Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Perdimos, en un actuar frenético, la magia del tiempo. Nos apresuramos a tareas inmediatas y a veces sin sentido. Regulamos nuestra vida a objetivos precisos y generalmente triviales, ajenos a nuestra misión en la vida o Contrato Sagrado. Perdimos la esencia del don de la vida, perdemos el tiempo. Irónicamente, “porque no nos alcanza”.
La prisa cotidiana nos aleja de la marcha cadenciosa de cada acontecimiento. Hay celeridad por todo, inclusive el disfrute. La vida se acaba entonces en marchas forzadas y en objetivos huecos. Aceleramos entonces todo, porque aseguramos convencidos, ”no existe el tiempo”. Y no, no hay línea temporal eterna para minucias y una carrera para la ostentación y las vanidades. No existe lapso que nos permita despilfarrar dones y bondades.
Para la evasión, el hedonismo sin sentido, el trajinar azaroso “por ser alguien” el tiempo se escapa. Ningún puñado de años basta. A contra reloj se evade el sentido de por qué y para qué vivimos, qué metas tenemos, qué anhelos buscamos, en los espejos de qué nos encontramos.
Queremos ya no sólo alimentos instantáneos, de gran sabor aunque nuestro organismo no los asimile, buscamos recompensas inmediatas, amores de un santiamén, medidas que curen nuestras dolencias corporales y mentales en un santiamén.
Los clicks en los celulares y la pantalla de computadora nos hacen proclives a asumir que es demasiado el tiempo de gestación de oruga a mariposa. Devoramos el mundo en segundos. Todo es rápido, todo es fácil y por lo mismo, todo carece de permanencia y sentido.
Nuestra sociedad olvidó la sacralidad del tiempo. Y así nos convertimos en zombis que arrancan las hojas de un calendario imaginado de manera automática e indolente. Transcurren los días pero no admiramos el paso silente de cada segundo, las transformaciones que vivimos en nosotros mismos. En la búsqueda de espectacularidad y fama de tres minutos dejamos de admirar la vida, desdeñamos el urdimbre perfecto del día y la noche, de cada estación, de cambios prodigiosos en los paisajes, en nosotros y otros.
No hablo de lentitud, de pereza. Me refiero a la vida consciente y el valor supremo a cada instante. Me refiero a la valoración de momentos únicos, de la oportunidad irrepetible de este segundo. De la majestuosidad que tiene la vida cotidiana, sin títulos ni honores ni aplausos. La vida que tú y yo vivimos, la vida de pequeños desafíos que nos permiten desplegar nuestro talento aún en pequeñas acciones.
Unos llaman a esta capacidad de vivir mindfulness o herederos de la filosofía zen. Pero el rendir tributo a la majestad del tiempo carece de técnicas y nombres. Basta respirar lentamente ahora. Sólo eso. Ese acto trivial tiene el enorme poder de recordarnos que estamos vivos. Aquí y ahora. Y este instante encierra una magia inmarcesible: retomar la cadencia del tiempo.