Poder y dinero
Todos los años pasa lo mismo: campesinos, víctimas de los desastres naturales
Todos los años pasa lo mismo: los desastres naturales en la época de lluvias. Con sus consecuentes pérdidas humanas, una vez más entre los más pobres, y económicas, que podrían reducirse o evitarse. No es así, porque falta prevención y eso es un crimen. Dicen que la negligencia también es corrupción. No hay duda, porque después de que los pueblos han sido arrasados, de que las máximas autoridades se presentan, acompañados de los medios de difusión para las fotos y videos que serán parte de la noticia, prometen ayuda, que en lo general es una burla, se retiran para regresar o asistir a otra tragedia por lo regular meses después.
En esta ocasión, y sólo es el principio de la temporada de huracanes, le tocó al estado de Puebla la intensidad de la tormenta tropical Earl. Pero hay quienes todavía recuerdan a Paulina, Julliete, Kena, Stan, Emely, Isidoro, Gilber y Wilma, ente otros devastadores fenómenos de los últimos años, cuya intensidad va en aumento conforme al cambio climático que en México se ve como si nada por parte de los gobiernos, cuando están confirmadas sus amenazas en el futuro inmediato.
No hace mucho que Luis Antonio Ramírez Pineda, entonces diputado federal, advirtió que a las calamidades de un mal gobierno, panista en ese momento, los campesinos mexicanos también son víctimas inermes de recurrentes desastres naturales, como las sequias prolongadas, las severas inundaciones, los sismos de magnitud variable o las erupciones volcánicas que ocurren con frecuencia.
Hoy mismo, las tormentas tropicales o los huracanes vienen dejando una secuela de desbordamientos e inundaciones que afectan prácticamente a todo el país, destruyendo cosechas, viviendas e instalaciones que afectan a miles de productores, en especial a los más pobres y desvalidos, ante la impreparación o las débiles acciones gubernamentales para evitar o resarcir los cuantiosos daños causados por esos flagelos.
Cierto: la amenaza pende permanentemente, sobre todo, el territorio nacional y, a pesar de ello, no existe en México una verdadera política de protección y una cultura de la prevención de desastres ambientales.
Importante decir que nuestro país es sumamente propenso a esos desastres por estar situado en el llamado Cinturón de fuego del planeta, una zona donde ocurre 80 por ciento de la actividad sísmica y volcánica a escala mundial. Se encuentra también dentro de cuatro de las regiones generadoras de ciclones en el mundo. Además, es muy probable que ahora mismo estemos presenciando un incremento de esa vulnerabilidad, dados los estudios que advierten del riesgo de mayor incidencia de fenómenos naturales extremos.
Esta incidencia en el mundo se ha incrementado 300 por ciento si se compara con lo que sucedía en los sesenta del siglo pasado. El costo de los daños también se ha multiplicado, 2013 fue un año particularmente grave. Los daños superaron los 61 mil millones de pesos, cifra 2013 veces superior al presupuesto que entonces tuvo el Centro Nacional para la Prevención de los Desastres Naturales (Cenapred). Se calcula que en el decenio reciente los daños casi llegan a los 300 mil millones de pesos. El costo en vidas fácil supera las 10 mil.
Como dijo entonces el legislador, hay claros indicios de que estos fenómenos responden en gran medida a la acción depredadora y contaminante del hombre. Muchos son, sin duda, producto del saqueo impune e incontenible de nuestros bosques, de la producción industrial irresponsable, del desgaste de los recursos naturales y del inadecuado manejo de los suelos.
Por tanto, como instruyó en su momento Luis Antonio Ramírez Pineda, hay que prepararnos mejor para enfrentar esos fenómenos, una lección que nos hace comprender hasta qué punto, principalmente en las zonas más pobres, la vida y la economía precarias hacen necesarios y urgentes programas, recursos y políticas de planeación para atender apropiadamente la emergencia y resarcir de manera digna los estragos económicos que sufre la población más necesitada.
Es cierto, decía mi amigo hace más de diez años, que ya contamos con instituciones y programas de protección civil, que cada día son más eficaces y que prácticamente se extienden ya a todas las entidades de la República. Sin embargo, los alcances de esas acciones son en su mayoría urbanos y, como hemos visto, la población campesina e indígenas es la que está sufriendo, inerme, las consecuencias de esa tragedia, por su pobreza, su falta de preparación y su lejanía con las instituciones públicas.
DESDE EL CENTRO
En Brasil mientras se desarrollan las olimpiadas, el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), reclama la realización de la Reforma Agraria, con más de 90.000 familias hoy acampadas en latifundios o la vera de los caminos. En días recientes, 700 familias ocuparon las tierras de la Usina Lambari, en Jaú-SP, propiedad del Grupo Atalla. El grupo arrendó la propiedad a otro gran conglomerado (Raízen, resultado de la conjunción de dos negocios de la Shell y de Cosan), despidiendo más de 3000 trabajadores y trabajadores en São Paulo, sin atender sus derechos laborales. Ahora las tierras están ocupadas por familias Sin Tierra que las reclaman para producir allí su sustento y las condiciones para una alimentación saludable en el campo y la ciudad. Otro gran latifundio ocupado durante la Jornada Nacional de Lucha Contra el Golpe y por la Reforma Agraria, fue la Usina Santa Helena, ligada al Grupo Naoum, gran deudor de la Unión.