Corrupción neoliberal
Nuestras calles
Tiene toda la razón el embajador emérito, don Leandro Arellano R, al puntualizar y tratar con su historia, nuestras calles de México, en la revista de la Asociación de Diplomáticos Escritores, ADE, que edita el también diplomático Antonio Pérez Manzano.
Advierte:
Lo cierto es que la CDMX padece desde hace varios años una regresión, de un afeamiento progresivo y lamentable.
La calamidad de los puestos callejeros, del llamado comercio ambulante –principalmente– ha destrozado no sólo la virtual hermosura de calles, plazas y otros espacios públicos, sino que también ha descompuesto el entorno ecológico, lastima la salud pública y pulveriza todo afán civilizatorio.
Pero volvamos a las calles y sus nombres.
Si el amor empieza por los sentidos, el del oído es concluyente. Por allí entra la música del mundo, dice.
¿Cuántos seres y cosas calan en nuestros afectos sólo con nombrarlos? Cuanta ocasión es necesario, proclamamos la importancia que posee el nombre de, para y en, todo.
Al mundo y sus cosas –objetos, imágenes, ideas– los captamos por sus nombres.
Y si algo suena mal, lo juzgamos malo.
De las cosas, al conocer su nombre, podemos elevarnos al conocimiento del espíritu, escribió Azorín.
La sonoridad, a su vez, la eufonía de las palabras, de un sonido grato al oído, rapta nuestro ser por entero, nos envuelve con suavidad, casi insensiblemente.
La atracción de las palabras radica en su propia melodía. La magia de los sonidos aligera todo propósito. Cuando los oídos la rechazan, es el espíritu quien se pronuncia.
Tan importante como la obra de los urbanistas y arquitectos que concibieron y dieron forma a los asentamientos de las primeras agrupaciones humanas –de manera ordenada, orientada y, en lo posible, armoniosa–, lo representa otro paso memorable en el proceso civilizador de la humanidad: la imposición de nombres o señas de identidad a las vías urbanas, a las calles y avenidas.
¿Cómo fue el ordenamiento urbano del antiguo Egipto y cómo el de Babilonia? ¿Cómo el de Atenas, escuela de la Hélade? Los romanos, lo sabemos, construyeron instituciones, palacios, monumentos y carreteras que aún sobreviven.
Y no por nada los antiguos mexicanos en Teotihuacán orientaron la Calzada de los muertos entre las Pirámides del Sol y de la Luna.
En 1900 y de manera póstuma se dio a la imprenta el manuscrito de La ciudad de México, del doctor José María Marroquí. La obra consta de tres volúmenes y trata del origen de los nombres de las calles, plazas, establecimientos y otros monumentos de la capital del país.
Un capítulo de esa obra, referido a la calle que es seguramente la más famosa e imponente del país, el Paseo de la Reforma, fue incluido por Ernesto de la Torre Villar en Lecturas históricas mexicanas (UNAM, 1994, Vol. II).
El texto revela que esa vía la dispuso Maximiliano de Habsburgo y originalmente se llamó Calzada del Emperador. El presidente Lerdo de Tejada se ocupó luego de engrandecerla y los gobiernos estatales la dotaron de las estatuas y bustos expuestos a lo largo de la hermosa avenida de aire vienés.
No vendría nada mal la reedición del trabajo de este médico de profesión.
Suma autoridad en la historia y nombres de las calles de México fue otro estudioso ejemplar, de origen guanajuatense. “Dicen que Luis González Obregón levantaría del suelo poco más de metro y medio, y que era delgaducho, de hombros encorvados, largos y espesos bigotes, y extraordinariamente miope”.
Así describe José Luis Martínez a González Obregón en el prólogo al erudito libro de éste: Las calles de México (Alianza Editorial, México, 1998).
Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, director de la Academia Mexicana de Historia y cofundador del Liceo Mexicano Científico y Literario, su auténtica vida de trabajo transcurrió en el encierro en archivos y bibliotecas.
La parte magna de su obra escrita la dedicó a la historia y leyendas de las calles de México, muy consciente de la importancia de sus nombres.
“La historia de la ciudad de México, como la historia de todas las ciudades, tiene mucha relación con los nombres de sus calles, históricos unos y legendarios otros”, anotó.
En las ciudades unas cosas son de contento, y otras de pesadumbre y enojo, escribió Fray Luis de León.
Además de constituir la vía urbana más reconocida en el país, el Paseo de la Reforma es la más limpia y vigilada de la ciudad, la más bella y expuesta.
La opulenta avenida acoge en la actualidad las marchas y manifestaciones de alegría, de repudio, de furia o indignación de los habitantes de la ciudad, lo mismo que la de los grupos inconformes que provienen del interior de la República para celebrar o protestar por los resultados del fútbol o de las elecciones. Asimismo, desfiles de los alebrijes o de los Santos Reyes.
Otras manifestaciones por la falla o manipulación de plazas de maestros en el sureste, contra la violencia que azota al país, por incumplimiento de compromisos gubernamentales con tal o cual gremio o comunidad, etcétera.
Desde luego, hay calles y avenidas bellas y relucientes –no quedan demasiadas– a lo largo de la ciudad.
La Avenida Álvaro Obregón, en la Colonia Roma, es un ejemplo grato, pues no sólo está dotada de magnificencia urbana, sino que conserva la sencillez que demanda la auténtica belleza. El camellón que la parte por el medio es insustituible como verde andador del vecindario y de los -cada día más- visitantes y forasteros que la transitan.
Pragmáticos, los estadounidenses han preferido en varias partes numerar antes que bautizar sus vías urbanas.
Durante nuestra etapa diplomática en Nueva York habitamos un departamentito ubicado en la esquina de las avenidas 29 y 3ª y la Misión de México ante Naciones Unidas se halla en la 44 y 1ª. Varias ciudades los han imitado.
Mérida, nuestra yucateca Mérida también le dio por numerar algunas zonas.
Entre quienes embellecen sus calles al nombrarlas se hallan los chinos.
La primera vez que visitamos Pekín, en 1980, paramos en un inmenso hotel ubicado en la ‘Avenida de la paz celestial’. Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces…
Hace algunas décadas, cuando arribamos a la CDMX, existía en el corazón de la urbe –acaso para efectos vitales de la ciudad, la más importante–, la Avenida San Juan de Letrán, que luego se convertía en la Avenida del Niño Perdido.
Hermosísimos nombres los dos, cargados de historia y de carácter.
Ese conducto vial lleva hoy el atroz nombre de «Eje Central Lázaro Cárdenas». Igual, la Avenida San Jerónimo –sonoro nombre– en el sur de la ciudad, se convirtió en el poco grato ‘Eje 10 Sur’.
Mientras redactaba esta nota recordé que Margo Glantz lamenta el cambio de los nombres de las calles de sus deleitables Genealogías.
Como el de «Capuchinas’, «por el largo y obsoleto nombre de Venustiano Carranza» por ejemplo; o «La Piedad, llamada ahora Cuauhtémoc»; y ruega porque «La Merced conserve siempre sus Jesuses y Marías, sus Correos Mayores con Ehden y todo, sus Soledades y Reginas».
De manera que colonias, barrios o repartos con calles de nombres sonoros nos ganan para sí, ya con nombrarlos. Si el amor empieza por los sentidos, el del oído es concluyente. Por allí entra la música del mundo.