TEJEDORA DE HISTORIAS: Pequeña historia de horror con franela o Sepa usted que la vengo observando…

31 de julio de 2012
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Laura Athié

Imposible convencerla de que no necesitamos dos frascos, Abril insiste, la chica del mostrador dice de nuevo en voz más alta: una le cuesta treinta y ocho pesos, si se lleva dos, sólo cincuenta. Me como dos cucharadas de la gran oferta sentada en la sala. Llueve, imposible salir, lo perros lo entienden pero no les daré mermelada. Con ellos a mis pies abro la carta: “Sepa usted que desde hace días la vengo observando, cuando pasa en su bici, cuando pasea a sus perros. Disculpe que me atreva a decirle esto, pero la amo…”

 

Día 2. Vuelo AM-124, 06.00 hrs.

Como cada verano Abril, mi hija, viaja. Debo acostumbrarme al sonido de su ausencia, a su no presencia en casa, a su recámara sin voz ni risas, a mi corazón cuando palpita del miedo desde que decidí caminar por la otra calle. Abril no entiende que no quiero pasar enfrente, que no pasearé de nuevo con los perros por ahí, que buscaré otros sitios para estacionarme, no importa que camine el doble. Son las 6 de la mañana, Abril se ha ido a Mexicali, su avión comienza a elevarse y yo empiezo a sentirme sola y asustada. “Sepa usted que me gusta, que la vengo viendo, que me gusta cuando se enoja, cuando pasa gritando, que me gusta al llegar cansada del trabajo. Disculpe que se lo diga pero usted me hace sentir cosas extrañas”.  Acelero, varias escenas pasan por mi cabeza: muertas, decapitadas, violaciones, la nota roja completa mientras espero el cambio del semáforo. Quiero llegar a casa pronto pero el sol se tarda. Maldita la lluvia y maldito el imbécil que le ha puesto el avión en este horario, en esta ciudad en donde nada inhibe a los degenerados, en donde la ausencia de mi hija me vuelve más inmune. ¿Por qué tiene que irse a estas horas de la mañana cuando aún no amanece?, ¡maldito!, ¿para qué tuvimos que comprar tanta mermelada?…

 

Día 3. Truenos y miel

No me gusta la lluvia, es cruel. Inunda los deseos de llegar en esta ciudad en donde el peatón es un sobreviviente. No me gusta la lluvia, lo atora todo, lo ahoga, lo hunde. Tomo el pan, ¿qué vamos a hacer con los dos frascos? Abril no está, no se la puedo dar a los perros. Unto mermelada. Es el colmo que siendo yo la madre, además de extrañarla sienta miedo. Los vidrios truenan, Manchas, tiembla en mi pierna. La tengo entumida y caliente, él no se retira, ladra. Los truenos en mi casa que huele a miel se escuchan como relámpagos de muerte. ¿Por qué ese constante pensar en morir?, ¿por qué este miedo?, ¿qué no será posible que alguien me ame simplemente?… Tomo otro pan, más mermelada. Hubiera comprado solo un frasco.

 

Día 4. Ciclovía

Lo mejor es ir por la derecha, insiste mi compañero, pero yo no voy a pasar por ahí. Para mí es como si esa calle, aunque nos lleve directo a la ciclovía, estuviera clausurada. Yo no paso desde que me dio la carta, desde que comencé a encontrarlas en el coche. ¿Le ayudo con los libros?, pesan, no se preocupe, le acomodo el carro, vaya, acá la espero. La bujía en su sitio, las llantas bien infladas y yo, comiendo del frasco de mermelada. El auto limpio, el espejo del retrovisor que rompí, intacto, pegado nuevamente. No es nada, me dice, tenga, esto es para usted, me da un regalo. No pasaré por ahí, mi compañero de oficina insiste. Pues como gustes, me voy sola. Es ridículo que necesite a alguien. Puedo estar bien sin protecciones. Es estúpido que piense que sus atenciones hacia mí son peligrosas. Como yo debe haber más, a todas las ama.

 

Día 5. Ring…

Espero que se trate de una emergencia, nada mas molesto que salir de la cama con este frío. Descuelgo, nada, comienza otra vez la taquicardia. Necesitas potasio, dijo la doctora. ¡Es eso, el potasio!, me desvío a la cocina. No hay plátanos, la zarzamora debe tener algo de potasio. Abro el frasco, tomo una cuchara, suena el timbre del teléfono de nuevo. Espero un poco. No contestes, pienso, no lo hagas. Levanto la bocina, escucho un ruido: “Desde hace tiempo que la estoy observando, usted me gusta, disculpe que me atreva…”, cuelgo, me voy junto con el potasio a la cama, cierro con llave. Ha pasado una hora y no me calmo, por primera vez Manchas y yo dormimos juntos.

 

Día 10. Salmón y ajo

Pico dos, siete, quince, ¿no serán demasiados ajos? Estrujo el perejil como si se tratara de las cartas que misteriosamente me han ido dejando. No lo aprietes tanto, me insisten, es sólo un poco sobre el salmón, debe de verse, no lo pulverices. Nos sentamos todos a la mesa, es domingo. Algo sobre mi tío, el negocio, la salud, las votaciones, el engaño… otro brindis, ¡salud!, hasta que llegamos a la insinuación de siempre, ¿y no es posible que te enamores?, me preguntan. Creo en el amor, pero no es posible, no tan común, no ahora, no así, ¡salud!, insisto. Nadie se enamora con tan solo verte, no hay posibilidad. ¡Tengo zarzamora!, interrumpo, ¿sabrá buena con el salmón?… Corro a la concina, huyo, segundos después probamos.

 

Mismo día, más tarde.

El teléfono no suena más, he cambiado el número. Tomo potasio, aunque la taquicardia sigue. No, no hay amor, no por ahora, los despido, gracias por venir, vayan con cuidado. Ha pasado un tiempo de lo sucedido. He decidido borrar las cartas de mi mente. ¿Y dónde te estacionas ahora?, en donde encuentro, ¿y si se moja el carro?, que se moje, es una tortura sentirte observada, no quiero más cartas, quiero tranquilidad.

Me besan, me dan las bendiciones. ¡Pero si no hay agua!, recuerdan, están arreglando la Presa Cutzamala. Te llevamos al Oxxo, anda, ven, para que no te mojes. Sigue lloviendo. Los ventanales de mi departamento truenan, parece que el relámpago se sentara en la sala. Acepto, es aquí, a la derecha, un momento. Detienen el auto, yo no tardo. Quedan dos garrafones de 4 litros, me los llevo, ¿cuánto es?, pregunto. Un brazo con guante de lavador de carros asoma por los chicles y la barra de cigarros. ¿Quiere que le ayude?, me pregunta. No quiero ni ver, la taquicardia. “Lo que menos desearía es ofenderla, que me deje de hablar, soy su amigo, no me tema”. La fila de la caja me parece eterna, él está ahí, “y desde hace tiempo la vengo observando”, saco dos monedas, corro. Él sabe que lo vi, yo no lo veo. “No quisiera que me dejara de hablar, disculpe que me atreva, es que la amo”.

¿Te ayudamos?, me insisten. Así está bien, yo puedo.

Mi padre se va, veo su auto partir, pasa por la calle prohibida. Le digo adiós con el brazo queriendo gritarle, ¡no te vayas!… Cierro el portón con prisa como si me estuvieran persiguiendo.

No pago ya el servicio de pensión del estacionamiento y mi carro suele estar muy sucio. Ni siquiera sé su nombre pero le temo, me dan miedo sus botas de hule hasta las rodillas, su cabello, la franela con la que dirige los autos. Muy pocas veces le miré a los ojos pero supe que era él tras la bocina del auricular, con los ruidos en las llamadas de la noche.

Llego a mi piso, abro. Manchas me espera brincando como siempre, quiere salir pero hoy no hay calle. Pongo el cerrojo, la otra llave, echo el candado. Cierro con seguro la puerta de la sala, me siento a escribir sola en mi cuarto pero me falta algo, algún sabor, algo que me distraiga de este miedo. Abro de nuevo, lamento que Abril no esté aquí porque con ella nada temo. Voy a la cocina, tomo el frasco, busco el pan, le pongo zarzamora, ¿ya no hay?, ¿cómo es posible?, ¡qué bueno que compramos dos mermeladas!, la embarro. Mi corazón se calma y le olvido.

Desde hace tiempo que la estoy observando…

Para Yadira Espinoza, hacedora de mermeladas de zarzamora, fresa y otros frutos de la costa de Ensenada y para el amor, que bien puede existir así, a primera vista, aunque de pronto nos cause taquicardias.

 

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