Ráfaga/Jorge Herrera Valenzuela
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Quienes vivieron en Tacubaya, en la Ciudad de México, saben de fantasmas. Sobre todo nuestros amigos José Antonio Aspiros y Fernando Calderón Ramírez de Aguilar. Fue con éste último que intercambiamos impresiones al respecto, que compartimos, con respeto y algunos nombres cambiados. Por lo de hampones.
Pero fácilmente identificables.
Hace ya muchas décadas, en una quinta solariega de la zona acomodada de Tacubaya, Parque Lira, habitó una familia pudiente formada por un matrimonio que tenía dos hijas particularmente bellas, educadas, agradables y sumamente cultas que alegraban a quien con ellas estuviera.
Constantemente se organizaban saraos a los que acudía lo más granado de la sociedad metropolitana ya que su dueño era un minero canadiense extraordinariamente rico y pródigo con sus invitados. La bebida y la comida eran abundantes y de muy buen gusto, y la pastelería y los sorbetes endulzaban el paladar del más exigente.
Así pasaron los años alegremente y, como era de esperar, su dueño, el señor de Dubois, quedó solo: su esposa doña Chantal murió de un mal desconocido y sus hijas casadas se fueron del país, de manera tal que nunca pudo conocer a sus nietos, ni estos a su abuelo.
Al verse solo y necesitado de compañía femenina, el rico burgués se dedicó a una vida disipada y sumamente desordenada que lo condujo a una decadencia física continua. Sin saber nada de sus hijas y nietos, no tenía nadie a quien heredar. Llamó al notario y dictó testamento.
Su fortuna la legó en mínima parte a la servidumbre y a un criado que le había permanecido fiel. Lo demás lo dejó para el mantenimiento y conservación de la casa y sus jardines. Debido a que la mansión tenía cuartos muy amplios ordenó que, al morir él, se convirtiera en una casa para la protección de ancianos y se admitiera bajo riguroso examen de admisión sólo a aquellos que lo necesitaran y fueran a morir en la calle. Llegaron, empero uno que otro político en desgracia. La herencia era suficiente como para pagar un administrador que se encargara de seleccionar a la servidumbre que preparara la alimentación, mantuviera aseados los cuartos, y lavara la ropa de los ancianos. Contratar médicos y cuidadores para los ancianos.
Para que se cumpliera lo que había señalado, le dio al notario poder amplio y una renta extra.
Un cura mediante confesión rigurosa y total le otorgó el perdón de sus pecados. Expiró y sus restos mortales fueron enterrados en el Panteón Francés.
La mansión, en Parque Lira –aún existe–, pasó a cumplir sus funciones de inmediato.
Cerca de cien personas solicitaron ingreso. Todas fueron valoradas para ver si cumplían con los requisitos que había puesto el finado. Se seleccionaron cuarenta ancianos, veinte hombres y veinte mujeres de todas las clases sociales.
Se acercaba ya el invierno y las chimeneas empezaron a funcionar para amainar el frío y proporcionar el calor que tanto necesitan los viejos. Todos estaban muy contentos y se preparaban durante el periodo de adviento para la fiesta navideña.
Las viejecitas hicieron dulces maravillosos, turrones, mazapanes, cajetas y jamoncillos de almendra y nuez, en tanto que los hombres fabricaron adornos navideños. Compraron un árbol de Navidad y lo adornaron con luces y en la punta una estrella rutilante. Abajo un nacimiento.
En todos se apoderó el espíritu de la Navidad, que de repente vuelve buenos a los hombres. E Invitaron a vecinos para contemplar lo logrado y los recibieron alegres.
Se fueron a dormir después de una alegre posada en la que hubo piñatas y abundante ponche.
Las doce campanadas de la iglesia cercana anunciaron la media noche, y se inició una aparición fantasmal que llegó a la morada como una bruma y que se situó en la habitación número seis.
Se deslizó suave y paulatinamente por debajo de la puerta hasta tomar una forma macabra sobre la cabecera del más anciano de la comunidad quien en sueños creyó que le decía:
– Ha llegado la hora de confrontarte por todo lo que has hecho en la vida. Fuiste un hombre rico Plutarco, dedicado a los préstamos personales, y que cobrabas intereses muy altos. Te aprovechabas de la gente quedándote con sus bienes y dejando en la miseria a muchas familias que ni siquiera pudieron celebrar su Navidad. ¿Qué piensas de ello?
Asustado, con los ojos desorbitados, don Plutarco, que así se llamaba, reconoció: –
Todo es cierto, merezco ser castigado severamente. Puesto que ya he sido juzgado, ¿cuál será mi castigo? –
Que abandones esta comunidad para siempre y entres a una de las órdenes de frailes mendicantes en donde con humildad servirás hasta que la vida se te acabe.
Dictada la sentencia, el fantasma desapareció.
La siguiente noche correspondió el turno a la habitación número tres, de don Miguel, un viejillo verde y vivaracho, que dormía plácidamente. Al sentir la presencia a su lado, despertó asustado y preguntó:
– ¿Tú quién eres y porque estás aquí?
Respondió: – Soy tu conciencia, a la cual no has hecho caso en momento alguno de tu vida, finges no oírme, y menos aceptaste mis consejos. Fuiste un hombre bien parecido Enrique que mancilló a muchas mujeres, hijas menores de familia, damas solteras inexpertas y mujeres casadas e infieles.
A todas dejaste mal, y algunas recurrieron al suicidio para salvar su honra. A ti nada de eso importó, continuaste con tu mala vida y acabaste con la fortuna que robaste hasta quedar en la pobreza en que estás ahora.
Mereces un castigo ejemplar y te voy a dar mi sentencia: iras a pedir perdón a padres y maridos que ofendiste, soportarás su enojo al máximo y afrentarás la muerte que alguno de ellos te ocasione sin chistar.
Ambos salieron muy de madrugada para no volver a esa morada jamás.
Las celebraciones continuaron alegres, incluso hubo bailes entre los viejillos hasta que la noche los sorprendió y acudieron a sus cuartos.
Esta vez, tocó el turno al dormitorio número trece en donde dormitaban agitados don Joaquín y don Alfonso, ancianos mañosos de gran labia ex políticos encumbrados a las altas esferas del poder, pero que habían caído en desgracia. Al sentir la presencia del fantasma, la piel se les puso de gallina y preguntaron:
– ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de nosotros?
– He venido a darles el veredicto después de un juicio justo que se les ha aplicado en el mas allá por su mentiras, corrupción, latrocinio y robo a las arcas públicas dejando en la pobreza a toda una nación.
Por sus asesinatos cometidos en nombre del Estado y que sólo fueron para su beneficio personal. Por vender a la patria, permitir la actuación de agencias de inteligencia extranjeras en los asuntos nacionales. Excederse en el cobro de impuestos y recaudar más dinero para sus lujos que lesionaron al pueblo.
Que también hicieron mal uso del fuero constitucional y, mancillaron a funcionarias menores, a cuantas de ellas tomaron para después botarlas. Por su infidelidad matrimonial y por denigrar el oficio político, acudirán a la verdadera justicia para ser condenados por sus crímenes a cadena perpetua y trabajos forzados.
Sin derecho por su edad, como acaba de ocurrir a un dama líder, a dejar la prisión. Y seguir “el juicio” – je- je—en su casa.
En la mansión de los ancianos no se volvió a presentar el fantasma y todo continuó dentro de la normalidad y con gran alegría de los que quedaron.
Pero los que quedaron, salieron a votar por otro peor. Y miren cómo estamos.
No cabe la menor duda de que a cada capillita le llega su hora y, sobre todo, velis nolis, alea jacta est.