Abanico
Bergoglio el político, Bergoglio el humilde, Bergoglio el demócrata, Bergoglio el cuestionador, Bergoglio el innovador, Bergoglio el hombre, Bergoglio el Papa…
Esta mañana, Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, nos regaló, en la Catedral Metropolitana, una magnífica pieza oratoria. Un discurso esperanzador, donde además de su toque religioso lo matizó con pincelazos humanísticos, e incluso filosóficos, además de que, ¿políticamente incorrecto?, criticó al actual régimen mexicano.
Palabras de Bergoglio que, además, golpean hondo a la jerarquía eclesiástica, a la cual llama a ser humilde, a estar unidos y a resolver sus problemas como hombres, pues no se necesitan príncipes. Les recomienda a los obispos se olviden de vacíos planes de hegemonía y que no se inserten en clubes de intereses obscuros.
Y menciona que un gobierno unido con la casta religiosa son la fórmula ideal para resolver los problemas de violencia, pobreza, narcotráfico, en un país como México.
A sus iguales, palabras más, palabras menos, les dijo que sean obispos de mirada limpia, de miradas y rostros luminosos, sin temor a la transparencia, pues la Iglesia no necesita de la obscuridad para trabajar.
Y habló de miradas. Miradas de ternura, limpias, atentas, cercanas, de alegría, de unidad, de universalidad. Llevar la mirada de la misericordia y el regazo materno guadalupano, de la fecundidad de «La Morenita». Llamó a una conducta ética y a no dejarse a seducir por las riquezas materiales.
Además, fustigó la corrupción, a los narcos que envenenan a nuestras juventudes. Duro, inflexible, cuando dijo que ya basta de comercializar la muerte a cambio de monedas que la codicia y el ocio echan a perder. Y no hay que minusvalorar el desafío ético y narco que representa para la entera sociedad mexicana.
Y a nosotros, los mexicanos, nos exhorta a exaltar las raíces profundas y el sentido de pertenencia a si mismo de nuestro pueblo. Y debemos, nos recomendó, aceptar la riqueza de nuestra naturaleza mestiza y diversa, y voltear hacia las masacradas culturas indígenas, que representan un enigma irresuelto. Pueblos indígenas que aún esperan que su voz silenciada sea oída y se les reconozca la riqueza de su contribución.
Y es duro, durísimo, cuando menciona que debemos acercarnos y abrazar la periferia y existencial de los territorios desolados, de nuestras ciudades, involucrando las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, las comunidades políticas, las estructuras de seguridad…, pues sólo así –remató– se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de sangre, aunque tenga los bolsillos de dinero sórdido y conciencia anestesiada.
Nos pidió buscar la verdad. Le dio, de paso, un toque a la UNAM, pues –dijo– en este sentido, sería muy importante que la Pontificia Universidad de México esté cada vez más en el corazón de los esfuerzos eclesiales para asegurar aquella mirada de universalidad sin la cual la razón, resignada a módulos parciales, renuncia a su más alta aspiración de búsqueda de la verdad.
Los discursos, cierto, no cambian el mundo, pero el de hoy ha abierto puertas de la ilusión, la esperanza y a una profunda reflexión. Ningún mal nos hará tomarle la palabra al Papa.