El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
Nacionalismo resurgido
Dos grandes hechos ocurridos en unos cuántos días en México exaltaron a una población nacional que parecía convivir, atemorizada, con la violencia criminal sin control y sin fin, la ingobernabilidad casi generalizada, la imposición política y más de los siete pecados capitales del sistema político mexicano entre las que destacan la corrupción, la impunidad, la mentira y engaño, la traición y la sin democracia… Todo junto…
Mientras la indignación nacional crecía aquí y allá; la desconfianza y el reproche soterrado primero, y poco a poco explícito, hacían que el ambiente social y político se enrarecieran y todo en el país estuviera como agua para chocolate, de pronto el domingo 28 de agosto murió en Santa Mónica, California, el cantante y compositor Juan Gabriel.
De inmediato, los mexicanos se volcaron en la tristeza por la pérdida de un ícono muy popular y querido por la mayoría, y al mismo tiempo despreciado por los grandes espíritus, sin cornamenta ni cola. La expresiones de dolor fueron inmediatas por un hombre que dio música de fondo a la vida mexicana durante más de cuarenta años en el sentido más intenso y apasionado; en el sentido de identidad colectiva e individual. Fue el mensajero de las intensidades mexicanas todo ese tiempo.
Y en esas del dolor estábamos en el país de lágrima fácil, cuando de pronto el miércoles 31 de agosto aparece como invitado del presidente Enrique Peña Nieto ni más ni menos que el enemigo jurado de México; aquel que ha dicho que los inmigrantes mexicanos son violadores, criminales, sucios, grasientos y portadores de enfermedades contagiosas y mortales…
El hombre que es candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos de América y que ha asentado su campaña en el odio, en la xenofobia, el racismo y el desprecio a lo que no es WASP (White Anglo Saxon People) y quien desde sus tribunas de campaña ha lanzado insultos y amenazas en contra de México y la promesa de construir un muro entre los dos países ‘cada vez más alto y fuerte, a lo largo de los 3,185 kilómetros de frontera con México’…
Ambos acontecimientos de los que ya se ha documentado prolíficamente y del que –en el segundo caso– ha traído consecuencias graves para el gobierno de Enrique Peña Nieto y para su ad later Luis Videgaray, quien si tenía posibilidades presidenciales las ha perdido ya.
Pero de las dos desgracias ocurridas, algo se ganó. Lo dijo Francisco Vázquez, periodista de Encuentro, en Oaxaca: se ganó en unidad nacional. Así es.
De pronto, de la exaltación indignada se pasó a la exaltación nacional; esa que no olvida lo que pasa y lo que ocurre, pero que vuelve los ojos a sí mismo, no un nacionalismo dañino y excluyente; no en un nacionalismo de mirar el ombligo; si hacia un nacionalismo de identidad y de reivindicación de valores que nos hacen un solo cuerpo social indivisible.
Un nacionalismo sano y sin etiquetas mortales, no un nacionalismo banal ni criminal, como aquel Nacional Socialismo alemán que, en nombre de la supremacía de raza, convirtió sus impulsos en crimen y guerra de exterminio. Sí un nacionalismo que tiene que ver con nuestra vocación mexicana, nuestra forma particular de ver la vida, nuestra forma de entender nuestra trascendencia y nuestra identidad: por el orgullo de ser mexicanos.
Pero no un orgullo de ser mexicano a lo “Allá en el Rancho Grande”; no un nacionalismo a lo “Yo soy charro donde quiera” o en la exaltación nacionalista post Segunda Guerra Mundial que era más un grito de recuperación que impulso. Y mucho menos ese nacionalismo a lo “Nacional Revolucionario”, que también se desparramó en la conciencia política y social de México durante muchos años y que sembró las bases de los nacionalismos burocráticos en México durante años.
La exaltación nacionalista –o mexicanista, que también vale– de estos días tiene que ver con un sentido de respeto a nuestro país y un sentido de identidad a través de su música y su cultura, y también a través de la respetabilidad y autoridad que nos merecemos como seres humanos que viven en un tiempo y un espacio que es México y al que políticos de todo fuste han jurado cuidar y preservar, aunque lo ocurrido el miércoles 31 de agosto demuestre lo contrario.
Ya se endilgan culpas por lo que ocurrió con la visita de Donald Trump, el ‘extraño enemigo’ que pisó tierra mexicana y al que por error imperdonable se le recibió como hombre de Estado, sin serlo; y el terrible daño que causó al gobierno de Peña Nieto. Ese fue un acto de gobierno inapropiado, indigno y montarás. ¿No importa? Claro que sí importa.
Hoy sabemos que los mexicanos tienen voz y pueden gritar en su defensa si no la hay desde quienes tienen la responsabilidad de hacerlo. Hoy sabemos que las intimidades deberán ser respetadas por sus gustos musicales y culturales y que nadie –impunemente– puede venir a levantar el dedo sin llevarse lo suyo.
Ya vemos que en México hay fuerza de espíritu y que hay ánima, a pesar de su gobierno y a pesar de los pesares. Los mexicanos estamos dispuestos a recuperar el tiempo perdido porque al frente tenemos los retos de un país devastado y solitario, tan solo como la una de la tarde, pero tan completo y enjundioso por todos los que aquí vivimos y los que están fuera, pero que están aquí.
Como sin proponérselo esa fue la ganancia de estos días fatales. Lo que sigue ahora es organizar ese nacionalismo nada ramplón ni mojigato en torno a proyectos nacionales y nacionalistas, incluyentes y de progreso, igualdad, justicia y desarrollo dentro y fuera del país. Un nacionalismo que reconozca los valores de otros nacionalismos y que se enriquezcan mutuamente… ¡Sepan cuantos!…como lo expresó en su momento Alfonso Reyes.