Abanico
Frente a Chapultepec
Narrar todo esto, aunque se trate de testimonios personales, permite rescatar para la microhistoria la forma de vida de una clase social en la Ciudad de México en cierta etapa del siglo XX.
Y en nombre de la calle como pretexto, José Antonio Aspiros Villagómez, la dedica en tres líneas a una de sus hijas:
“Para mi hija Mayra Susana,
cerca de cumplir una
década más de vida (13-III)”
La calle se llamó Juan de la Barrera y, después, General Torroella.
A su alrededor, a pocas cuadras, estaban o siguen la embajada de Rusia, la ya desaparecida editorial de la Guía Roji (hacían planos de diversas ciudades), el Edificio Ermita de la Fundación Mier, la Alameda de Tacubaya, el Bosque de Chapultepec.
La ex residencia presidencial de Los Pinos, el Molino del Rey, el Auditorio Nacional, el Panteón de Dolores, una estación del ferrocarril a Cuernavaca, las antiguas sedes del Observatorio Nacional y el Arzobispado, el multicentenario Molino de Santo Domingo hoy convertido en conjunto residencial, el museo Casa de la Bola, el Parque Lira y la ya inexistente Casa Hogar para Varones, donde al parecer se ubica la alcaldía Miguel Hidalgo.
No existe ya el mercado y los portales de Cartagena, hoy estación Tacubaya del Metro, cerca en otros tiempos del Instituto ‘Luis Vives’ y la Academia Militarizada México. Donde estudio dos años, con uniforme, Carlos Ravelo.
Torroella también es contigua al proletario barrio de El Chorrito y a la colonia San Miguel Chapultepec, tan llena de historia y casas añejas y famosas, con su parroquia de San Miguel y su bella música de órgano que escuchamos desde que el abuelo nos llevaba en brazos (todo un personaje aquel cura Moisés E. Ugalde), los Baños Edén con alberca y la escuela ETIC para secretarias, y -con su distinguida directora María Elena Escarza y el memorable maestro Ochoa en los años 50- la ‘República de Costa Rica’, una primaria destacada por su arquitectura y su auditorio descubierto donde cantaban y actuaban para las mamás los miembros de la ANDA; se ubicaba frente a donde estuvieron el llamado “árbol bendito” y la casa en que encontraron un tesoro unas hermanas apodadas “las de los pantalones” porque esa prenda vestían cuando no era lo usual en las mujeres.
Tuvo que llegar a la regencia (jefatura) del Distrito Federal el político sonorense Ernesto P. Uruchurtu (quien estuvo en el cargo durante los gobiernos de Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y parte del de Gustavo Díaz Ordaz), para que Torroella y otras calles de la colonia Ampliación Daniel Garza, en Tacubaya, tuvieran un drenaje adecuado y fueran pavimentadas.
En la esquina de Torroella y una barranca que luego fue tapada y se convirtió en la calle Rincón Gallardo, y donde había inundaciones en épocas de lluvias, construyó su casa entre 1926 y 1928 el matrimonio formado por José Antonio Villagómez y María González. Ella enfermera titulada y, él, militar revolucionario y luego empleado del gobierno local, que aún después de su retiro del Ejército conservaba en ese domicilio su caballo.
El agua potable llegaba del Desierto de los Leones y la elevada contribución era de seis pesos al bimestre. Dentro de la casa -de adobe, tabique, pisos de duela y altos techos de bóveda- existían pinos, prados con árboles frutales, flores, macetas y abundante fauna: aves, insectos, roedores…
Y a partir de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial vivieron ahí muchos niños, nietos de aquel matrimonio que tuvo tres hijos.
El ya anciano jefe de la casa fue tutor de uno de los nietos (el tecleador) y lo trató como un hijo más, encargo que dejó a su esposa al fallecer en 1952. Había nacido en 1879.
Había en aquellas habitaciones un comedor con sillas de bejuco y mesa con extensiones, un gigantesco radio RCA Víctor, horno eléctrico, refrigerador que funcionaba con bloques de hielo, fonógrafo, camas de latón, enormes roperos (en uno llegamos a ver una bandera mexicana con manchas de sangre).
Cajas con sombreros de mujer, un baúl con periódicos antiguos que incluían pliegos con capítulos de novelas que por supuesto leímos (Verne, Salgari, Dumas…), una colección empastada de la revista Jueves de Excélsior de los años 20 (que aún conservamos), cuadros con diversas Vírgenes en las paredes (destacaba por su tamaño la de Guadalupe), cuartos aparte para “los porteros” y un patio con prados donde cada fin de año se sacaba una mesa para poner el Nacimiento y sobraba buen espacio para la procesión y las piñatas. Y para jugar, pero luego cansaba barrerlo.
Por las noches y dada abundante su vegetación y falta de focos exteriores permanentes (sólo los ponían en tiempos de posadas), aquel patio era de una oscuridad imponente, pero desde un tramo claro sin plantas el abuelo nos enseñó a conocer las estrellas con sus constelaciones y llegamos a ver lluvias estelares.
Ahora Torroella es una calle arbolada de un solo sentido y, en los dos predios contiguos a la casa que comentamos y que seguramente todavía existe (fuimos a verla por fuera en 2016), actualmente se encuentra un salón de fiestas de aspecto popular que, por razones extrañas, incluyó hace años la revista Relatos e historias en México en un plano de Tacubaya que muestra los lugares importantes del rumbo.
Es tiempo de decir que en General Torroella 51 nacieron este tecleador y su madre María Teresa; ella en 1926 (habría cumplido 95 años este 27 de febrero), y él hace ya casi 77 años (9 de marzo). Piscis ambos. Fue una muy joven madre soltera hasta que se casó en 1949 y su viudo tiene ahora 102 años; ella partió en 2013.
A los cinco años sufrimos diversas enfermedades (varicela, sarampión, tos ferina, hepatitis) de las cuales sólo recordamos que llegaba una burra a la puerta del domicilio, la ordeñaban en un vaso y nos daban a tomar esa leche.
El barrio era entre proletario y pueblerino. A dos puertas de la casa había una vecindad. Enfrente, unos talleres. A la vuelta estaba el cine Unión, “de piojito”, frente a la casa del señor Luna, fabricante de columpios y resbaladillas; su hija Yolanda fue compañera en la primaria. El mercado se ponía en la calle, aunque existía uno edificado en El Chorrito. El único teléfono del rumbo estaba en ‘El Fénix’, la tienda del señor Ríos quien recibía llamadas para los vecinos y a los niños nos daba dulces como pago por avisar a los interesados, que pagaban 20 centavos por el servicio.
Diario pasaban vendedores (“pajareros”) de aves con las jaulas apiladas en la espalda, de chichicuilotes, guajolotes, gelatinas y camotes; iban el azucarero (que cantaba con el nombre del niño y le entregaba dulces; mamá pagaba), el abonero (ofrecía ropa para mujer) y los perfumeros con cremas y perfumes a granel o de marcas baratas; llegaban ruidosas ferias que cobraban por dedicar canciones de Pedro Infante a la novia, el organillero, y un viejo oso que medio bailaba al son de un pandero. Y en los tiempos electorales, el PRI colocaba en la calle un ring donde lo mismo había luchadores, boxeadores y cantantes, que los discursos de los candidatos.
Abundaban los comercios, tres panificadoras, una de ellas de “pan rol” de sal y otra que hacía pan de muerto con forma de muñecos con azúcar blanca y roja por mitades, y también había pulquerías con su consecuente mal espectáculo. La tienda más moderna se llamaba 1-2-3, y la más buscada los domingos era la de la señora Angelina, poblana que vendía esos días deliciosas enchiladas de mole a 20 centavos cada una. Famoso era el edificio Esperanza, frente a la casa del doctor Evaristo Villavicencio en la vecina calle José Morán, y también el hogar -donde llegamos a hacer fiestas- de los boxeadores Agustín y Daniel Zaragoza. Cerca vivía también Sonia Infante, hija de Ángel y sobrina de Pedro, actores todos ellos.
En la casa de Torroella vivieron el tecleador con su madre y sus hermanos Manuel, Alfonso y Alejandro (hoy los cuatro en San Juan del Río, Querétaro), lo mismo que los tíos Rafael y José Antonio con sus esposas e hijos, dos de los cuales tristemente fueron víctimas del covid-19 hace unas semanas.
Esos tres hermanos nacieron en el Centro Materno Infantil ‘Maximino Ávila Camacho’, hoy Museo del Papalote. Otros dos hermanos nuestros a quienes no conocimos -Fausto y Regino- no vivieron en Torroella. El primero nació muerto y el segundo falleció al poco tiempo de nacido en un domicilio diferente. La abuelita María vendió la casa de Torroella en 1970 y falleció en 1973.
Y reitera, complacido que narrar todo esto, aunque se trate de testimonios personales, permite rescatar para la microhistoria la forma de vida de una clase social en la Ciudad de México en cierta etapa del siglo XX.