Ráfaga/Jorge Herrera Valenzuela
Así son las formas
Por: Ximena Toledo
Camino al punto de encuentro para reunirme con mi contingente noté las jacarandas floreciendo; la Ciudad de México se estaba tiñendo de morado. El siempre imponente Paseo de la Reforma todavía estaba vacío, apenas se estaban juntando las mujeres. Escuché un helicóptero y cuando volteé a ver el cielo, un grito apache me devolvió a la realidad. Venían corriendo, encapuchadas, vestidas de negro, agitando sus botes de aerosol. “Somos malas, pero podemos ser peores.” Con furia en sus ojos empezaron a rayar los ventanales de un banco, algunas tomaron su martillo y otras su cincel. Rompieron los cristales. Estaba tan cerca que podía escuchar su respiración agitada y oler las gotas de sudor escurriendo por su frente. Me sentí extrañamente atraída por la violencia. Olvidé mi contingente y las seguí. Más adelante se unieron con otro grupo de mujeres con la cara cubierta y el símbolo anarquista en su sudadera. Dejé atrás la cordura. Sin tener claro el porqué, las acompañé en su recorrido de destrucción; del monumento a la Revolución hasta la puerta del Palacio Nacional.
Una parte de mí siempre quiere entender más, aunque tenga que llegar a una profundidad incómoda. Todas las encapuchadas eran tan jóvenes, tan enérgicas, tan hermosas, tan comprometidas con destruir cualquier cosa que estuviera a su paso. Pensé en mi privilegio. Si no hubiera nacido con todas las oportunidades, si la pesadez de la maldita estructura me hubiera dado la espalda, probablemente estaría con ellas, quemándolo todo. En ocasiones, ganas no me faltan. Cuando recuerdo cada vez que me tocaron sin consentimiento, me sacaron sangre con mordidas que no eran precisamente de amor, me hicieron sentir mal por ser mujer y tuve que cubrir con maquillaje los moretones, pues también quiero romperlo todo. ¿No son formas? Probablemente no, pero me preguntó si los que pusieron el cuerpo de Fátima en una bolsa de basura se preocuparon por las formas. ¿Qué sabemos en realidad de estas encapuchadas? ¿Cuál es su historia? ¿Qué es lo último que piensan antes de dormir?
Sé lo que van a publicar los medios: “grupos extremistas violaron las reglas de una protesta pacífica, vandalizaron la ciudad y ensuciaron el movimiento por los derechos de la mujer. Esas no son formas”. Y sí, eso hicieron, yo estuve ahí. Corrí junto a ellas escapando de la policía, aspiré el humo y el aerosol, me sacudí del pelo pedazos de vidrio. Me tronaron en los oídos tres bombas molotov en frente de Palacio Nacional. Pintaron paredes y monumentos, quebraron ventanas, patearon vallas, atacaron policías, intimidaron grupos en contra del aborto, agredieron a los hombres y quemaron pancartas religiosas. Pero también vi cómo se abrazaban, se cuidaban y con cada martillazo sanaban. Buenas o malas, así son las formas. Porque esto es sólo el resultado de algo mucho más oscuro: años y años de un sistema patriarcal que violenta despiadadamente a la mujer. Eso es lo que hay que juzgar.
Volví por el mismo recorrido. Ahora había hombres con un traje fosforescente limpiando la pintura de las paredes, barriendo los vidrios con escobas de palo, cubriendo los accesos ultrajados con tablas de madera. Músicos callejeros sonorizaban mi regreso a casa. Iba sola porque no quería hablar con nadie, iba llorando porque también iba sanando. El agua y el jabón pueden borrar las pintas, pero ¿quién va a borrar todo nuestro dolor? ¿Quién va a regresar a las muertas? ¿Cómo vamos a desaparecer de nuestra alma más de un recuerdo brutal?
Hoy me sucedió uno de esos instantes que te cambian la vida para siempre. Era un viejo tocando el saxofón, creo que tocaba Gema. Las encapuchadas empezaron a demoler lo que estaba alrededor del músico con patadas y mazos; tiraron las vallas y brincaron sobre ellas haciendo un sonido estruendoso. Él no dejó de tocar; ellas seguían rompiendo todo, en un baile onírico de destrucción. Me tuve que detener, mis piernas no me respondían, mi corazón latía fuertísimo, mi piel estaba erizada. ¿Era la única que estaba siendo testigo del fin? Me sentí mareada y me tuve que echar al piso a llorar. No era miedo, era todo. Estaba llorando por mí, por mi hija, por todas las que mataron y por las que seguimos vivas. Aprendí que está bien no entender, que lo importante es sororizar. Que si destruirlo todo es la única manera, empecemos en nuestro interior. Hablo de mi propia deconstrucción.