Abanico
Un viaje por las entrañas de la ciudad
La semana pasada, en la necesidad de la búsqueda de nuevas opciones de empleo, tuve que utilizar el Metro y hacer diversos transbordes. Un viaje de ida y vuelta, de escasos kilómetros, por el subsuelo y el submundo capitalino. Cortas distancias que implicaron dos horas de trayecto en la ida y la vuelta.
Mi primer traslado para dirigirme de la colonia Del Valle a Polanco fue hacia una estación del Metro. Para ello, debí caminar 700 metros de casa a la estación 20 de Noviembre de la línea dorada con destino a la estación Zapata. Hasta ahí todo bien en el bajar y subir escaleras. Me dije es como hacer ejercicio cardiovascular.
Transbordé en la estación Zapata para continuar por la Línea Verde que corre de Universidad a Indios Verdes, para bajar en Balderas y tomar la Línea Rosa con rumbo a Chapultepec. Ahí el recorrido a pie es más largo, congestionado por miles de usuarios y con escaleras más empinadas y prolongadas. ¿Cómo le harán las mamás con sus chiquillos a las seis ó siete de la mañana para movilizarse ante tamaña marabunta? ¿O los oficinistas que deben llegar puntuales y no sudados so pena de que les descuenten el día?
Salí en la estación Chapultepec, justo donde se ubica la horrenda Estela de Luz en honor al fecalismo. El impacto visual y olfativo es brutal. Decenas de puestos de ambulantes y puestos semifijos de comida. Decenas de camiones concesionados de diversas rutas en un abigarrado parador de inframundo. Hasta el gris del asfalto de se ve sucio y el olor es nauseabundo, entre aceites de motores y comestibles.
Camino rápido para salir de esa ratonera, ubicada a espaldas de la Secretaría de Salud y ver la mejor opción para cruzar Paseo de la Reforma, esa bella avenida construida en los tiempos de Maximiliano y Carlota, cuando nos sentíamos habitantes de un imperio. Pero el único imperio con el que me topo es con el del caos y la improvisación.
Resulta que para cruzar la famosa avenida, considerada la más bella y de trazo perfecto de la ciudad, hay que caminar unos 200 metros hacía un semáforo, o bien aventurarse a pasarla por debajo de un puente peatonal donde abundan los puestos de comida corrida y donde los oficinistas se apiñan. El espacio para caminar, además de oloroso es estrecho y no caben más de dos personas.
Finalmente salgo del túnel con ganas de respirar aire oxígeno, pero me topo con el insalubre aire de una de las ciudades más contaminadas del mundo, y que solidariamente decidí no usar mi auto y sí caminar y viajar en transporte público. Así que la bocanada de oxígeno esperada se convierte en algo polvoso y pastoso en el paladar.
Debo de preguntar como cruzar el circuito interior pues no veo ningún cruce peatonal. Me indican una pequeña vereda de no más de un metro de ancho que corre como puente improvisado por arriba del río de lámina y acero que es el circuito a esas horas. Desde el monumento a La Raza hasta Chapultepec se ven los miles de automóviles en su andar lento y pesado. Me detengo para cederle el paso a venerable dama pues no cabemos dos al mismo tiempo. También el tráfico peatonal es denso e insufrible en esa ruta peatonal.
Llego a mi cita luego de 58 minutos de tortuoso recorrido. Tomé mis previsiones y llegué puntual.
Viene la hora de retornar a casa con el trayecto a la inversa de Polanco a la del Valle y decido experimentar una ruta alterna. En lugar de tomar la Línea Verde del Metro, opto por la anaranjada, vía la Línea Rosa, que va hacia Barranca del Muerto. Mi tránsito es más pesado pues hay que bajar más escaleras y por consiguiente subirlas. La estación Tacubaya trata de mostrarse amable y hay ventiladores con un rocío de agua fresca que agradecemos los andantes de los pasillos y andenes, sólo que para abordar la línea naranja debes internarte más profundo e las entrañas de la tierra.
Subir y bajar escaleras en la línea naranja es similar a ascender y descender la pirámide del Sol en Teotihuacán. Si bien hay escaleras eléctricas, éstas son insuficientes para la gran cantidad de personas que por ahí transitan. El colmo es cuando llegas al único puente, al interior del metro, donde confluyen de las líneas rosa y naranja, un verdadero cuello de botella de miles de personas atoradas que no tienen más opción que pasar por ahí pegados codo a codo.
Finalmente llego a Mixcoac y abordo la Línea Dorada. El panorama cambia radicalmente: los andenes más espaciosos, los pasos mejor diseñados, las escaleras más amables. Y lo mejor, el convoy es amplio, ventilado e iluminado. Es sin duda el trayecto más amable y el modelo a seguir a lo largo de todas las líneas del metro. Ahorro diez minutos y el trayecto de regreso es de 49 minutos.
Si nos van a obligar a dejar el auto particular uno o dos días a la semana, según la fase de contingencia ambiental, lo menos que puede hacer la autoridad es dotar la ciudadanía de un transporte colectivo eficiente, suficiente, de calidad y seguro. El auto es un mal necesario ante la falta de alternativas de movilidad. Y en este caso el metro luce saturado.
La autoridad también debe considerar que el cambiar hábitos y costumbres en millones de capitalinos tendrá un costo social y político muy alto. Ahora miles de padres, pero sobre todo de madres solteras deben pararse más temprano para llevar a sus hijos a la escuela, en trayectos que no son de una hora, como el mío, sino hasta de dos o más horas; muchos de quienes trabajan en empleos productivos debieron de readecuar sus horarios y trayectos con fuertes efectos en las horas de sueño.
Conozco muchas personas, muy trabajadoras y responsables todas ellas, que tiene sus lugares de trabajo muy alejadas de sus hogares. Gente que vive en el estado de México y labora en la ciudad capital y que invierten hasta cuatro horas en ir y venir de casa al trabajo y viceversa. Moverse no es un lujo es una necesidad imperiosa de sobrevivencia y lo deben tener muy claro quienes administran los recursos de los ciudadanos.