El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
Lo dijo hoy el Papa Francisco. E historias con brillo
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
“El futuro de un pueblo está aquí: en los ancianos y en los niños. Un pueblo que no se preocupa de proteger a sus ancianos y niños no tiene futuro, porque no tendrá memoria ni promesa.
¡Los ancianos y los niños son el futuro de un pueblo! Qué frecuente es dejarlos de lado, ¿no?”
Así lo expresó esta mañana en el Vaticano, el Santo Padre Francisco.
También la historia sobre México es inconmensurable. Nosotros obedecemos el instinto y aprovechamos al experto para compartir lo que nos platica en susLecturas con pátina, como otra lección cultural.
Ficción, realidad e intimidad de Agustín de Iturbide nos describe José Antonio Aspiros Villagómez.
Un Agustín de Iturbide lleno de nervios, sudores, miedos e incertidumbres, que hubiera preferido dedicarse a su hacienda y a su familia en lugar de seguir en el ejército porque detestaba tanta mortandad, y que no quería la corona imperial pero la aceptó “para evitarle más males” al naciente país, es el que nos presenta Pedro J. Fernández en su libro Iturbide.
El otro padre de la patria (Grijalbo, primera edición, 2018).
Se trata de una novela histórica con un cuidadoso equilibrio entre la realidad y la ficción, en el primer caso con sustento en la bibliografía y los sitios web que se mencionan al final de la obra.
Más que el personaje cuya vida pública se conoce con un enfoque parcial desde la escuela, Fernández lo aborda a partir de lo íntimo: su ambiente familiar, la fidelidad y amor a su esposa (nada velado que ver con María Ignacia ‘La Güera’ Rodríguez, a pesar de los celos de Ana Duarte), sus convicciones y reflexiones, su autocrítica, su hábito de escribir cartas, su fervor religioso, la escasez de dinero durante su exilio, y su desempeño militar y político a juicio del propio libertador.
El escritor alterna un relato cronológico de hechos reales, con los diálogos y ambientes imaginarios que incluyen desde el nacimiento hasta la muerte de Iturbide, y con varias cartas de éste a su hijo mayor, redactadas en su destierro de Londres en 1824, antes de su regreso a México donde no sabía que lo esperaba el paredón.
En la vida real sí hubo esa correspondencia del padre al hijo y habría que investigar si todas las cartas que reproduce Fernández son verídicas o algunas ficticias, pero al menos la fechada el 27 de abril de 1824 donde se despide del primogénito y le dice que tal vez no volverán a verse, sí existió y se encuentra en la obra Escritos diversos (auténticos) de Agustín de Iturbide, editada en 2014 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en la colección Cien de México.
En Iturbide. El otro padre de la patria, el novelista presenta esa y las demás cartas con un lenguaje moderno -ligeros cambios- para mejor comprensión de los lectores actuales.
En el libro encontramos a un Iturbide visto y juzgado no sólo por los demás -seguidores y enemigos-, sino principalmente por él mismo, y se nos presenta como una persona sin más ambiciones que ver a México libre de España, y a la vez un hábil negociador como lo demostró al conseguir la independencia en seis meses y sin derramar sangre (lo que los insurgentes ni cruentamente lograron en diez años), gracias a la aceptación generalizada que tuvieron el Plan de Iguala -que complació a un inestable Vicente Guerrero, quien luego se distanció- y los Tratados de Córdoba que negoció con Juan O’Donojú, el jefe político superior (ya no se llamaba virrey) enviado por la corona aunque nunca llegó a asumir su cargo.
Ana María Josefa Ramona Huarte Muñiz, la esposa de Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu, es descrita como presuntuosa pero a la vez como una buena y prolífica madre, resignada y sin mucha convicción a la voluntad final del marido de siempre seguir la carrera militar hasta sus últimas consecuencias.
Que, ya se sabe, lo llevaron al sacrificio en Padilla, Tamaulipas, por creer -según se deduce de un “manifiesto a los mexicanos” que escribió- que México esperaba ansioso su regreso del exilio para defenderlo con su espada de la invasión que preparaba la Santa Alianza (Austria, Prusia y Rusia) para que el monarca español Fernando VII lo reconquistara.
También encontramos que las ideas independentistas de Iturbide no fueron de último momento, ya las tenía desde que combatió a su lejano pariente Miguel Hidalgo, cuyos métodos de lucha nunca compartió y por eso no aceptó su invitación de unírsele.
Al respecto, le habría dicho a su esposa que la crueldad de que lo acusaron en 1816 durante un juicio al que fue sometido y resultó absuelto, no había sido mayor que la de los propios insurgentes.
Por ese tiempo flaqueó su vocación guerrera, se sintió abatido y sufrió de una fiebre elevada que los médicos creyeron mortal.
Fue después de una reunión social en la casa de la Güera Rodríguez, en un ambiente novelado con amena profusión por Fernández, cuando Iturbide elaboró el Plan de Independencia de la América Septentrional que luego se conocería como Plan de Iguala, pues la anfitriona le habría dicho que el futuro de Nueva España estaba en sus manos.
¿Acatempan o Teloloapan?
El autor relata también la conspiración de La Profesa, la rehabilitación militar de Iturbide en 1820 para combatir a Guerrero, la idea de llamar ‘México’ a la nueva nación y no sólo a su capital, las cartas que se intercambiaron los dos adversarios, el episodio donde Guerrero habría rechazado el indulto porque “la patria es primero”, su aceptación, en cambio, de ser “subalterno” de Iturbide si este se decidía “por los verdaderos intereses de la Nación”, y luego el supuesto o real “abrazo” que se dieron en su encuentro en Acatempan.
(El escritor decimonónico Gustavo Baz aseguró haber conocido a “un testigo ocular de esa entrevista, que tuvo lugar en Teloloapan y no en Acatempan, como supone la tradición popular”.
Mientras que el vate, también del XIX, Guillermo Prieto, escribió en su poema ‘La entrevista de Iturbide y Guerrero’, sin citar Acatempan, que don Vicente, “Distinguiendo á Teloloapam / Manda hacer alto á los cuerpos, / Y solo, sin ayudantes / Digno á la par que modesto, / Tranquilo busca á Iturbide / Que le está esperando inquieto”).
También son detallados en la novela, con las necesarias alegorías de ese género literario, los acuerdos de Córdoba con O’Donojú.
La posterior muerte de éste, los chiles en nogada en Puebla, el te deum en catedral tras la llegada a México del Ejército Trigarante, la firma del Acta de Independencia del Imperio Mexicano y el nacimiento de un país sin dinero y con una deuda de 76 millones de pesos.
Vienen luego el rechazo de España a la naciente realidad mexicana, la creación de un Congreso que en lugar de hacer una nueva Constitución tuvo la “influencia perniciosa de los masones del rito escocés” que ganó partidarios de crear una república en lugar del imperio.
El episodio del sargento Pío Marcha que culminó con la investidura el 21 de julio de 1822 de un reticente emperador Agustín I en una ceremonia donde las joyas para su corona y la de la emperatriz fueron prestadas por el Monte de Piedad.
Y las razones del fracaso de esa experiencia monárquica, entre ellas el Plan de Casa Mata y los levantamientos de Guadalupe Victoria, Antonio López de Santa Anna y Vicente Guerrero contra el imperio.
Aparece en la novela un tal Felipe de la Garza, general a quien Iturbide había indultado, pero que fue el mismo que dos años después lo capturó cuando regresó a México por Tamaulipas.
(De la Garza fue un personaje real que, según supimos por fuentes primarias, escribió una “relación circunstanciada” con su versión de cómo fueron el desembarco y el fusilamiento de Iturbide, y el trato que le dio al prisionero).
El emperador había abdicado el 19 de marzo de 1823, viajado al exilio europeo donde conoció los planes de la Santa Alianza, y proyectado su regreso a México previas cartas al Congreso para ofrecer sus servicios como soldado, sin saber que los diputados lo habían declarado traidor si volvía al país.
Todos estos sucesos, por cierto, los describe también el vate poblano del siglo XIX Antonio de P. Moreno en su extenso poema ‘La tragedia de Padilla’.
Y se refiere a ellos como “uno de los grandes crímenes que la humanidad recuerda”.
Esa poesía cierra el primero de dos tomos de la versión facsimilar del Romancero de la Guerra de Independencia, editado originalmente en 1910 durante el porfirismo y republicado durante el panismo en 2010 por el Conaculta.
Al final de la novela de Pedro J. Fernández hay una cronología que abarca desde el nacimiento en 1783 del futuro emperador.
Hasta que en 1838 el presidente Anastasio Bustamante (uno de los firmantes del Acta de Independencia en 1821) ordenó cumplir un acuerdo del Congreso, dado en 1833 cuando gobernaba López de Santa Anna (parte de esto no lo dice el libro), para inhumar con honores los restos de Iturbide en la capilla de San Felipe de Jesús de la Catedral Metropolitana, donde se encuentran en la actualidad (junto al corazón de Bustamante, quien así lo pidió) y aun reciben homenajes de particulares.
Nosotros, fieles a la historia, la seguiremos con los sabios eruditos, amigos y complacientes maestros.