Ráfaga/Jorge Herrera Valenzuela
Los proyectos de vida de Raúl estaban en el extranjero. Su felicidad era porque después de casi un año de entrenarse en el fisicoculturismo, por fin había logrado inscribirse en el concurso al que había convocado una firma de ropa deportiva. El siguiente sábado sería el evento, precisamente el día en que cumpliría 19 años de edad.
El que el encuentro se llevara a cabo justo el día de su cumple, era un buen augurio de triunfo, feliz le decía Raúl a Juan Carlos. Y de ahí, en un par de años más, sentenciaba, directo a viajar, a ganar dinero y a participar en todos los eventos de fisicoculturismo.
Ambos haciendo planes a futuro llegaron a la casa de Vero. Ella preciosa y alegre como siempre, salió casi al momento que sonaba el claxon. Ya dentro del auto, con mirada y sonrisa pícara sacó de su bolsa la botella de whisky que llevaba para “calentar” motores en lo que llegaban al antro.
Juan Carlos fue quien más festejó la osadía de Vero. Con los ojos un tanto rojos y más eufórico que al principio del trayecto, le pidió que le llenara la lata del supuesto refresco que a pequeños sorbos había ido tomando.
A Raúl no le hizo mucha gracia, pero después de la insistencia de los dos, comenzó a beber, pues bien valía la pena brindar por uno de sus tantos retos que con esfuerzo, horas y horas en el gimnasio, una dieta rigurosa y mucho sudor había logrado.
Entre volantazos sobre la cinta de asfalto, risas, anécdotas y el relato de los sueños de cada uno, la botella se había agotado hasta más de la mitad cuando llegaron por Lilia, quien también entre gritos de júbilo sacó de su bolsa otra botella de un tequila marca “patito”.
Lilia era amiga entrañable de Vero. Ambas soñaban conocer Nueva York y quedarse a trabajar allá. Las dos estudiaban en una escuela de modelos: su estatura, figura, clase y belleza eran prometedoras para las pasarelas neoyorquinas y de los países de la moda. Por lo mismo, ninguna de ellas quería atarse a nada ni a nadie; en sus planes de “vida” no entraban los niños, muchos menos el amor. Sólo querían conocer el mundo, lucir en las pasarelas y “pasarla bien”.
Miguel Ángel fue el último en subirse al recién comprado auto deportivo rojo. Del quinteto de amigos, él era el “centrado”. Sabía hablar muy bien inglés, pero además estaba por terminar su carrera de arquitectura y por lo cual pensaba probar suerte fuera del país.
Por su misma dedicación al estudio, la vida social de Miguel Ángel era escasa. Sólo ellos formaban parte de su pequeño círculo de amistades. Con los cuatro, a pesar de que no eran muy iguales, se divertía fenomenal cuando de vez en vez salía con ellos.
Era mucha la felicidad de Miguel Ángel cuando subió al coche que no se dio cuenta que Raúl, Vero y Lilia ya estaban a “tono”, pero sobre todo Juan Carlos, quien desde que salió de su casa ya iba un tanto bebido.
Luego del recorrido de las cuatro casas, entre risas, bromas, groserías, tragos de whisky y tequila, además de zigzagueos por la carretera, se encaminaron directo al antro.
Para entonces ya eran las diez de la noche; la hora perfecta para llegar, coincidieron todos.
Miguel Ángel apenas pudo arrebatarles la palabra y su atención. Les comenzó a contar que por fin Lucía le había dado el ansiado “sí”, y que le urgía llegar al antro, pues ahí se había quedado de ver con ella y no la quería hacer esperar en su primera cita.
Para entonces ninguno de sus cuatro amigos lo escuchó, ni él pudo terminar de contarles lo feliz que era. En esos momentos, Juan Carlos envuelto en la espesa neblina del alcohol, con el cerebro y la vista nublada estrelló el carro rojo en el muro de contención.
La velocidad que llevaba y la fuerza del impacto los rebotó hacia la barranca…
Dentro del auto todo fue un caos: gritos, llanto, alaridos, golpes… una amalgama de brazos y piernas entrelazadas con fierros, ropas desgarradas, botellas rotas, sangre, dolor y olor alcohol rodaron y rodaron dentro del coche rojo…
De pronto ya nada se escuchó.
Los cuerpos y sueños de cada uno de ellos en silencio quedaron…
Entre las llamas del auto rojo y los vapores del alcohol, todo terminó. Cinco vidas se extinguieron y cinco sueños se apagaron. Los sueños de cinco jóvenes, solo en eso quedaron, en sueños.
Juan Carlos ya no pudo disfrutar más de su auto rojo, ni de irse de reventón ni de ligue con las chavas. Raúl nunca llegó al encuentro de fisicoculturismo, donde el aseguraba iba a ser el triunfador. Vero y Lilia nunca llegaron a las pasarelas de Nueva York y París. Miguel Ángel nunca terminó su carrera de arquitecto ni pudo llegar a la primera cita con el amor de su vida.
QMex/mmv