El presupuesto es un laberinto
1994, todavía
Por: Felipe J. Monroy
Al cumplirse un cuarto de siglo del asesinato del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio Murrieta volvemos a creer que aún hay mucho por saber, por descubrir, por repensar y por cambiar del modelo y sistema político mexicano. Por supuesto, para toda una generación el caso Colosio es completamente novedoso y también para ellos es imprescindible el ejercicio del relato y de la memoria.
Ahora sabemos que, si lo considera oportuno, la secretaría de gobernación del presidente López Obrador reabrirá la investigación del caso paradigmático que reveló lo angosto y mortífero del empíreo del poder hegemónico y omnímodo del priismo de final de siglo pasado; a la distancia, sin embargo, más allá de pesquisas y señalamientos de presuntos culpables, parece más importante repensar lo que la nación aún conserva como ignominiosa herencia política.
Más allá de cerciorarnos quién lo mató, quién lo mandó matar o por qué; los acontecimientos desatados por el magnicidio del candidato priista nos obligan a reconocer el sustrato donde lograron florecer los tecnócratas, el utilitarismo y la traición que siguieron definiendo el perfil político transexenal del país o la larga y perniciosa sombra de corrupción institucionalizada al amparo del poder.
Quizá esto es lo que intuyeron los productores de la serie “Historia de un crimen: Colosio” (Netflix, 2019). Primero, que harían una serie de ficción sobre acontecimientos de un pasado que todavía mantiene vasos comunicantes con la actualidad; segundo, que no había necesidad de exponer obviedades o parodias simples de un complejo momento histórico.
Hay que ser claros: la serie Colosio es un producto de entretenimiento y de ficción. Nada más. Y, como producto televisivo, cuenta el periplo por la justicia de un policía honesto y una viuda agonizante a través de los abismos de una corrupción que les sale al paso, les somete y les acalla.
Y aunque es evidente que muchos de los episodios mostrados provienen de la imaginación, la ruta política que trazó la sangre derramada y el infame hilo de complicidades cupulares es dolorosamente certero. Son los cimientos sobre los que se construyó el tan elogiado edificio de la tecnocracia mexicana, es el espacio simbólico en donde se libraron (y quizá se sigan dirimiendo) las encarnizadas luchas de la angosta cúspide de privilegios.
Seguir repensando estos matices tras el asesinato de Colosio en 1994 no sólo es un ejercicio para recuperar la memoria de quienes lo vivimos; también es construir los argumentos históricos y narrativos que explican a las nuevas generaciones la última etapa de la llamada ‘dictadura perfecta’ así como considerar las posiciones que ocuparon entonces los políticos que supieron sobrevivir y mutar, y que hoy se refugian en nuevos espacios de poder e influencia.
Porque hay que reconocer que en pleno siglo XXI, cierta porción de la política mexicana sigue viviendo en 1994, todavía. Aún hay oscuros constructores de infamias políticas, operadores que fingen invisibilidad para sacar provecho de las rendijas del poder, políticos acomodaticios que leyendo sus circunstancias supieron cruzar los barrancos ideológicos… tan hábiles, tan indemnes, tan impunes.