Silvia Pinal, el adiós a una leyenda del teatro y el cine mexicano
—Fausto ¿te está molestando este tipo? —En el quicio de la puerta de una casa de estilo californiano, de la colonia Florida de la Ciudad de México, escucho la frase a mis espaldas. Mientras converso esa noche de agosto de 1987 con el exdirector general del Instituto Mexicano del Café (Inmecafé), Fausto Cantú Peña, trato de identificar la voz pastosa, alcoholizada. No lo consigo. Vuelvo a escucharla:
—Fausto ¿qué tanto te pregunta este cabrón? —no reconozco la voz, aunque ahora sí, al voltear, identifico su rostro. No se trata de una expresión lingüística que por lo áspero de su contenido, en el fondo intente ser una broma. El hombre lo dice en serio.
—Es un amigo, periodista del Unomásuno. Nos acabamos de presentar y estamos conversando —le responde conciliador, al extrovertido exdiplomático y espléndido periodista León Roberto García, quien con el vaso de whisky en la mano izquierda, trastabillante, se acomoda el cabello y con la mano derecha, ahora me toma bruscamente por el codo.
—Porque si te está molestando, lo corro mañana mismo del periódico. Soy accionista y muy amigo del director Manuel Becerra Acosta; de que lo corre, lo corre —manifiesta fanfarrón, envalentonado, elevando la voz.
León Roberto, sin soltarme del brazo, me desafía nuevamente. Lo encaro y con brusquedad lo aparto. Vuelve a trastabillar. Deseo darle un puñetazo, pero por el momento, sólo por el momento, tiene suerte. A su rescate, acude el abogado chiapaneco Gerardo Pensamiento, organizador del evento. Interponiéndose, me dice al oído, en tono bajo, para evitar una escena desagradable:
—No te enojes, no le hagas caso. León Roberto ya se pone muy mal con sólo oler un trago; es mala copa.
—No es mala copa. Es pésima copa. Lo salvaste —le digo en voz alta a Pensamiento. Fausto entonces me encamina del brazo hasta la sala, donde hay unas sillas vacías.
—Agradécele a Gerardo que no te rompa la madre –le advierto a León Roberto al pasar; él sólo me sonríe, irónico, y burlón se escabulle hacia la mesa principal.
—Atrás queda la imagen de gran periodista, elegantemente vestido, bon vivant y casi modelo de figurines, que yo hubiese deseado imitar desde que lo conocí en las oficinas de la revista Interviú en 1979, pocos meses después de haber renunciado como embajador de México en Brasil.
León Roberto, nacido el 1 de marzo de 1940, tenía entonces 33 años. Fallecerá en Tepoztlán, Morelos, en abril de 1990, víctima de cáncer en el páncreas. Le sobrevivirían su ya exesposa Martha Garagarza, su hijo Rodrigo García y varios de sus medios hermanos, entre ellos los también periodistas Luis Alberto García y León García Soler, mayor que él, célebre por su columna “A mitad del foro” que por más de 20 años publicó en Excélsior, aunque también laboró en Novedades, El Universal y La Jornada.
—León Roberto “morirá de periodismo”, diría luego, en plan generoso, eufemista, su colega Marco Aurelio Carballo. Así titularía él una de sus últimas obras.
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Fausto Cantú Peña, quien minutos antes se hallaba en la puerta, listo para marcharse, me conmina a beber otro trago. Quiere que yo olvide el desafortunado incidente y platiquemos un rato más. Le digo que su experiencia como funcionario y gran conocedor de la problemática del café me interesa. Le propongo entonces una entrevista que podría publicarse en cuatro o cinco partes, si él accede y así lo autoriza Becerra Acosta, mi director. No lo tuteo entonces.
—Sí, creo que sería interesante platicar con un joven periodista —dice, mientras extrae una de sus tarjetas personales y me la entrega—, pero recuerda que yo he sido víctima de la prensa y de sus periodistas poco profesionales; mi principal condición sería que no se modificaran mis respuestas y se publicaran tal cual.
—De acuerdo —le respondo—. Me parece justo. Pero si se decide, mi condición entonces sería que usted también se comprometiera a responder de manera veraz y sin vueltas, a todas mis preguntas, sin omitir ni una sola.
—Suena muy bien. Podríamos hacer una especie de pacto de honor. Llámeme y platicamos —me dijo Fausto antes de despedirse de algunos de los asistentes.
Recuerdo muy bien esa reunión, porque finalmente uno de los abogados presentes, molesto por el impropio comportamiento de León Roberto García con su esposa, de un certero golpe en la quijada, lo hizo caer de espaldas sobre un sillón, totalmente nocaut. Y también, porque sin proponérmelo, conocí a quien poco después sería el personaje central de mi libro “Café para todos” —que Editorial Grijalbo publicaría en 1989 y en sus dos ediciones vendió más de 20 mil ejemplares—, y reseña la trayectoria de Fausto Cantú Peña, con quien al paso de los años, me unirían permanentes lazos profesionales y familiares.
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Jueves, 25 de febrero. A través de Facebook, leo el mensaje de Rosa Elena Cantú Cantú, la hija menor de Fausto —los otros dos son Fausto y David—, en la que pide sumarse a las oraciones por su pronto restablecimiento y el de su madre, Fela, internados ambos en un hospital, por haber contraído coronavirus. De inmediato me comunico al teléfono de su casa y ella me explica los pormenores del hecho.
En torno a su padre, ella, al igual que los médicos y el resto de su familia, mantiene relativo optimismo. Le suplico que me mantenga informado de la evolución de su estado de salud, al igual que el de su madre, que todavía hasta este momento, continúa en el hospital, agobiada por los efectos del Covid, pero devastada por la extrema gravedad de quien ha sido su pareja por casi medio siglo.
En septiembre del año pasado, Fausto —con graves deficiencias visuales a causa de la diabetes, que también le había producido severos daños en los riñones y era sometido ya a periódicas diálisis—, había sido hospitalizado por un inesperado problema coronario. Afortunadamente había superado la crisis, y al teléfono —en varias ocasiones—, le volví a escuchar activo, inteligente, pragmático y como siempre, brillante.
Le pido entonces a Rosa Elena que me mantenga al tanto de lo que pueda ocurrir.
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Viernes, 26 de febrero. “Querido Alberto. Mi papá falleció hoy por la madrugada” —fue el dolorido y lacónico mensaje de Rosa Elena, que recibí a través de WhatsApp, horas después.
Sentí de nuevo un profundo dolor, muy similar al de los inesperados y secuenciales fallecimientos, estos últimos meses —debidos principalmente a la despiadada pandemia—, por las cercanísimas muertes de mi cuñado, el doctor Fernando López Dávila, mi gran amigo, el actor Xavier Loyá, el ingeniero Fernando Nava Musa, veterano del Escuadrón 201 y recientemente mi cuñado Carlos Montes Lima y su madre Aurora, con apenas veinte días de diferencia entre uno y otra. En su oportunidad, ya habrá tiempo de verter mis recuerdos sobre todos y cada uno de ellos.
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Fausto —como coloquialmente se le conocía—, había nacido en Matamoros, Tamaulipas. Su padre fue Víctor Cantú —de origen neoleonés— y Consuelo Peña, veracruzana. Con María Felicitas Cantú Garza “Fela”, su esposa, procrearon tres hijos: Fausto, David y Rosa Elena. Ellos le dieron a la pareja 7 nietos.
Pese a su estado de salud, y cercano a cumplir 80 años, el 12 de mayo próximo, Cantú Peña estaba empecinado en seguir aportando su experiencia político-administrativa, para hacer que los campesinos mexicanos tuvieran reales espectativas de obtener mejores condiciones por sus productos.
Con su visión directa de experimentado analista político y económico de la realidad nacional, más de alguna vez me comentó que “de todas las crisis, la más severa es la de valores. Cuando los fines se pervierten tampoco los medios se justifican en el juego supremo del poder, entendido como el medio idóneo para conseguir el bien común en los términos del fin esencialmente ético de la política” —me dijo.
Durante esas largas charlas telefónicas que solíamos mantener para analizar la vida política del país, me decía que en la transición democrática en la que vivimos parecía que prácticamente nada había cambiado “debido a que los dirigentes no habían resultado los más eficientes, ni eficaces intérpretes del sentir profundo de la sociedad, ni los más aptos conductores del desarrollo nacional” y que para comprobarlo ahí estaban las cifras del crecimiento de la pobreza extrema, la inseguridad pública, los precarios niveles de salud, nutrición, discapacitación, analfabetismo funcional, desempleo real de los recursos humanos y materiales, su desperdicio, el deterioro del medio ambiente, la proliferación de subculturas, “todo lo cual, traducido en cifras que pocos entienden a cabalidad —que adminiculadas y en su verdadero contexto—, presentan un panorama peligrosamente crítico”.
Nuestra relación se fortaleció desde el momento mismo en que acordamos —a sugerencia del director de Unomásuno—, hacer un libro en el cual me relatara los pormenores de su caso. El libro fue resultado de una larga serie de entrevistas y de la exhaustiva consulta de documentos sobre su desempeño como funcionario y del juicio que le fue practicado luego de la salida del presidente Luis Echeverría, y la llegada de José López Portillo, quien dio la orden presidencial para que cayera sobre Cantú Peña toda la fuerza del Estado.
Fueron más de dos años de entrevistas y revisión de documentos referentes a su proceso, que me permitieron seguir paso a paso la carrera política de ese hombre, que en tiempos del presidente Luis Echeverría, llegó a ser pieza clave en la reordenación del mercado Internacional del café y logró una mejora sustancial en el ingreso de los productores mexicanos.
En 1989 —cuando muy pocos periodistas escribían o publicaban libros sobre los usos y costumbres del sistema político mexicano—, “Café para todos”, permitió en su momento abrir un poco los entretelones del manejo del poder, en las altas esferas, que sólo pueden llegar a conocer la opinión pública mediante el ejercicio profesional del periodismo.
Eso permitió exponer cómo es por dentro este monstruo de los mil brazos y una sola cabeza, al que todavía, pese al cambio de siglas y colores, rodean muchos secretos.
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Fausto, entonces director del Inmecafé —entidad desaparecida del organigrama gubernamental desde 1993—, fue detenido el 25 de abril de 1978 en el aeropuerto de la Ciudad de México y 2 días después fue relevado de su cargo y consignado por los delitos de falsificación de documentos, uso de documentos falsos, evasión fiscal y peculado.
Tres años más tarde, en 1981 fue sentenciado a 10 años y 3 meses de cárcel por supuesto contrabando calificado y a 2 meses más por peculado.
Luego, ese mismo año, después de cumplir casi 4 años en prisión, fue puesto en libertad, en virtud de haber cumplido con los requisitos de la ley de normas mínimas y por no habérsele encontrado daño causado ni que reparar. Un hecho inexplicable: lo encarcelaron sin comprobarle primero los delitos y por los que ninguno de los coacusados —Manuel Alverdi Carmona, Mario Quiroga y los exportadores privados Antonio Piñeiro, Domingo Muguira, Daniel Morales, Hilario Hernández, entre otros—, fueron inculpados y mucho menos sentenciados.
Fausto fue puesto en prelibertad gracias a que trabajó desde su primer día de encierro y a su impecable conducta.
En 1988, ya transcurrido el tiempo dictado por la sentencia, Fausto Cantú Peña solicitó a la Suprema Corte de Justicia un “Reconocimiento de Inocencia” para que le fueran reintegrados la totalidad de sus derechos políticos, laborales, patrimoniales y sociales.
Fausto Cantú Peña consideraba que tuvo la mala suerte de ser condenado al sacrificio sexenal. Su papel al frente del Inmecafé —más allá de la vendetta política que lo llevó a la cárcel, de la mano de López Portillo, por intermediación del entonces fiscal Javier Coello Trejo—, fue ejemplar.
El manejo del café en México que en tiempos en que él dirigió el instituto, producía más divisas extranjeras que el petróleo o el turismo, sigue siendo un tema candente en el país. En efecto, bajo su dirección, la cafeticultura mexicana se ubicó como el principal producto de exportación generador de divisas, después del petróleo y tan sólo —para constreñirlo a las cifras—, en 1977, casi un año antes de que la carrera política de Cantú Peña fuera abruptamente detenida, las exportaciones del café mexicano produjeron ingresos netos superiores a 650 millones de dólares.
Este logro se pudo concretar a través de políticas coherentes implementadas por el entonces joven funcionario, quien se anticipó a la globalización —hoy un tema tan de moda entre el vocabulario de los mexicanos—, que le permitió a nuestro país asumir un liderazgo firme en la Organización Internacional del Café (OIC), con sede en Londres, Inglaterra, que fue presidida por Cantú Peña.
Sin embargo, luego de ese auge conseguido durante su administración, y al paso de los sexenios que le siguieron, el café no ha logrado despuntar.
México se ha rezagado en todos sus aspectos, a pesar de que de su producción dependen miles de campesinos y que su correcta manufactura podría ayudar mucho a equilibrar el balance de las exportaciones del café, gran generador de divisas a nivel internacional para nuestro país y como medio de subsistencia para poco más de 282 mil productores agrupados en 16 organizaciones y distribuidos en 12 estados de la República Mexicana.
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Destacado economista, egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), coautor técnico y promotor del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), miembro activo de número de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, A.C. y Coordinador Nacional de Constitución y República, en una de las últimas conversaciones telefónicas que mantuvimos en estos tiempos de pandemia, Fausto se dolía de la falta de atención del gobierno hacia los productos agrícolas del país.
Con tristeza me comentó que sobre el particular le había hecho llegar varias propuestas a su antiguo amigo Ignacio Ovalle Fernández, director general de Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex), sin obtener ninguna respuesta. Pero él no se arredraba. Tenía esperanza en que el estado de cosas cambiaría, obligados por la realidad.
Y sabía de qué hablaba. Los hechos lo avalaban. Dentro de sus destacadas acciones como presidente del Consejo de la Organización Internacional del Café en Londres (la OIC), logró negociar el 3er convenio internacional del café entre 75 naciones productoras y las principales consumidoras, para inscribirse en la ONU, después de ser ratificada en los Congresos Legislativos de cada uno de los países.
Pero con la aprehensión de Cantú Peña se echó por tierra no sólo su vertiginosa y ascendente carrera política, sino que, de paso —denostándolo primero ante la opinión pública, a través de una cruenta guerra de papel en los medios informativos, primero y luego recluyéndolo en la cárcel—, se rompió con toda una política, un esquema de trabajo que sin duda trajo resultados muy positivos a los productores de café, considerables divisas al país y a él, muchas satisfacciones personales.
En su caída se involucraron toda una serie de situaciones, provocadas por su propia actividad personal, su autopromoción, su indisciplina y su desapego a los dictados por el propio sistema que lo impulsó, lo encumbró y luego lo dejó caer abruptamente, en medio de un escándalo monumental en el que los medios informativos jugaron un papel preponderante y decisivo.
Sin duda, estos fueron, en gran medida, los vehículos para que la opinión pública lo juzgara y le condenara —mucho antes de que el viciado aparato de justicia mexicano lo hiciera—, como único responsable de una denuncia de contrabando a la exportación que él mismo presentó ante las instancias correspondientes, cargo al que se le sumaron defraudación fiscal, peculado contra la economía pública y falsificación de documentos. Al cabo del tiempo, se le sentenció por sólo dos de estos: contrabando y peculado.
En su momento, con la detención de Cantú Peña, el gobierno de José López Portillo, prosiguió una larga cadena de aprehensiones —que inicialmente le dieron una falsa imagen de honradez y probidad—, en la que figuraron personajes de relevancia en los medios políticos, tales como Félix Barra García, exsecretario de la Reforma Agraria, Alfredo Ríos Camarena, director del fideicomiso Bahía de Banderas, Eugenio Méndez Docurro, extitular de Comunicaciones y Transportes y el gobernador de Coahuila Oscar Flores Tapia —por citar a sólo unos cuantos connotados echeverriístas—, aunque en el mismo gobierno de Echeverría, éste había inmolado el gobernador de Sonora, Carlos Armando Biebrich, el 25 de abril de 1975.
Hasta el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz, los casos se habían restringido al encarcelamiento de importantes dirigentes del movimiento del 68 y otros líderes sindicales, como también sucedió en el sexenio de Adolfo López Mateos, con la reclusión del pintor David Alfaro Siqueiros y destacados militantes del movimiento ferrocarrilero y de los médicos de todo el país.
Posteriormente, durante el gobierno de Miguel de la Madrid, uno de los connotados lopezportillistas y precandidato a la presidencia, Jorge Díaz Serrano, fue desaforado de su cargo como senador el 29 de julio de 1983 —estuvo preso hasta 1988—, al igual que el ex director de la policía capitalina, Arturo “El Negro” Durazo.
Luego, en el período de gobierno de Carlos Salinas de Gortari, una de sus primeras víctimas lo constituyó el líder petrolero Joaquín Hernández Galicia “La Quina”, a quien el sistema utilizó para demostrar ante la opinión pública el poder del aparato de gobierno, promoviendo su linchamiento a través de la prensa; se montó un teatro propagandístico, como luego se hizo en su momento, con la aprehensión de la profesora Elba Esther Gordillo, y hoy la exjefa de gobierno Rosario Robles y el exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, por sólo citar los más relevantes.
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El 22 de mayo de 2018, con motivo de la incorporación del libro “Café para Todos” a la biblioteca de la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, Estados Unidos —una de las cinco universidades más prestigiosas del mundo, y en muchas ocasiones ha estado situada en el primer lugar del rankin universitario de ese país—, fuimos invitados por los periodistas Yazmín Alessandrini y Carlos Bolavsky al programa “El Ombligo de la Luna”.
Princeton fue fundada en 1756, hace casi 265 años, y su comité respectivo selecciona muy rigurosamente los textos destinados a sus estudiantes e investigadores. A Fausto, quien había sido becario Eisenhower, le dio mucho gusto participar en el programa. Con anterioridad le había hecho de su conocimiento que el libro se hallaba también en las bibliotecas de la Universidad de Texas, en Austin; Universidad de Tulane en la Howard-Tilton Memorial Library; Universidad de Arizona Libraries, en Tucson y la Universidad de New Mexico-Main, en su Campus de Albuquerque, además de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), El Colegio de México, y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), entre muchos otros centros de estudio mexicanos, de alto nivel.
Ponderaba que si algo quedaba en claro —primordialmente respecto a su caso—, es la necesidad de ejercer métodos profesionales de investigación periodística en torno a los principales acontecimientos y establecer, por así decirlo, códigos de ética —y aquí tiene que ver la deontología—, para ejercer un periodismo serio y responsable, que trascienda el amarillismo al que desgraciadamente se ha habituado a la opinión pública mexicana y que, también, desafortunadamente nos impide analizar el fondo de los acontecimientos.
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Poco antes de la pandemia, nos vimos personalmente un mediodía, en compañía del laureado fotógrafo Antonio Caballero, en su casa de Chilaque, ubicada en la zona de Churubusco, muy próxima al Parque Xicoténcatl en la Ciudad de México. Siempre de lentes, esta vez más gruesos que lo habitual, vestía un traje sport, y boina inglesa. Un discreto bastón se hallaba a su lado.
—He perdido mucho la vista, casi un 70 por ciento y ahora sólo percibo sombras luminosas; no puedo leer, lo intento, pero necesito el apoyo de alguien que me lea, o de un asistente para salir a la calle. Es de la chingada, pero así es la vida, Carbot. De viejo me tocaron puros limones, así que ahora tengo que hacer limonadas ¿eh?
Al paso de los minutos, tuvimos oportunidad de saludar a su esposa Fela y nos despedimos cordialmente. Luego vino el período de reclusión voluntaria. Sin embargo, desde hacía unos 3 o 4 meses —y me lo pidió de nuevo hace unos cuantos días—, Fausto realizó múltiples intentos por localizar a Javier López Moreno, exgobernador de Chiapas y su amigo cercano en los tiempos echeverristas.
No obstante, a pesar de todos nuestros esfuerzos y la solicitud a varios amigos y conocidos, localizarlo fue una tarea sin éxito. Recuerdo que él me habló de un texto que López Moreno le había escrito y del cual guardo una copia, que en su momento, por razones que ya no recuerdo, no fue considerado para ser incluido en el libro, pero que por su gran sentido lo transcribo hoy:
“Ciudad de México, diciembre 11 de 1979.
Querido amigo Fausto:
Te escribo porque este día me he acordado mucho de ti, de tus palabras, de tus reflexiones. He traído a mi mente el pozo inmenso de tus incertidumbres, esa daga de oscuridad que a veces te traspasa rudamente, esa bola de humo que se encierra en tu celda, ese dolor callado al que resistes con estoicismo.
Mi coche fue al servicio. Anduve en camiones y peseros y metro todo el día. Hacía frío pero sudé, y mientras me reclinaba en el último autobús del día, en la fila de atrás, sobre un asiento desvencijado, atajé un intento de mal humor con tu recuerdo. Tú, noble y leal amigo, tras las rejas; y yo, que no he podido transitar tus entregas al servicio público, en la calle, respirando los sudores magníficos de la libertad.
¡Qué cosas de la vida, camarada fraterno!
Qué cosas pasan, me he venido diciendo, pero a medida que lo pienso me confirmo en la certidumbre de que no falta mucho para que recuperes estos aires sin las celdas que otros llevamos a cuestas, sin las cadenas internas que aherrojan el alma. Has ganado en seguridad, no obstante que a veces te mortifiques y no puedas menos que darle cauce a tus desasosiegos.
Todo va a arreglarse mi recordado amigo, ya lo verás, todo va a arreglarse: sólo la muerte no tiene remedio, y tú vives, tú te elevas, tú ganas luz y claridad, tú no te has extraviado. Que nadie anuncie el naufragio de Fausto.
Es de madrugada. Corrijo papeles, leo, escribo, pienso; trato de retener el tiempo, de destazar mi vigilia para entregarla, qué remedio, en pedazos al sueño. He venido de un acto político; mientras los oradores se encendían, unos niños lloraban de frío en las afueras del «recinto». Hay muchos, muchísimos niños, y jóvenes, y adultos y viejos en las afueras del recinto de México.
Y yo, en este rato que detengo y sostengo con los ojos abiertos, me sigo diciendo que aún percibo el murmullo de estos tiempos; que he de prepararme y fortalecerme, y que aunque llegue al último llegaré hasta el final.
Gracias por todo lo que has hecho por mí, gracias también por la enseñanza que me extiendes desde la cárcel: vives, y esto me fortalece. Recobrarás la libertad, y eso me habrá de reconciliar conmigo mismo.
Para ti, para tu formidable esposa y para tus hijos, todo mi afecto, y otra vez, Fausto, muchas gracias por todo.
Javier López Moreno”
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Durante los panegíricos, cuando alguien muere —y para no ser tachados de políticamente incorrectos o desconsiderados—, inequívocamente, siempre dicen de los difuntos que estos fueron buenos hombres; se exageran virtudes y olvidan defectos. Generalmente se les elogia o encomia aunque en el fondo —en el estricto sentido de la palabra—, realmente no lo merezcan. No este el caso de Fausto.
Sin temor a equivocarme, puedo decir que más allá de las debilidades propias de nuestra naturaleza humana, de las que nadie escapa, es abrumadoramente cierto que Fausto fue un buen hombre y un gran mexicano. Descanse en paz.