Contexto
La Piedra del Sol
Carlos Ravelo Galindo, afirma.
En el Día Mundial de la Libertad de Prensa, fecha reconocida por la Organización de las Naciones Unidas, no hay nada que celebrar.
Puro libertinaje. Decimos.
Mejor empezamos con los escritores serios.
Textos en libertad que guardamos con celo desde diciembre de 2020, y en donde el escritor e historiador José Antonio Aspiros Villagómez, nos hizo llegar, entonces.
En 1790 comenzó el estudio de la arqueología en México nos explica.
En memoria de nuestro amigo, el periodista
y escritor Octavio Raziel García Ábrego,
en su primer aniversario luctuoso (3-XII-2019)
El día 17 de 2020 de este diciembre se cumplirán 230 años del hallazgo de la Piedra del Sol, ese monolito que ocupa el sitio más destacado dentro del Museo Nacional de Antropología (Chapultepec, Ciudad de México) y que marca también el inicio de la arqueología en el país.
Cuatro meses antes había sido encontrada la deidad Coatlicue, que está a un lado del también llamado Calendario Azteca en ese recinto museográfico, y hubo un tercer hallazgo, Chantico, por lo que se considera que 1790 fue un año importante para las investigaciones del pasado prehispánico.
Cuando se cumplió el bicentenario de la arqueología en México, en 1990, el tecleador entrevistó al arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma y la extensa charla fue publicada en tres números sucesivos de la revista bimestral En Todamérica, donde colaboramos entre 1978 y 1993 y llegamos a ocupar la dirección editorial, bajo la dirección general de don Luis Dorantes.
Reproduciremos desde la segunda parte aquella entrevista por el valor de las respuestas, e invitamos al lector interesado en el tema, a consultar fuentes más recientes que pudieran actualizar los datos. He aquí la transcripción de parte de lo publicado tres décadas atrás:
Hace dos siglos, el 13 de agosto de 1790, “con ocasión (…) de haberse mandado por el Gobierno que se igualase y empedrase la Plaza mayor, y que se hiciesen atarjeas para conducir las aguas por canales subterráneos (…) se encontró, a muy corta distancia de la superficie de la tierra, una Estatua curiosamente labrada en una piedra de extraña magnitud, que representa uno de los ídolos que adoraban los Indios en tiempo de su Gentilidad”.
Así narró Antonio de León y Gama, en 1792, el hallazgo de la diosa madre Coatlicue, en el primer tratado de arqueología escrito en México.
No obstante que ya se habían descubierto Teotihuacán, Palenque y otros sitios aislados, carecieron de impacto social y algunos objetos debieron ser destruidos o vueltos a enterrar por el temor que tenía el clero de que la raza autóctona retornara a sus ritos paganos.
León y Gama bien podría ser denominado el padre o el precursor de la arqueología mexicana, cuyo bicentenario está celebrando este año el Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Destacado científico y anticuario, su afán investigador lo llevó incluso a participar en una discusión acerca de si las lagartijas curaban en cáncer.
Su ensayo sobre Coatlicue publicado apenas dos años después de encontrado el monolito, resulta un digno documento arqueológico que contiene la descripción de la pieza y las conjeturas del propio autor, sustentadas en trabajos previos de otros estudiosos de las culturas aborígenes.
Con León y Gama empieza una labor de interpretación que 200 años después no ha terminado, acerca de la verdadera identidad de este personaje que para él es Teoyaomiqui por sus atributos superiores, y “las demás que la adornan de la cintura para abaxo, son jeroglíficos de otros principales dioses que tienen relación y dependencia con ella, y con Huitzilopochtli, su compañero…”.
Pero si, en cambio, la figura correspondiera a Coatlicue, el poderoso Huitzilopochtli sería su hijo, no su compañero, y además, según la leyenda mexica, la habría salvado de morir.
En efecto, Coatlicue estaba barriendo el suelo cuando cayó del cielo una bola de plumas que guardó en su cintura y luego desapareció.
La diosa quedó embarazada y sus hijos, Coyolxauhqui y los Centzon Huitznahuac (la diosa de la Luna y las estrellas, respectivamente), quisieron matarla.
Entonces nació Huitzilopochtli, dios de la guerra y del Sol en el cenit, quien para defender a su madre decapitó y descuartizó a su hermana y a los demás los relegó al sur del cielo.
Llámese como sea, la figura que conocemos como Coatlicue y que fue encontrada hace 200 años en donde ahora se localiza la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México, puede admirarse en el Museo Nacional de Antropología, “majestuosa y monstruosa con sus ornamentos macabros hechos de corazones humanos, sus garras de águila, su doble cabeza ofidia”, según Jacques Soustelle, o bien “el más hermoso ídolo que tiene el Museo Nacional”, de acuerdo con Alfredo Chavero, quien así lo consignó hace una centuria en México a través de los siglos.
Monolito estudiado y discutido por muchos especialistas a partir de León y Gama, baste agregar que según este no hay duda de que originalmente Coatlicue “se elevaba en el aire, mantenida por dos sustentáculos o columnas, que debían unirse á ella por medio de alguna mezcla, para mantenerla firme, de modo que pudieran, con seguridad, entrar y salir libremente por debajo de ella…”.
Apoya su certeza en “los prismas (…) que bajan de los hombros (y que están empotrados a las columnas), y la propia figura labrada en la planta…”. Y que, para ser visible, tendría que estar suspendida en lo alto. (Versión original: revista En Todamérica # 262-263, septiembre-octubre de 1990)