Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Cuando el pino tuvo luz
Este es un cuento familiar
Escrito – 1985– en honor de María Teresa Galindo y de Guillermo Ravelo Anaya, los que nos dieron vida en 1929.
Lo repetimos, con mucho entusiasmo, este Día de La Madre. Y en honor de ellas.
María Teresa venerable mujer octogenaria rodeada de numerosos nietos y acompañada de Guillermo su fiel compañero de toda la vida refunfuñón, pero afable, hablaba sobre Reyes Magos.
Aquellos que adoran al Niño Dios en su pesebre y lo colman de regalos.
“Oye, Abuelita”, alcanzó a decir a Marina, ¿Por eso es que se ponen los nacimientos cada año?”, Claro. Por eso, como símbolo de la natalidad del Hijo Dios.
Recorrió de nueva cuenta la historia, que año con año, primero con sus numerosos vastagosa, y luego, ahora con sus nietos y bisnietos, repetía, con sus pequeñas modificaciones, para hacerlo más espectacular.
Soslayaba, intencionalmente, al árbol de Navidad, el pino común y corriente porque, decía entonces, era costumbre ajena a nuestra idiosincrasia.
Ese día, frente a la chimenea, a las 24 horas del 24 de diciembre, luego de haber arrullado al Niño Dios y acostarlo, dormido en el pesebre de aquel nacimiento conformado por figuras de barro, sin faltar su lago artificial y los patos sobre él, María Teresa escuchó, fuera de la costumbre una pregunta más.
Ahora hablaba con tranquilidad la más chiquitina del grupo, Mercedes, yucatequita hermosa, de ojos azules y rubia cabellera, “¿Y por qué no nos platicas sobre el árbol de navidad?, míralo, está más bonito que el nacimiento”.
Con ojos de fuego, ese fuego que emana de los niños sanos, pero ofendidos, Juan Pablo se adelantó a la abuela: eso no se pregunta Merci, y menos aquí.
Guillermo, con sus antiparras a media nariz, volvió el rostro para ver a su compañera. Tenía curiosidad por conocer la respuesta. Una respuesta jamás oída. Pasó su mano por la gran calva. Y sonrió maliciosamente a su mujer, quien ágil percató de la intención de su marido. Y la obligación de responder.
Los nietos, veinte, treinta, miraron a la abuela, atracción principal esta noche. La única en el año en donde ella imponía a sus hijos para que los nietos aguardaran la madrugada.
Tranquila para calmar la algarabía de los chiquillos, movió sus manos, acomodó su peineta en el albo cabello y por fin se decidió a hablar del Pino de Navidad.
Los mismos hijos, que otrora con sus cuentos no presentaban atención, lo hicieron interesados.
María Teresa iba a dar una explicación contra todos sus principios. Enmudecieron. Dejaron las copas en la mesa y se acomodaron entre los nietos y bisnietos, algunos de estos casi dormidos.
Miren ustedes, les dijo la bisabuela, es cierto. Y su historia es verdaderamente interesante. Nadie, hasta ahora, la ha conocido, pero yo, para ustedes, que se han portado bien, ¿verdad Teresita?, se las voy a referir. Es tiempo, creo, que se sepa.
En efecto, hace muchos, muchos años, cuando María la Virgen trajo al mundo al niño Dios en un humilde pesebre, porque nadie quiso darle posada y sólo algunos animales se compadecieron de ella, afuera, en donde quedo atado a un burro, el pino estaba pendiente de todo, sin abrir la boca.
Nació el hijo Dios. Y comenzó la Virgen a recibir parabienes. Primero la vaca, luego el buey, más tarde el burro y posteriormente los campesinos.
El pino, en tanto, seguía expectante- No había regalos, sólo buenas intenciones. De vez en vez, su fronda hacia reverencias que pasaban inadvertidas. Por más que el pino quería significarse, nada más podía hacer. No podía llamar la atención de manera alguna y comenzó a llorar resina.
A lo lejos se perfilaron figuras de un camello, un caballo y un elefante. Sobre ellos tres personajes. Uno de ellos, Baltasar, de brillante tez oscura, como la obsidiana. Otro, sobre el camello, Gaspar, de barba rubia. Y el último, Melchor, con el cabello hirsuto y negro como azabache.
Los tres guiados por la luz de una gran estrella, llevaban regalos: Mirra, aceite y oro.
Y así, ante la impotencia del pino que seguía con lágrimas de resina porque, salvo su sombra, nada más podía dar al niño Jesús, los tres Reyes Magos, rindieron pleitesía a la hermosa criatura de María la Virgen.
Los nietos y bisnietos, abrazados de sus padres, expectantes urgían a la abuela María Teresa a seguir su narrativa.
El pino, que ya para entonces, había limpiado su follaje con la
lluvia, alzo su rostro al cielo e imploró en silencio al señor un medio para hacer presente su felicitación a su hijo.
Recuerda, le dijo, que todos se entregan regalos, pobres o ricos, pero regalos al fin. Yo he sido testigo del parto. Le he dado sombra.
De mi resina hicieron fuego para calentarlo, pero soy tan pequeño no obstante mi tamaño, que paso a desapercibido.
Ayúdame señor. Tú me diste la vida. Y quiero corresponder con tu hijo. No sé cómo. Pero ayúdame. Y nuevamente el Pino, aquel frondoso verde inmaculado, volvió a llorar resina.
Solo el Pino lo escuchó, porque el señor le hablo, con voz melodiosa y tierna, para decirle: “conozco lo que has hecho. Eres noble porque inclusive poca agua necesitas para vivir. Tu fronda aromatiza la cuna de mi hijo y le da sombra en el día.
Mira el firmamento y notarás miles de estrellas.
Quiero premiarte y en adelante, en esta época de todos los años, esas estrellas se posaron en tu follaje, para que con su luz multicolor, apoyadas en ti, Pino, alumbren el pesebre en donde ha nacido mi hijo.
Y hasta arriba del Pino, la estrella maestra que guío a los Reyes Magos para encontrar al Niño Dios, se posó delicadamente como toque mágico y final.
Fue el regalo que el padre del Hijo a quien nosotros añadimos, con gran alegría: “Cuando el Pino tuvo luz”