Abanico
A pesar de todas las diferencias intrínsecas a la naturaleza humana, es claro que las organizaciones contemporáneas tienen la obligación de velar por garantizar idénticas oportunidades para quienes participan en ellas con idénticas responsabilidades. Esto es, que la igualdad más que una concesión de las leyes o las normas es un conjunto de actitudes y condiciones relacionales que permiten una verdadera participación horizontal hacia la justicia desde la plena dignidad y libertad de cada ser humano.
En estos días crecerá el debate en México sobre cuáles deben ser los alcances de las reformas a las leyes constitucionales propuestas en la Cámara de Diputados en materia de igualdad sustantiva y que, se anticipa, ocasionarán tensiones por la ambigüedad e incomprensión de los efectos reales de sus contenidos.
Por una parte, parece obvia la búsqueda de equidad e igualdad entre hombres y mujeres, principalmente en lo que respecta a su contribución en las esferas de participación social: en la política, la economía, la cultura y la educación; sin embargo, los márgenes de claridad se difuminan cuando los efectos de algunas de las iniciativas propuestas ponen en riesgo la misma dignidad humana y los derechos fundamentales.
Nuevamente, el riesgo no es por la búsqueda de equidad social que ha sido una de las aspiraciones más nobles de la humanidad en medio de los desastrosos siglos XX y XXI, sino por la instauración de un principio ideológico que, paradójicamente, censura la libertad humana al constreñir su naturaleza a los límites de sus obsesiones utilitarias, pragmáticas y desechables. Como reflexionó el filósofo Pascal Mercier: la dignidad se pierde cuando se pierde la autonomía como criterio.
Sobre este pensamiento, me viene a la mente la fábula del rey que guardaba en su poder un anillo de ópalo con cien reflejos y cuya piedra tenía el poder de hacer a su portador bienquisto de todos, es decir, de gozar la estima y admiración de cuantos le rodearan. Antes de morir, el rey se preocupó en quién de sus tres hijos debería dejar tal joya pues los amaba a los tres y los tres amaban a su padre igualmente. El rey decidió mandar hacer dos anillos idénticos al primero, absolutamente idénticos, y mandó a llamar por separado a sus hijos para darles a cada uno un anillo. Al faltar el padre, los hijos notaron que cada uno tenía un anillo pero que sólo uno era el que verdaderamente podía otorgar el poder de agradar y recibir respeto de sus semejantes, así que llevaron su caso a un sabio para que resolviera la cuestión. El sabio no lo dudó mucho, les dijo a los príncipes que ellos podían elegir creer dos cosas: que su padre los odiaba por no decir cuál de los anillos gozaba de esa cualidad mágica o que el amor de su padre hacia ellos era tal que quería que cada uno de sus hijos gozara del amor, admiración y respeto de sus prójimos. Como fuere -dijo el sabio-, cuando pasen cien años, serán los hijos de sus hijos los que deberán juzgar quién de ustedes ha sido el más amado.
La fábula deja en claro que si bien se requieren mínimos formales de igualdad (el rey mandó hacer anillos idénticos para todos sus hijos), son las actitudes y condiciones relacionales las que verdaderamente pueden hacer crecer la equidad, la justicia, la paz y el bien común. La aspiración de cada uno para ser tratado con respeto y consideración pasa indefectiblemente por la justicia, la igualdad y el amor que ofrezca a sus prójimos, porque aquellos también merecen y esperan ser tratados con altísima deferencia.
Esta complejidad no se garantiza con leyes abstractas, menos de aquellas que no perciben la dignidad del otro, de los seres humanos descartables por no ser descubiertos ni valorados en su inmensa dignidad. No importa cuánto se disfracen tras palabras nobles, las leyes sustentadas en principios ideológicos pero que no responden a la realidad humana o social terminan siempre por destruir o de-construir todo lo que consideran diferente.
Por ello es necesario que, en la siempre deseable búsqueda de igualdad y equidad social, no se pierda de vista que la política y la construcción de leyes son un servicio; uno que jamás debe ser ideológico porque no sirve a las ideas sino a las personas, a todas las personas.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe