Visión financiera/Georgina Howard
En el caso de las democracias representativas, que son las formas de gobierno predominantes hoy día, las decisiones son tomadas por representantes que deciden lo que los ciudadanos deben hacer como lo que no pueden hacer y los coaccionan para que acaten esas decisiones.
El significado que la literatura da a la representación es el actuar con el mejor interés del público. En el reto de garantizar que los gobiernos funcionen precisamente con base en los intereses de la sociedad y no los propios o de sólo cierto grupo de interés, es que se realizan constantes reformas al Estado.
Así, el problema se vuelve más fácil de dilucidar si en el diseño institucional definimos qué instituciones precisamente permiten al gobierno gobernar y cuáles consiguen que la sociedad controle esos gobiernos.
Y en el largo recorrido por lograr este objetivo, el de la construcción de normas que garanticen la verdadera representatividad, hemos transitado lo mismo por el despotismo, monarquía e inclusive democracia, hasta arribar al que denominaron los especialistas «gobierno representativo».
La estructura de este tipo de gobiernos está caracterizada por los mandatarios, los que gobiernan, que son designados a través de elecciones; ciudadanos libres para discutir, criticar y demandar en cualquier circunstancia, pero que no están capacitados para ordenar qué hacer al gobierno; a su vez, el gobierno se encuentra dividido en órganos separados que pueden controlarse recíprocamente, y está limitado en cuanto a lo que puede hacer por una Constitución, al tiempo que los gobernantes están sometidos a elecciones periódicas.
Se optó por esta forma de gobierno preponderantemente porque al menos teóricamente es la que mejor garantiza que los representantes estén en condiciones de gobernar y los ciudadanos en la de vigilar que lo hicieran bien y pusieran a salvo los intereses de la sociedad.
Mediante la evolución política en las formas de gobierno y de democracia llegamos a los gobiernos aristocráticos y oligárquicos, en los que los pocos gobiernan sobre la mayoría, pero la sociedad tiene a su favor aparentemente que sus representantes y gobernantes son electos por ellos en forma periódica, lo que es distintivo de toda democracia.
Efectivamente, la democracia es representativa porque los gobernantes son electos. Pero incluso para que esto sea así, se requieren condiciones básicas: si las elecciones son libres y disputadas, diríamos hoy, competitivas; que la participación sea ilimitada, que los ciudadanos cuenten con libertades políticas. Teóricamente, esto garantizaría que los representantes y gobernantes actuaran anteponiendo el interés del pueblo.
La democracia deja de ser ese espacio representativo y se convierte en problema, al ceder su lugar a la construcción de un líder carismático al modo empleado por la literatura en (Yo, el pueblo) o (Qué es el populismo) y, paso a paso desmantela esa forma de democracia efectiva con un discurso incluyente pero predecible y con una formación política que, se distinga del resto de las opciones en el sistema de partidos y por último, ese dirigente conduce su personalismo por los canales del diseño institucional, a través del presidencialismo.
La épica de los ciudadanos comienza el próximo seis de junio para derribar en primera instancia al contador de esa historia y, en un segundo momento, vendrá la práctica efectiva de la competencia política para la restauración de la democracia representativa.
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