El agua, un derecho del pueblo
Un ranchero cuentacuentos
Hace muchos años descubrí que puedo hablar con los muertos. Por eso me he instalado en el nicho sacramental en donde he resucitado a William para charlar un poco con él mientras los demás se aprestan a conmemorar los 122 años de su nacimiento.
Lo muerto no le ha disminuido lo hierático. No acepté compartir la pipa de tabaco curado de Luisiana que me ofreció pese a que sabe bien que detesto la hierba. Y como él dejó de beber, sólo lanzó una mirada de nostalgia a la botella de borbón que le presenté.
Hablamos del Condado de Yoknapatawpha. Siento que le aburre mi insistencia comparativa. No sabe y no le importa si José Emilio se inspiró en aquella tierra para para dar a Jim su territorio en el desierto de sus batallas. Porfío. Responde: “Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas… lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. ¡Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás!”
No entiendo qué tiene que ver esta homilía con mi pregunta, pero así es William. Reviro y le espeto que es un “big short man”… Él se atusa el bigote y casi en un suspiro dice que mi oxímoron es realmente patético. No está de humor. Creo que piensa en la señora Coldfiel y en Quentin. Sé, porque me lo ha dicho, que en realidad no quiso que éste la dejara, pero no pudo vencer el torrente de vida que habían cobrado sus criaturas. Insisto en el coloquio.
Pienso en voz alta y recuerdo que hace 57 años, un viernes 6 de julio, murió. Responde con una mirada midriática. Hace 57 años, ese mismo viernes, dice, hubo una explosión atómica en Nevada que contaminó a más seres humanos que en Hiroshima. William no está para charlas esta tarde. Le pido cortésmente que vuelva a su Mictlán literario y cierro de golpe el libro.
Faulkner era bajo de estatura, elegante, no muy agraciado, desordenado, pendenciero y alcohólico. Probó muchos oficios antes de convencerse de que escribir era lo único en lo que realmente sobresalía. Escribía sin medida, casi sin aliento. Las páginas saltaban de su máquina cual conejos en celo. La palabra escrita, esa manera de hablarle a los que aún no han nacido, era su bálsamo. Crear mundos nuevos como un dios del Olimpo desatado y ebrio le daba sobriedad en su propia existencia.
Dice Richard Ellmann que a lo largo de su vida, William evitó los discursos y nunca se vio como un hombre de letras, sino un campirano al que le gustaba contar historias. También detestaba a los entrevistadores. Cuando uno lo cuestionó sobre su “técnica”, respondió que no era ni albañil ni cirujano, profesionales que a diferencia de los escritores, sí debían dominar una “técnica”.
Y en su trato con las clases dominantes, Manuel Vicent nos recuerda que cuando John Kennedy coleccionaba trofeos para adornar sus cenas privadas, el escritor recibió una invitación del presidente para un piscolabis en la Casa Blanca. Por su mesa ya habían pasado los Mailer, los Bellow, los Miller y los Sinatra de costumbre. Incluso Pau Casals había amenizado con el violonchelo algunos de los postres más exquisitos. Faulkner respondió a vuelta de correo: “Señor presidente: yo no soy más que un ranchero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi”.
Su conocida aversión a la tribuna despertó el morbo del mundillo literario cuando viajó a Estocolmo para recibir el Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1950. Era el primer gringo en recibirlo desde el fin de la segunda guerra y los glotones reflectores y los insaciables micrófonos aguardaban impacientes su discurso. Pero habló tan bajito y fue tan breve, que la oración pareció perderse entre la luz quebradiza del Stockholm Konserthuset. Sólo los más cercanos alcanzaron a escuchar la profesión de fe que hoy me ha permitido conversar con él: “Yo no creo en el fin del hombre”.
Para William Faulkner, cuya alma se liberó de la materia un viernes 6 de julio hace 57 años, la novela también era el ateneo de sus antepasados y el congreso de sus descendientes, tal como lo planteara otro día de julio, cincuenta años después, uno de sus epígonos: Carlos Fuentes.
Lo recuerdo hoy con las palabras, breves y casi tímidas -punta de un formidable iceberg como los diálogos interiores de sus personajes- que aquel lunes dirigiera a los miembros de la Academia.
“Siento que este premio me ha sido otorgado, no a mí como persona, sino a mi trabajo: a una vida de trabajo en la agonía y el sudor del espíritu humano, no en procura de gloria y menos aún de dinero, sino de crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Por eso, no soy más que un guardián de este premio. A su parte representada en dinero no será difícil encontrarle un destino acorde con el propósito y el significado que le dan origen. Pero querría hacer lo mismo con el reconocimiento, usando este momento como un pináculo desde donde me escuchen los hombres y las mujeres jóvenes que ya están dedicados a las mismas angustias y tribulaciones que yo, entre quienes está aquel que algún día ocupará el mismo lugar que ocupo ahora.
“Nuestra tragedia de hoy es un miedo físico general y universal tan largamente padecido, que a duras penas lo podemos soportar. Ya no quedan problemas del espíritu; tan sólo una pregunta: ¿cuándo seré aniquilado? Es por eso que el hombre o la mujer joven que escribe actualmente ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, que solos bastarían para producir buena escritura porque son lo único sobre lo cual vale la pena escribir, lo único que justifica la agonía y el sudor. Debe aprenderlos de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable de todo es tener miedo; y una vez aprendido, olvidarlo para siempre sin dejar espacio en su taller para nada distinto de las verdades y certezas del corazón, de las verdades universales sin las cuales cualquier relato es efímero y fatal: el amor, el honor, la piedad, el orgullo, la compasión, el sacrificio. Mientras no lo haga, su trabajo está bajo maldición. No escribe sobre amor sino sobre lujuria, sobre derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Su dolor no llora sobre fibras universales y no deja huella. No escribe con el corazón; escribe con las glándulas.
“Mientras no aprenda estas cosas, escribirá como si estuviera viendo el final del hombre e inmerso en él. Me rehúso a aceptar el fin del hombre. Es demasiado fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque permanecerá; que cuando repique y se desvanezca el último campanazo del Apocalipsis con la última piedra insignificante que cuelgue inmóvil en la agonía del fulgor del último anochecer, que incluso entonces se oirá un sonido: el de su voz débil e inagotable, que seguirá hablando. Me niego a aceptarlo. Creo que el hombre no sólo perdurará, prevalecerá. Es inmortal, no por ser el único entre todas las criaturas que posee una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y fortaleza. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Tiene el privilegio de ayudar al hombre a resistir aligerándole el corazón, recordándole el coraje, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han enaltecido su pasado. La voz del poeta no debe ser solamente el recuerdo del hombre, también puede ser su sostén, el pilar que lo ayude a resistir y a prevalecer.”
Esta es la voz de un muerto que no murió. Honor a William Faulkner. Amen.
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