Abanico
Es bueno que un presidente de la república tenga tanta popularidad. Es conveniente que tenga la mayoría en las cámaras. Está bien que disponga de energía suficiente para mantener un alto ritmo de trabajo que le permita un contacto público permanente con sus electores. Muy bien que ejerza un liderazgo firme sobre su gabinete y su partido.
Con tanto viento a su favor puede sacar adelante una cantidad asombrosa de cambios. Con tanta fuerza puede emprender batallas nada fáciles como la de derrotar la corrupción o ir contra la inseguridad. Lo que hoy tiene el presidente López Obrador es seguramente motivo de envidia de quienes han ejercido esa misma posición en el pasado y de un gran número de gobernantes del mundo. El capital político del que dispone es abundante y las reservas a las que puede acceder producto de ese capital también son vastas.
Creo que ningún mexicano sensato condenaría tanta popularidad. Por ser el presidente de la república su popularidad debe ser vista como un bien positivo para el avance de nuestro país. Es decir, tanta popularidad bien invertida resultará en grandes beneficios para todos los mexicanos. Un presidente disminuido, debilitado, deslegitimado, como los hemos tenido, poco puede hacer para lograr los consensos que se necesitan para sacar adelante las políticas públicas que los mexicanos necesitamos.
El gran problema que ya encara el presidente Obrador es en qué y cómo invertir tanta popularidad, tanto capital político, para lograr que los mexicanos, sin distingo, puedan lograr mejores condiciones de vida. En los hechos no en la ficción. Por la vertiginosidad de los eventos ocurridos en estos cien días de gobierno su problema, también, es cómo lograr que las gráficas de su popularidad se consoliden en una meseta duradera, que sea la expresión de una sociedad satisfecha en sus distintas y complejas aspiraciones. Una meseta de popularidad y legitimidad que de certidumbre a una evolución permanente en los satisfactores económicos, políticos y sociales de los mexicanos para los próximos años.
Tener un capital político como el que tiene AMLO debería obligar a la reflexión de cómo administrarlo de la mejor manera. Quienes ya están pensando este problema con seguridad se están planteando identificar los hábitos políticos mediante los cuales derrocha su popularidad. Estarán también pensando en cómo el comportamiento de todo su gobierno consume productiva o improductivamente la inercia de la popularidad presidencial.
Suele ocurrir que la ceguera del poder abundante, resultado de popularidades desbordadas, no permite ver lo obvio, como lo es la finitud dramática de toda popularidad. La euforia genera la ilusión de que su posicionamiento positivo es eterno, y que su caso es y será único en la historia de su comarca. Es decir, no atienden la conseja popular de que «nada es para siempre».
De manera autocrítica el presidente, su gobierno y su partido, deberían reconocer por su propio bien, que están derrochando la popularidad alcanzada. Que el desgaste es una sombra que comienza a crecer desde lo pequeño y que se alimenta con voracidad de los errores y las pifias gubernamentales o partidarias. Pifias, errores y omisiones que ya pululan en la administración pública federal a pesar de la estrategia de control de daños que operan con regularidad. Invertir en la fe como medio para el apuntalamiento político es tanto como hacer cordeles de humo para amarrar credibilidades.
En una perspectiva de largo plazo (ajena al inmediatismo) ha sido un derroche una lista importante de decisiones: por ejemplo, la cancelación del NAIM, la estrategia contra el huachicol, las medidas para la recuperación de PEMEX, la convocatoria de «perdón» para la delincuencia, la reducción del presupuesto para las Estancias Infantiles, el golpe al programa de atención a mujeres violentadas, la omisión del tema de los derechos humanos frente al conflicto en Venezuela, la pasividad ante las agresiones del presidente Trump, la inconsistencia de las políticas ante el problema migratorio, el ataque a las organizaciones no gubernamentales y a la sociedad civil, los discursos que promueven la polarización desde el palacio nacional, la concentración extrema de poder, la atenuación pública -y en ocasiones franca desaparición- del gabinete presidencial, la confrontación con gobernadores, la tolerancia y cobijo para el retorno de viejos y rancios cacicazgos sindicales como Napoleón Gómez Urrutia y Elba Esther Gordillo Morales.
La abundancia puede conducir felizmente al fácil derroche, tal es el caso de la popularidad del presidente Obrador, quien parece asumir que lo suyo está dado eternamente. Si él no administra con eficacia y eficiencia sus bonos, con la misma vertiginosidad con la que subió estará precipitándose. A cien días debería él y su equipo revisar con prudencia y mucha capacidad técnico-política cada una de las políticas con la que pretende dar rumbo a su transformación. Deben ser críticos a la hora de invertir el capital político. Aplicar políticas a bote pronto parece ser su talón de Aquiles y de ahí podría llegar su desgracia … y también la desgracia de México.