Teléfono rojo
De mis bendiciones 28
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Hace 27 años mataron en Tijuana a Luis Donaldo Colosio. Y
sigue en secreto el nombre de sus sicarios. Todos sabemos del autor
intelectual, pero nos gritan: Cállate, Carlos…”
Benditos aquellos que me entiendan
Iba a incursionar en esa fenomenología y metafísica del
pensamiento febril del periodista. Así, sin saber nada, entré al mejor
periódico que ha sido Excélsior, así con mayúsculas.
Me sentía inseguro, pero allí aprendí que la cultura no está en el
corazón, sino en los libros que tenía, por ejemplo, mi padre. Allí
abrevé. Sigo haciéndolo.
Luego de dos meses de esperar una oportunidad para entrar a
Excélsior y sentarme frente al subgerente don J. Jesús García de
Honor entré al Diario, el 4 de marzo de 1945.
Tengo presente lo que me preguntó; con ironía, al verme
pendejo. Eso sí, pero muy joven: “¿En qué departamento quieres
trabajar?” Rotativas, afirmé ¿por qué? Inquirió don Jesús.
Para trabajar de noche, respondí.
Soltó la carcajada y amable, después de verme bien a bien con
mis 50 kilos, me dijo: “allí te mueres…” Sentí que el techo me caía
encima. Pero enseguida, anunció:
“Tienes suerte, no sólo por ser sobrino del doctor Enrique Martín
Sánchez, jefe de la clínica, quien te recomienda, sino porque Silvestre
González fue llamado a filas por el Ejército.
Y falta un ayudante en la redacción, para que ayude a Teodorita,
(venerable viejecita que era guardiana de la redacción). ¿Puedes
comenzar mañana?
No, señor. Hoy mismo. Y así lo hice.
Luego descubrí que los diez pesos que me ofreció don
Guillermo, sólo serían cinco. Y mi labor sería de 9 a 14 y de 17 a 20, y
en ocasiones, hasta la una de la madrugada.
Fui, soy sincero, responsable.
Descubrí además, que lo salvaje se quita poco a poco:
estudiando, leyendo, viendo y oyendo (perdón por tanto gerundio) y
cerrando la boca.
¿Por qué esto último?
En mi primer año serví de mil maneras, legítimas y honestas, a
los reporteros, hombres respetables. Desde comprarles cigarrillos,
refrescos, o llevarles flores a sus amigas.
Cuento que don René para no decir su apellido Tirado Fuentes,
enamorado a carta cabal, me encomendó: “Mira Carlitos, compras un
ramote de flores en Pugibet. Lo llevas a tal dirección. Si sale Elena, a
quien conoces, le entregas a mi nombre las flores. Pero si sale su
marido, preguntas por doña Lupita, vecina de ochenta años y se las
das, las flores”, puntualizó.
Por eso, cierro la boca. No lo he dicho nunca. Pero me dispuse a
ser discreto, como hasta la fecha.
Pero también, en un año de ayudante, aprendí, y aún lo pongo
en práctica, que en vez de intentar demostrar que eres mejor de lo que
crees, simplemente ríete.
Ríete de tus preocupaciones, de tus inseguridades. Tómate con
humor tu angustia. Al principio, lo reconozco, es difícil, pero poco a
poco te acostumbras. Y hoy, luego de sesenta años en esto, lo sigo
haciendo.
Al final del año 1967, entró también como ayudante Manuel
Becerra Acosta Ramírez, así se apellidaba doña Raquel, su madre,
esposa segunda de su padre, don Manuel, enérgico jefe de redacción,
entonces, del Periódico de la Vida Nacional, matrimonio que admiré, y
admiro hoy aún después de su muerte.
Manue, como le llamé desde siempre y yo, Rave, como me decía
no fraternizamos siempre. Hubo rivalidad, creo que ya lo mencioné
antes, y desavenencias que dirimíamos en la azotea de Reforma 18,
frente a linotipistas, prensistas, rotativeros, amigos míos.
Manue me ganó, recibí más moquetes que él. Pero, al concluir la
pelea, me defendí y le dije. “Así serás bueno. Te apoyó tu papá”.
Todos soltaron la carcajada y Manue me dijo, “¿quieres que te
pegue de nuevo, sin mi papá?
Desde entonces, hasta su muerte en España, fuimos muy, pero
muy amigos, junto con Alberto Ramírez de Aguilar, el tribuno Raúl
Cortés Dávila e Ismael Villa, hoy mi compadre.
Recordé esta anécdota, aun cuando hay muchas que luego diré,
para referirme a su padre, don Manuel que era director de la carrera
de periodismo en la Universidad Femenina, de doña Adela Obregón
Santacilia.
Y cada año, para entregar diplomas o títulos, se organizaba en el
salón Hispano Mexicano, de Bahía de Santa Bárbara, una cena baile,
al que Manuel, Alberto y yo, éramos invitados.
Resulta que los tres, escasos de dinero, teníamos justo la ropita
para trabajar. Fuimos Alberto y yo a la casa de don Manuel en donde
vivía Manue.
Estaba más que elegante: Traje nuevo, camisa planchada,
corbata de élite, y unos zapatos, muy lustrados, pero enormes.
Alberto lo notó. Y lo puso de relieve. “Oye, le dijo, que zapatotes.
¿Te quedan grandes?”
Manuel, como era, respondió frunciendo el ceño: “Pendejo, es
que ya me crecieron los pies…”
Los chanclones eran de su papá.
Fuimos los tres al baile. Allí donde estaban las estudiantes. A nosotros
nos presentó don Manuel como reporteros del periódico.
Fuimos, digo, la sensación. Me preguntaron por mi lectura. Y pa’
pronto, toqué a Frederick Nietzsche. Fui sensacional, reconozco. Y
más aún cuando dije conocer su trabajo sobre “Así hablaba
Zaratustra” en donde anunció al superhombre, que, obvio, desconocía
la existencia de Dios.
Pero eran tiempos para nosotros, como hoy debe acontecer, que
cuando tienes 17 años si no eres comunista, eres pendejo. Pero si a
los 27 siguen pensándolo, eres, doblemente pendejo.
En diez años, debo confesar, cambiamos radicalmente. La
filosofía de aquél alemán sigue siendo un hito. Pero sobre todo
aumentó mi crédito ante las chicas de la Femenina, cuando invoqué a
Schopenhauer. Y hablé del “Amor, las mujeres y la muerte”. Me sentí
soberbio, en el estricto sentido de la palabra, vaya del adjetivo
calificativo: lo mejor.
No olvido que Alberto y Manue, el de los zapatones de su Apá,
se sorprendieron cuando afirmé como cátedra sobre la vida, a quienes
me escuchaban, qué en la Guerra, el victorioso convierte en esclavos,
a quienes pierden. Y en la Paz, los ricos, siempre los ricos, convierten
a los pobres en sus esclavos.
Recuerdo algunos ejemplos que di, como si lo hubiera copiado
de Oscar Wilde, en sus narraciones espectaculares. Así lo expliqué y
apliqué al momento:
Hay quienes pisan las uvas, y otros quienes beben el vino. Hay
quienes siembran el trigo, y otros que aprovechan su semilla.
Es la razón de que siempre hubo, hay y habrá desigualdades, que
nadie, periodistas, locutores, escritores, podrán cambiar. Así lo ordena
la vida. Y así ocurre en el mundo.
Para encontrar otras formas habría, bien dice hoy Teodoro
Rentería Villa, que cambiar el sistema. O irse a vivir a la luna. A lo que
su padre Rentería Arróyave, mi amigo también, y gran comentarista
insiste también hoy en aceptar lo que dije sobre Galileo Galilei en su
afirmación, que en aquellos tiempos causó la efervescencia del
Papado, de que la Tierra, sin embargo, se mueve.
Así lo decidió el Creador.
Pregunta José Carlos Robles: ¿alguien lo duda? Si lo hay, que
me explique en qué basa su desacierto.
En fin, no es de creerse, sino de aplicarse la realidad.
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