Abanico
Cine, Óscar y nostalgia
La lluvia del Óscar que se espera para el cine nacional el domingo entrante tiene en vilo a la cinefilia y secuestradas las planas, las pantallas chicas y las tertulias con una excitación que a mí, francamente, me da güeva.
Desde las guaridas del séptimo arte sale el mensaje de que nuestros nominados encarnan el germen y la sustancia de una raza destinada al liderazgo planetario en unas cuantas generaciones. No faltan las preguntas de reportero del tipo “¿La forma del agua es cine mexicano, señor?” … “¿Birdman refleja los valores del águila en la enseña nacional, maestro?”
Queridos, el cine es el cine, como la literatura es la literatura o el periodismo ídem. Hay producción sobresaliente, excelente, buena, regular, mala y detestable. Estos compas, como otros en años anteriores, estarán en un teatro de Los Ángeles entre lo más granado del oficio, porque hacen bien las cosas, porque respetan y valoran su vocación y porque no se andan con pretextos y, estoy cierto, detestan el, ése sí mexicanísimo, “a’i se va”.
Podrían ser afganos, burundeses, somalís, turcos o nicaragüenses… pero como por fortuna son mexicanos, pienso que más que elevarlos a los altares del patrioterismo celuloide debemos ponerlos como ejemplo de lo que puede lograrse con tesón, preparación, ánimo y carácter. Yo por lo menos pienso hacerlo con mis alumnos que se la viven instalados en el “no se puede” y en el “¡está retedifícil, profe!”
Pienso que además de sus innegables méritos propios, esta generación de directores nacidos en México ha llegado a donde está porque se colocó a hombros de gigantes. Si uno ve con atención sus películas descubrirá guiños de Fernando de Fuentes, del Indio Fernández, de Ismael Rodríguez, de Enrique Rosas y de una pléyade de cineastas que los precedió.
Como soy periodista y no pitoniso no puedo anticipar cuántos Óscar recibirá Del Toro. Pero apostaría mis haberes a que a Guillermo no le interesa la cantidad, sino el ser, el cumplir y el estar. Es un hombre, en palabras de Carlos Boyero, “que nunca ha perdido la pasión y la fidelidad al cine”, arte al que está ligado “por el corazón”. En otras palabras, quiere a su trabajo como se quiere a sí mismo. Y he ahí los resultados.
México fue el primer país americano que tuvo cine. Fue presentado en sociedad el 6 de agosto de 1896 en los salones del Castillo de Chapultepec ante la augusta figura de don Porfirio, ocho meses después de su nacimiento en París, y plantó la semilla de una nación cinéfila. Después vivió una época de oro que deslumbró. Películas como Allá en el Rancho Grande, María Candelaria, Los tres huastecos y Santa, avasallaron en el mundo de habla hispana. Un día de vida del Indio Fernández fue un ícono en la Yugoslavia de Tito, con un impacto que no nos imaginamos y que a la fecha permea la cultura popular de lo que quedó de aquella atormentada nación.
En 1934, en los precarios estudios nacionales se produjeron 28 películas “cada vez con mejor fotografía, cada vez, también, más invadidas por aquellos ‘elementos artísticos’ que el moribundo teatro arrojaba de su exhausto y repetitivo seno”, según el mordaz juicio de Salvador Novo. En 1938 tuvimos 75 películas y en 1939 Cárdenas decretó que en los cines se exhibiera por lo menos una producción nacional al mes. Aporto estos datos en un arrebato de diletantismo, pues si bien lejos estoy de ser crítico de cine, tengo derechos adquiridos gracias a una obsesiva comparecencia frente a la pantalla de manta al aire libre de mi rancho y en las matinés triples del cine Lux.
Bien dice Vidal Elías que en aquellos años de nuestra lejana que no perdida juventud cualquier palo de escoba era caballito. Cuando hoy me arrebujo en un sillón VIP y puedo ordenar canapés, una chela o una cuba, me invade la nostalgia, como en Las batallas en el desierto, por la edad en que en la sala retumbaba el pregón “papas, chicles, chocolates, muéganos, palomitas… ¡haaay refrescos!”, había cuicos garantes de la moral en las tinieblas y se producían sonoras exclamaciones de alivio cuando Flash Gordon escapaba, una vez más, al maléfico emperador Ming del planeta Mongo, o suspiros y recatadas risitas durante el close-up de los varoniles labios aproximándose a la sensual boca de aquella reina de la pantalla.
Sí, ahora el cine mexicano está en su tercera Época de Oro, pero antes lo disfrutábamos en palacios decorados como estación del metro de Moscú, con vestíbulos alfombrados, escalinatas curvas y figuras de odaliscas en yeso pulido imitación mármol flanqueando las entradas.
Hoy ya no vemos parejas besuqueándose en las salas que parecen oficinas ejecutivas, nadie lanza exclamaciones de asombro, nadie grita “¡Cácaro!”… y por supuesto que nadie aplaude cuando aparece la melancólica palabra “Fin”.
Y mis alumnos no tienen idea de qué son el tipómetro, el cuadratín o las llaves de la marinola. Ya estoy viejo, carajo.
(Para los interesados: Cine mexicano en Yugoslavia. Robert McKee. Trad. M. Sánchez de Armas: https://drive.google.com/file/d/1cGbtebvD_PhHEsdgTpf16sYTAetmo48b/view?usp=sharing)
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