Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Felipe de J. Monroy
Es claro que el octavo año del pontificado de Francisco estuvo marcado plenamente por la pandemia de COVID-19; desde los primeros momentos de la incertidumbre global que rompieron toda agenda de trabajo hasta la lenta adaptación a una nueva realidad en la que se ha puesto a prueba la solidez de los planteamientos del Papa.
Pero vamos por partes. Cuando Bergoglio llegó al solio pontificio existía un mundo fuertemente dividido, aunque sólidamente asentado. Dividido entre los que buscaban lentas y progresivas mejoras en el desarrollo social sin abandonar ni un ápice de su posición privilegiada, de su consumo, su comodidad y sus aparentes derechos ‘de clase’, y los que anhelaban cambios radicales e impostergables en un sistema que a todas luces oprime al ser humano y a la sociedad mientras destruye el planeta y el bien común. El mundo contemporáneo, aunque muchos no deseaban verlo, se había descristianizado y los valores de la vida, el derecho natural y la dignidad humana estaban relegados muy detrás de los valores de la economía y del sistema financiero.
En ese mundo, Francisco -el primer Papa latinoamericano- llevó hasta la cúspide de la reflexión teológica, pastoral, social y cultural global algunas denuncias de los últimos y descartados en figuras que todos comprendimos: revolución, reforma y reconstrucción. A lo largo de sus homilías, cartas, discursos, exhortaciones y, sobre todo, sus gestos, Francisco reinscribió en ese mundo tensionado los conceptos de ‘revolución de la ternura’, ‘reforma de las estructuras’ y ‘reconstrucción del tejido social’.
Para la reconstrucción, Francisco apostó por dar ejemplo por medio del diálogo, la tolerancia y la inclusión especialmente con la convivencia interreligiosa; la reforma la inició en casa con la Curia Romana cuya dura resistencia todos conocemos; y, finalmente, para la revolución de la ternura, el Papa ha dejado un buen bagaje de magisterio pontificio que le sobrevivirá para recordar al mundo cristiano principios que suele olvidar cuando toma ventaja: Ser una Iglesia pobre y para los pobres, que arriesga su posición para acompañar a los vulnerables, que primerea en la ternura con los descartados del sistema porque toca -literalmente- las heridas de quienes viven en las periferias materiales y espirituales de cada época .
Entonces llegó la pandemia.
Francisco salió a la Plaza de San Pedro a rezar y extender una singular e histórica bendición Urbi et Orbi, un magno evento cuyo simbolismo y significado durará por muchas generaciones. En él, el Papa destacó varias cosas: una enfermedad nos quitó el maquillaje del ego y de la apariencia de que tenemos todo bajo control; la pandemia evidenció nuestra vulnerabilidad y fragilidad humana; nos recordó que el mundo es una sola barca en la que vamos todos y a la que debemos preservar; finalmente, que la verdadera solidaridad, el cuidado por el otro y los gestos de amor (desde la oración hasta el consuelo) son la mejor respuesta ante las adversidades.
En su octavo año de pontificado, Francisco no contó con la presencia de los fieles en las audiencias y las misas ya habituales, no pudo realizar los encuentros cotidianos con líderes y organizaciones sociales, se cancelaron viajes y eventos, pero no dejó de externar enseñanzas concretas sobre los desafíos que enfrenta la humanidad. Así, para ‘sanar al mundo’, Bergoglio pidió a la Iglesia ‘dar curación y consuelo’, que la sociedad apueste por una ‘nueva planificación’, que mediante ‘la opción preferencial de los pobres’ se remedien las ‘raíces de injusticia social’ y se ‘contrarreste la cultura de la indiferencia’.
La pandemia a todas luces ha sido una prueba máxima pero no sólo para retornar al mundo dividido de los satisfechos y los indignados, sino para buscar nuevos caminos de fraternidad, de amistad social; por ello, en octubre, Francisco ofreció al mundo su encíclica ‘Fratteli tutti’, una carta que redescubre los principios de la doctrina social cristiana como parte de un ‘plan para resucitar’ porque ‘nadie se salva solo’. Así la defensa de la vida y la dignidad de la persona, el bien común, la opción preferencial por los pobres, la destinación universal de los bienes, la solidaridad, la subsidiariedad y el cuidado de la casa común se han convertido en imprescindibles para el rescate del mundo. Así de simple.
Y, sin embargo, el papa Francisco cerró su octavo año con algo más que palabras: hizo un histórico y claramente audaz viaje a Irak. No sólo para acompañar a las comunidades cristianas largamente perseguidas por el extremismo pararreligioso sino para renovar una actitud que le conocimos al inicio de su pontificado: para arriesgar, para aventurarse a lo que venga con la confianza en que es preferible una Iglesia en salida que llegue a accidentarse en lugar que enferme de encierro.
Desde esa audaz posición, el Papa nuevamente criticó los intervencionismos políticos, ideológicos y económicos; abrió puentes de diálogo entre religiones terriblemente enemistadas; denunció las políticas de descarte social; y, sobre todo, retomó su catequesis sobre el amor y la ternura. Dos palabras cuyas implicaciones superan su tradicional sentido remilgado: que son actos definitorios para un mundo que siempre requiere renovación. Pues no hay realidad -por nueva que sea- que no requiera desde esa compleja articulación del amor social hasta la concretísima ternura con el prójimo inmediato.
@monroyfelipe