servicio social, le llamó la atención por su aspecto desaliñado, la mirada triste y perdida, por el leve olor a alcohol que emanaba de su cuerpo y por el temblor de su mano extremadamente delgada que extendió para saludarla.
Los compañeros que lo conocían muy bien, en alguna ocasión le dijeron a Daniela que aquella tarde que él la vio por primera vez, a Alfonso se le iluminó el rostro. Nunca antes lo habían visto con ese semblante.
Y es que en ese momento él se enamoró de Daniela.
Seguramente así fue, porque era la única forma de explicar la dedicación con la que le aconsejaba sobre el quehacer profesional, pues en el medio no es muy socorrido que los colegas tengan ese tipo de atenciones, y que él tan ligeramente y sin ninguna pretensión le revelaba todas las tardes.
Alfonso nunca le delató a Daniela el amor que le tenía; quizá porque era un hombre casado o por la edad, eran muchos los años que lo separaban de ella; o a lo mejor también por su poca autoestima; no se consideraba merecedor de una mujer tan joven como ella.
Varias fueron las muestras de amor. En una de esas tardes de largas conversaciones sobre el autor favorito de ambos, él puso en las manos de Daniela las llaves de un auto rojo, las escrituras de una casa y el ejemplar con una dedicación muy sentida de su primer libro, como demostración del sentimiento más grande que tenía por ella.
Actos de amor que a ella asustaron por la inocencia de su juventud y que dieron pie al alejamiento con Alfonso, con don Alfonso, como ella respetuosamente siempre le llamó.
A partir de esa tarde, Daniela temerosa y confundida decidió no buscarlo más, no acercarse más a él, ni a verlo nunca más.
Luego de un tiempo ella concluyó su carrera y se integró al mercado laboral, en donde conoció al que años después sería su esposo y con el que tuvo dos hijos.
Fue precisamente Javier, su esposo, que conocía la historia, quien le dio la noticia del desafortunado incidente de don Alfonso.
Un gran dolor y tristeza la sobrecogió, tanto tiempo ausente en sus pensamientos y ahora se venía a enterar de él de esa forma.
Con una lágrima y una oración a la distancia, Daniela se despidió de don Alfonso. Su imagen la guardó muy en el fondo de su corazón y de sus recuerdos de juventud. Nunca más lo trajo a su presente.
Pasaron otra vez los años.
En un viaje con su esposo y sus dos hijos a la ciudad de Morelia, Michoacán, algo le sucedió a Daniela. Un profundo estremecimiento se apoderó de ella.
Cuando su esposo entró a aquel hotel de corte colonial a preguntar si tenían habitaciones disponibles, Daniela en su mente rogaba porque le dijeran que todas estaban ocupadas. No entendía porque esa sensación de desasosiego. Nunca antes había estado en aquella ciudad que en esos momentos le causaba tanto temor.
Como en toda temporada vacacional pocas son las habitaciones libres, tuvieron que visitar varios hoteles, hasta que en uno, tipo moderno, finalmente encontraron alojamiento.
Mientras que Daniela quería salir corriendo de Morelia, sus hijos y esposo daban gracias de haber encontrado donde pasar la noche, pues el viaje por carretera los había fatigado y sólo querían descansar.
Los cuatro se fueron a dormir.
Ella se abrazó a su esposo y cerró los ojos. No supo más de la realidad hasta que de manera abrupta la despertó don Alfonso.
Ahí estaba parado de su lado izquierdo. Vestía con una playera de cuello alto color guinda con pantalón y saco negro. Su pelo negro y semi ondulado brillaba. Su expresión era serena. Su piel ya no lucía aquel tono cadavérico. Se le veía repuesto y hasta atractivo, muy varonil.
Con voz tranquila y melancólica le preguntó a Daniela el por qué de su olvido, que él en cambio nunca la olvidó, que siempre la recordaba con mucho cariño.
Al momento que don Alfonso le pidió que no se olvidara de él, le dio la espalda y se echó a caminar. Conforme daba cada paso, su imagen se perdía hasta desvanecerse por completo en la nada.
En ese momento Daniela despertó intempestivamente. Sus sentidos estaban confusos. De momento pensó que todo había sido un sueño, pero después dudaba; juraba que realmente había estado ahí con ella, junto a la cama donde dormía.
La explicación de su “presencia” se debatía entre la realidad y lo fantástico.
Con la cabellera revuelta, su corazón latiendo a mil por hora, sudorosa y angustiada despertó a su esposo para contarle del sueño que acababa de tener.
El amanecer los sorprendió discerniendo sobre la “presencia” real o fantástica de don Alfonso. Finalmente, Daniela sólo atinó a decirle a Javier, su esposo, que la llevara a la Catedral de Morelia.
Hincados ante el altar, los dos lanzaron una plegaria a Dios por el descanso eterno de don Alfonso.
Un par de horas más tarde, los cuatro dejaban atrás la ciudad. El desasosiego que acompañó a Daniela durante su estancia en Morelia desapareció.
Nunca más don Alfonso buscó a Daniela.
Esa ciudad fue el lugar donde los dos se dieron el adiós para siempre.
QMex/mmv