Historias Surrealistas
De mis bendiciones 7
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Antes, con el perdón del tiempo, una buena noticia que nos comunica el licenciado en periodismo, locutor y por ende tamaulipeco Mario Díaz desde Su Balcón:
“La buena nueva, justo el pasado 24 de diciembre, previo a la Nochebuena, la licenciada en periodismo y Doctora Honoris Causa, presidente de la Asociación Nacional de Locutores de México A.C. (ANLM), Rosalía Buaún Sánchez recibió su título y cédula profesional que avala su licenciatura en locución.
El licenciado José Levi Domínguez Moreno, rector de la Universidad Ejecutiva del Estado de México, hizo la entrega formal del título profesional número 00001 a la dirigente nacional de los locutores.
Felicidades.
Era diciembre del año 1969, cuando murió Nachita, mi abuela, mamá de mi mamá Tere.
Benditos sean aquellos que parecen comprender que ahora
mis oídos se esfuerzan para oír las cosas que ellos dicen.
Era la redacción de Excélsior, el tercer piso de Reforma 18, un estupendo centro de cultura. De intelectuales. Humanos. Llenos de sentido del humor. Transmisores del diario acontecer del mundo. Sin envanecerse. Sencillos.
Vaya se trataban de tu a tu, sin importar su rango. Recuerdo que amén de don Nacho Morelos Zaragoza, jefe de información, estaban Luis Ramírez Antuna, redactor de guardia, de las 9 a las 20 horas. Los reporteros, todos ellos mayores de cincuenta años. No que como ahora, ya nadie los quiere de tan “avanzada” edad.
No olvidaré que don Manuel Becerra Acosta, como subdirector y encargado de las primeras planas del diario, rechazaba cuartillas a reporteros o redactores cuando asentían que “el anciano de 60 años…”
Para don Manuel, y todos sus compañeros, allí no había ancianos. Eran sabios, genios, pero como diría Arturo Sotomayor, viejos periodistas, no periodistas viejos.
Y el orden del frente para atrás, en la redacción estaban los escritorios, ya dije, de Felipe Moreno Irazábal: seguía Pablito Sánchez, reportero de Relaciones Exteriores; don Luis Ochoa Irigoyen, la fuente aérea; Arnulfo Rodríguez “viborillas”; René Tirado Fuentes, atildado caballero: Adrián Villalta, Progreso Vergara, Pedro Pagés Elías “Bertillón Jr.”, republicanos españoles, asilados como don Manuel Sancho Mares, ex juez de las cortes hispanas. Este asistía a los corresponsales. Tenía experiencia vasta en todo. Pero no la presumía. La aplicaba, sin alarde alguno. Igual que los tres compañeros iberos, también abogados. Como Alfonso Serrano Illescas, que cubría judiciales.
Del otro lado, junto a la puerta y al único teléfono que disponía la redacción -era 1949- se sentaban ante su máquina Remington o torpedo, primero don Eugenio Suárez. Luego don Gustavo Castañares. Alfredo de la Torre y don Armando Camacho, encargado de la página en inglés, ayudado por Elsie Richmond y Jack Star Hunt.
Este, no podré olvidarlo jamás, de una corpulencia, para no decir gordo, que llegaba a los 130 kilos, tenía la sana costumbre de beber en exceso al mediodía. De modo que llegaba a su escritorio temprano, a las 16 horas. Y casi siempre, al intentar sentarse, se equivocaba y caía de nalgas al suelo. Comenzaba entonces a gritarme: “Carlos, Carlos”, en demanda de auxilio.
Me había visto y sabía que yo llegaba temprano para adelantar policía, antes de recorrer, a partir de las 18 horas, las 16 demarcaciones de policía en busca de información.
Y junto con Toño Ortega, también ayudante de la redacción, como también lo fue Manuel Becerra Acosta Ramírez, con mil esfuerzos, lo poníamos en su silla, instantes antes de que llegara su jefe Camacho de mayor resistencia que Jack, al whisky, y pudiera regañarlo.
Luego arribaría Elsie Richmond, dama Bostoniana de respetable edad, también a trabajar. Antes, en inglés, protestaba por el lamentable espectáculo de sus compañeros.
Nadie le hacía, respetuosamente, caso.
Más adelante entrarían otros reporteros. Ángel Viniegra, Luis Cano y Cano, Raúl Beethoven Lomelí. Y atrás de ellos, el inigualable e inolvidable gatito Toquero y Dimarías, Raúl Horta.
Cada quien tiene su historia. Siempre amena, graciosa. Nunca grosera. Demostraban, llegaran como llegaran, su intelecto. Presumían de su gran conocimiento de palabras. Eran, por compararlos, similares al diccionario de sinónimos y antónimos, Larousse.
Obvio era que no teníamos entonces computadoras. Escribían en cuartillas, papel revolución sobrante del que usaban en la impresión del diario y cortado tamaño carta. Máquinas mecánicas. Ni siquiera eléctricas. Y lo hacíamos, me incluyo, a gran velocidad. Como ayudante, me gritaban para anunciar que tenían material: “Hueso”. Y acudía a recogerlo hasta sus escritorios. Trasladarlo rápidamente a la mesa de redacción, en otra habitación del tercer piso, con vista a Reforma.
Allí, hoy ya no existe, por desgracia para el lector, la corrección de estilo. Vaya, donde se aplicaba estrictamente la gramática, la prosodia y la ortografía. Así de simple. Hoy, creo, es diferente. La computadora, dicen, lo hace todo a su leal “saber y entender”. Por ello tantas fallas gramaticales y palabras desconocidas.
Escribían, inclusive, las fallas del gobierno; de la iniciativa privada. Pero no se excedían. Eran justos, reporteros y directores.
Había una máxima: decir la verdad. Insistir, pero no extralimitarse con datos falsos. Mil veces se habló de corrupción. Se admitía. Y había respuestas inmediatas. Por ejemplo, siempre encontraban al responsable. Al culpable. Y, claro, lo sometía el gobierno, si era de esfera oficial, al Jurado Popular, extraído por supuesto del mismo gobierno.
Pero lo curioso de este asunto era que el culpable siempre, siempre, era el cartero, el policía del crucero, el mozo. Nunca, como hoy, el jefe.
No me acuerdo de que algún gallo grande haya ido a la cárcel por denuncia periodística. Para eso el Supremo, como le decían al gobierno, tenía a sus víctimas: los de abajo. Vaya los pobres, los indios, a los que siempre hay que darles la razón, pero nada más.
Eso sí, nunca le han quitado la esperanza. Hoy han pasado ochenta años y, pregunto, ¿ya no hay corrupción?
Gobierno va y gobierno viene. Cambian partidos políticos, pero todo sigue igual, o acaso peor.
En tiempos de la Revolución de 1910 surgió un apotegma obregonista: nadie aguanta un cañonazo de cincuenta mil pesos. Hoy, es más grande la suma, que por supuesto nadie desprecia.
Antes el partido en el poder tenía una frase, aun cuando no oficial, sí válida. “¿Quieres obra, trabajo o comisión? Paga cinco pesos de cada tostón…”
Era a lo que se había acostumbrado todo mexicano, bien o mal nacido: el famoso diez por ciento. Nadie lo quitó. De modo que la cantidad tenía merma, primero diez por ciento. Luego del 20 al beneficiado. Quedaba de cada peso setenta centavos, para el trabajo a realizar. Pero se hacía y bien en provecho del pueblo.
Hoy es al revés, según me platican: noventa para el que vende el trabajo. Y veinte para la obra, pero mal hecha. Ejemplo la Mega biblioteca. Ah, pero eso sí, los salarios crecieron como la espuma. Antes un diputado ganaba 25 mil pesos. Hoy casi diez veces más cada mes.
Por eso, señalan los estudiosos, no los intelectuales, el presupuesto gubernamental no alcanza y menos para el que transa, que no avanza. Todo se va en sueldos, prestaciones canonjías, seguros, coches, secretarias, etcétera, etcétera. Digo que los intelectuales no se quejan, porque estarían escupiendo al cielo.
Viene a cuenta, muy adecuada esta estrofa del bardo López Velarde que dice así: “México, creo en ti, porque tienes en tu nombre –México- un algo de cruz y de calvario”.
Es lo que hemos padecido: cruz y calvario.
Siempre, desde la conquista, los mexicanos y quienes sin serlo viven aquí. Nunca nos hemos puesto de acuerdo. Ni los gobernantes, ni los políticos. Mucho menos los periodistas. Cada quien, a su mejor parecer, tira para el monte. Y muchos, al pío. O como dicen, cada quien para su santo.
¿México? Bien, gracias. Se diría cínicamente.
Pero ya lo platiqué antes. Di datos.
Y enseguida el 8.