Abanico
No es uno, ni una decena o miles, ni siquiera cientos de miles. Son millones, para ser preciso 56 millones de mexicanos que viven en la desesperanza propia de la desigualdad y la pobreza secular, son aquellos que habitan en desiertos, serranías, barrancas y demás zonas inhóspitas del país.
Reproduzco parte de una historia recogida un cuarto de siglo atrás, en el Ejido El Cinco, allá en las entrañas del desierto de Coahuila.
Entonces sumido en su interminable tarea, Ramón Moya, a sus 62 años permanecía así desde al alba al anochecer. Con los pies callosos y tensados los músculos, brincaba y presionaba sobre la sofocante plancha de hierro bajo la cual burbujean las aguas hirvientes. Exprimir al máximo las fibras de la candelilla y extraer todo el cerote era, y será la única forma de sobrevivencia. Para él y los suyos y las nueve familias de ese caserío ubicado en el desierto el agua es tesoro preciado y las tortillas de maíz y el frijol la precaria dieta desde tiempos remotos que se pierden en la memoria y se proyectan al futuro.
Olvidado por todos –tan es así que no aparece en ningún mapa– este ejido productor de cera de candelilla vive sus años de agonía en medio de tierra salitrosa del desierto y sin la posibilidad de cultivos de subsistencia por la escasez de lluvias.
De 50 familias que fundaron el ejido ahora quedan 25 que bien en la marginación absoluta. Aquí no se conocen los beneficios del fluido eléctrico, todo se alumbra con lámparas de petróleo; el agua debe traerse del borde El Macho, ubicado a 15 kilómetros de distancia, a tiro de mula.
En medio de las casuchas, levantadas con adobe y palma y como único suelo el fino polvo de este páramo, se observa la que tiempo atrás fue una escuela y una capilla sólidamente construida. Las improvisadas aulas fueron arrasadas por los fuertes vientos imperantes y el último maestro que se atrevió a venir hasta aquí sólo aguantó dos días la soledad y se fue huyendo abandonando todas sus cosas; mientras que el cura de La esmeralda hace sus apariciones cada seis meses.
Para llegar a ese punto, muy cerca de la llamada zona del Silencio, hay que cubrir la distancia que va de Torreón a Francisco I Madero, cerca de 300 kilómetros. A partir del poblado Charcos de Risa el asfalto termina y la brecha se extiende a lo largo de 110 kilómetros de puro desierto; hasta descubrir entre piedras y polvo el ruinoso anuncio de El Cinco. Ahí concluye el camino y entonces hay que seguir la huella de las trocas o bien las pisadas de los animales a lo largo de cinco kilómetros a lo largo de diez kilómetros más de polvareda. Tierra tan fina que conforme avanzas por el desértico camino se impregna en la piel.
Los pocos hombres del ejido dedican la mayor parte de su tiempo a la recolección de hojas y raíces de la candelilla. Es en sí la única actividad productiva, pues las precipitaciones pluviales son escasas en esta amplia zona, donde el común denominador es la miseria, el hambre, el analfabetismo, a la insalubridad y el caciquismo. Sí Rubén, de 80 años de edad, padre de Ramón, sale todas las mañanas a recorrer el desierto hasta la sierra, para retornar al atardecer con unos cuantos kilos de candelilla.
En aquel entonces, paradójicamente, las lluvias que azotaron durante meses estos poblados no cayeron sobre El Cinco, sino en los montes que lo rodean. Y lejos de traer beneficios a la precaria agricultura se tradujeron en inconvenientes al humedecer la materia prima de la que se extrae el cerote. Así, la sofocante tarea de Ramón se triplicó. Entonces el ejido debía cumplir con una cuota mensual de una tonelada.
Rita Ayala, esposa de Ramón, rodeada de sus nueras, hijas y nietos baja la magra sombra de un árbol –“nosotros lo sembramos para refrescarnos”– contaba: “sólo cuando viene el del banco podemos ir Químicas del Rey, ahí nos fían y con el poquito dinero que tenemos de la venta de la cera podemos comer bien, los demás días como ha sido siempre, a puros frijoles y tortillas, eso sí tres veces al día aunque sean frijoles”.
Juntos, en la puerta de su humilde casa, Ramón y Rita platicaron de los años en que se conocieron: “nuestros padres anduvieron de campo en campo (jornaleros) hasta que un buen día llegaron a este ejido. Había como 50 familias de ejidatarios, pero la mayoría se ha ido para Tlahualilo a la pizca de melón o sandía… ¿por qué nos quedamos, pues aquí nació Ramón y no quiere salir. ¿A dónde? y ¿con qué? El sol está en el cenit, la temperatura ha ascendido a más de 40 grados centígrados y su escaso ganado, cinco burros y cuatro chivas, deambulan inútilmente en busca de yerbas.
Ramón llevaba el peso del ejido, todos los días debía prender los tambos, con candelillas secas, de donde saldrá el cerote. Platicaba entonces que eran buenos tiempos pues había llegado algo de lluvia y se pudo levantar una cosechita de maíz y frijol. Hubo agua y se llenaron los arroyos con agua para beber. Así, la vida en un punto del desierto de Coahuila.
Lo anterior un testimonio que recogí en mis últimos años como reportero del unomásuno para una larga serie sobre la miseria en México que agobiaba entonces a 20 millones de mexicanos. Hoy, 25 años después, la cifra se ha disparado a 56 millones y como antaño la pregunta es si hay esperanza para estos compatriotas.
¿El ejido habrá sobrevivido y sus escasos habitantes permanecerán ahí?
Seguro el tiempo y el desierto los devoró.