Juego de ojos
La justicia sin rostro ¿Cuándo?
Al juez Uriel Villegas, y a su esposa, Verónica Villegas, los asesinaron enfrente de sus dos hijas. Esa es la imagen que se mantendrá indeleble en todos los que conocieron la noticia.
De nada sirven las condolencias de los hombres públicos de este país, desde el presidente de la República, hasta el secretario de Seguridad Pública y Protección Ciudadana, pasando por la secretaria de Gobernación y el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, si no hay un mecanismo que frene el asesinato de jueces y magistrados a manos del hampa. Sus condenas públicas no impiden esos homicidios.
El juez y su esposa habían llegado a su casa, en el fraccionamiento Real Vista Hermosa, de la ciudad de Colima. Dejaron su vehículo a unos cuantos metros de su casa, porque no pudieron estacionarse enfrente, debido a que en la acera se encontraban dos autos con trabajadores que platicaban enfrente de una casa contigua.
Decidieron caminar y al encontrarse casi frente a su hogar, fueron alcanzados por dos desconocidos con armas de grueso calibre que dispararon en su contra por lo menos en 20 ocasiones. A unos cuantos metros de donde cayeron sus cuerpos, se encontraban las hijas de ambos, de apenas tres y siete años de edad y una empleada doméstica.
Como se ha hecho público, Villegas se había trasladado recientemente de Jalisco a Colima para asumir el cargo de juez de Distrito en Materia Penal en esa ciudad. En el primer estado se había destacado por llevar casos, como el traslado del narcotraficante Rubén Oceguera, alias El Menchito, hijo del líder del cartel Jalisco Nueva Generación, Nemesio Oceguera, a una cárcel de alta seguridad en 2018, antes de que fuera extraditado a Estados Unidos para enfrentar cargos por tráfico de drogas.
El juez también estuvo a cargo de otros casos sonados, como el del líder de los Zetas, Miguel Ángel Treviño, conocido como el Z-40, en contra de quien determinó un cambio de prisión, al detectar que tenía un riesgo elevado de fuga.
El asesinato del juez y de su esposa hizo renacer la exigencia pública para que en México se establezca un sistema de justicia sin rostro, por medio del cual no se conozca la identidad de los magistrados y jueces que están a cargo de casos relacionados con delincuencia organizada.
Esto se ha repetido durante años, siempre que asesinan a un juez, pero no existe un sistema de ese tipo, mientras los homicidios continúan.
El caso de Colombia
El 30 de abril de 1984, el ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla, viajaba en su auto Mercedes Benz por una avenida de Bogotá, cuando fue alcanzado por una motocicleta en donde viajaban dos hombres.
El hombre sentado atrás del vehículo sacó una metralleta y disparó en contra del vehículo del funcionario, sin que sus escoltas pudieran evitar el homicidio. Lara Bonilla había descubierto la verdadera personalidad mafiosa del capo Pablo Escobar, quien en aquel tiempo era asambleísta en el Congreso de Colombia.
Como resultado se inició la persecución de Escobar, quien fue desaforado y se suspendió su visa a Estados Unidos. El 30 de octubre de 1986, el juez colombiano Gustavo Zuluaga viajaba a bordo de su auto por la avenida Bolivariana de la ciudad de Medellín, cuando un vehículo lo interceptó, descendieron tres hombres que lo asesinaron a balazos.
Zuluaga había girado un auto (orden) de detención en contra de Pablo Escobar y de su primo Gustavo Gaviria. Las amenazas de muerte del cartel de Medellín en contra del juez habían durado cuatro años. Primero fueron de manera telefónica, hasta que un día el auto de su mujer, Carmela, fue interceptado por varios desconocidos. La mujer fue bajada del vehículo y el auto empujado hacia un barranco. “La próxima vez usted irá adentro”, le advirtieron.
A pesar de las amenazas, el juez siguió con su trabajo. Él quería una vida normal con su esposa, deseaban tener una niña. Ángela, su hija, nació pocos meses después de la muerte de su padre El 16 de noviembre de 1986, el más importante miembro del equipo de trabajo de Lara Bonilla, el coronel de la Policía de Colombia, Jaime Ramírez Gómez, fue asesinado en su auto mientras regresaba de unas vacaciones con su familia.
Ante la cascada de homicidios cometidos por la delincuencia organizada en Colombia, se realizaron cambios legales en 1991 para proteger la identidad de los jueces y a todo el personal del sistema judicial que participara en los procesos legales iniciados en contra de los capos del narcotráfico.
De esa manera, se determinó que “la protección de los jueces contaría con una cortina de sigilo que permitiría al funcionario ocultar hasta su propia fisonomía cuando tuviera que interrogar a los detenidos, para lo que se valdría de modernos sistemas electrónicos. En las providencias legales no figurarían su nombre ni su firma”. Sólo así, con una justicia sin rostro, los colombianos pudieron frenar los homicidios de jueces.
En México, vivimos un mundo absurdo, en donde siguen los homicidios de jueces, porque el sistema legal obliga a que sean conocidas sus identidades y casi sus domicilios.
Senadores como Ricardo Monreal, y otros legisladores, se desgarran las vestiduras, clamando que hacen falta este tipo de sistemas. Siempre hacen las mismas escenas melodramáticas, pero sin que muevan un dedo para que las cosas cambien.
¿Cuántos asesinatos más se requieren para que se implante un sistema de justicia sin rostro, cuántos?