Teléfono rojo/José Ureña
Víctimas, próceres de una nueva cultura
Por: Felipe de J. Monroy
Hasta ahora sabemos cómo lucen los pueblos y las naciones cuyos referentes identitarios y culturales son los héroes. Sus efigies y retratos magnificentes se encuentran en cada oficina, en las calles y las citas anuales para rendirles homenaje, gratitud y respeto. Sin embargo, las nuevas movilizaciones gremiales -casi pura esencia de clan o gueto- desprecian profundamente el santoral cívico y erigen un nuevo personaje como modelo histórico: la víctima.
En ocasiones, no les falta razón: son en sí mismas víctimas o sobreviven de la mera indignación por las víctimas que aún aman. Su realidad y contexto son pura contingencia, incertidumbre que no reposa; por ello les molesta tanto el mármol y la piedra de las instituciones, porque les contemplan impertérritas, porque los muros no se doblegan ante el dolor de nadie, porque no se ruborizan de vergüenza por sus faltas, porque no lloran ni gimen. Al parecer piensan igual de los héroes en egregias estampas: los próceres permanecen incólumes en el panteón de los héroes mientras el pueblo sufre.
Sin embargo, no es culpa de aquellos. Casi siempre mal comprendidas e instrumentalizadas por los poderes temporales, la historia de los héroes patrios se acrisola en hagiografías incorruptibles. Hay figuras, que ni el tiempo ni la razón política, desean opacar: la de Juárez, ‘Benemérito de las Américas; Madero, ‘Apóstol de la Democracia’; Morelos, ‘Siervo de la Nación’; y, por supuesto, Hidalgo ‘Padre de la Patria’. Hay otras, sin embargo, que el vaivén político ha modificado. Hubo un momento, por ejemplo, en que se loaban las historias del general Calles como la del ‘Reconstructor de la Revolución’ y no como la del ‘Jefe Máximo’; o la de Porfirio Díaz, como ‘El Héroe de la República’ y no como ‘El dictador’.
Basta mirar en derredor para verificar que esta nación -con sus luces y sombras- fue forjada en los acontecimientos donde intervinieron estos liderazgos; pero que es un territorio que no funciona ni desean las manifestaciones que pasan marchando y destrozando sus efigies, que devuelven al lodo de la realidad los monumentos marmóreos, que ‘intervienen’ con furia los retratos oficiales y que yerguen un nuevo símbolo para la cultura sociopolítica del pueblo: el antimonumento de las víctimas.
Ponderar a las víctimas como ese personaje simbólico sobre el cual se levanta la nueva cultura social y política es, primeramente, un acto de justicia, de memoria y de compasión; pero también abre un sendero riesgoso. Lo explica así Todorov: “Aun cuando ser víctima de la violencia es una suerte deplorable, en las democracias liberales contemporáneas se ha convertido en deseable obtener el estatus de antiguas víctimas de violencia colectivas… es significativo que en la actualidad sean las víctimas en lugar de los héroes los que son objeto de mayor número de atenciones o solicitudes… los ultrajes sufridos pesan más que los éxitos conseguidos”.
El riesgo surge cuando las antiguas víctimas son sustituidas -en la narrativa pública o institucional- por nuevas víctimas que han padecido crímenes más terribles; o peor, cuando la mirada se obsesiona con el personal dolor sin tomar distancia para cuestionar objetivamente las causas de la injusticia, recomponer el sentido de los acontecimientos o reconocer los avances del perdón o la reconciliación.
¿Cómo sería el rostro de una nación o de un pueblo cuyos próceres sean las víctimas, cuyas narrativas funcionales provengan de los ultrajes, de las derrotas y no de los triunfos o logros? ¿Cómo sería el sustrato cultural de un país donde reciban más atención los antimonumentos que los monumentos, la vergüenza más que el orgullo, el lamento más que el júbilo? Quizá sería más humano, quizá más fugaz.
*Director VCNoticias.com