El presupuesto es un laberinto
La politóloga, Hanna Fenichel Pitkin, nos dice que un hombre está representado si se siente que lo está, y no lo está si no lo siente así. Y plantea: qué razones pueden darse para suponer que alguien o algo está representado. Porque agrega: “no todo puede ser representado en cualquier lugar y en cualquier momento, y hacerse presente en una muestra representativa es muy diferente de estar representado por un símbolo en un mapa”, dirá Hanna.
En su análisis, también afirma que la definición de Hobbes es esencialmente concreta: la representación en términos de acuerdos formales que la preceden y la inician: autorización, el conferir autoridad a un acto. Esto deriva en los problemas relacionados con la controversia sobre la correcta relación existente entre un representante y aquellos por quienes actúa.
El trabajo de Hanna nos ofrece un paseo por las complicaciones que derivan de intentar establecer la definición conceptual de palabras que en política muchos dan por entendidas y aceptadas, y que sin embargo, no son dimensionadas en su totalidad.
Ahora bien, volvamos a nuestra pregunta recurrente en la conversación del mundo de la política: ¿los sistemas electorales garantizan una verdadera representación democrática?
Como hemos visto, esencialmente los sistemas electorales, con base en sus reglas y las que aplican a los partidos políticos, primordialmente cumplen la encomienda de convertir los votos en cargos públicos. No necesariamente tienen por objetivo buscar la verdadera representación.
Sin embargo, el tipo de sistema de partidos y electoral, condiciona no sólo las políticas públicas y gubernamentales, sino también el tipo de ejercicio de gobierno, de acuerdo a la concentración de poder.
Para quienes abrazan el debate en torno a que los partidos políticos determinan el tipo de sistema electoral vigente en un país dado, juegan a favor de su hipótesis tanto el hecho de que, convertidos en escaños los votos, son los integrantes de esos partidos, a iniciativa de ellos o de sus gobiernos, quienes modifican las reglas del sistema electoral y la proclividad a la concentración del poder.
Es el caso más reciente del sistema político mexicano contemporáneo, dado que a pesar de la narrativa del presidente, López Obrador, de intentar la tarea de gobernar poniendo una estructura polar (aliados y adversarios), una reforma electoral (fallida, a pesar de su amplia mayoría en cámara de diputados), su proyecto para destruir a todos los intermediarios (actores, partidos, organizaciones civiles, sociales y un largo etcétera) la realidad lo ha alcanzado para despintarle en principio la legitimidad de su desempeño en la silla del águila y, sobre todo, porque si bien su coalición fue victoriosa en las urnas, su partido, con el 34 por ciento de la votación para la integración de la cámara de diputados, ejerce inconstitucionalmente una sobre representación del 16 por ciento.
Por su lado, el Poder Ejecutivo y su concierto de inconstitucionalidades a que se refiere la ponencia del ministro de la Corte, Luis María Aguilar, sobre la iniciativa del presidente en materia de la consulta que defina si o no juzgar a los ex mandatarios, ilustra que el diseño institucional existe para resguardar la democracia y la insurrección de la conciencia ciudadana es un factor de poder que muestra el mosaico que es México, un país resuelto a oponerse a la voluntad (para gobernarlo) de un solo hombre.
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