El presupuesto es un laberinto
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
El Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México nos informa que el 24 de febrero es Día de la Bandera
La bandera tricolor, el escudo y el himno nacionales nos identifican como mexicanas y mexicanos.
La secretaría de Gobernación, en el Diario Oficial que edita y nos lo hace llegar el abogado Jorge Alberto Ravelo Reyes, a quien agradecemos, lo explica así:
Los Estados contemporáneos poseen símbolos patrios que encarnan su identidad, unión, independencia soberanía y valores cívicos.
Cada símbolo expresa esos valores con elementos visuales.
En el caso de México, la conformación de los símbolos patrios conjuga los orígenes prehispánicos con la consumación de su independencia y la consolidación del Estado Nacional mexicano.
El 24 de febrero de 1821, el general brigadier Agustín de Iturbide dio a conocer el Plan de Iguala por el cual se proclamó la Independencia de México del imperio español.
Iturbide había acordado con jefes políticos y militares realistas y con el general insurgente Vicente Guerrero, el fin de la guerra, iniciada 11 años atrás en el pueblo de Dolores, Guanajuato, por Miguel Hidalgo y Costilla.
El Plan de Iguala ostentó como lema Tres Garantías: “Independencia, Religión y Unión”, que figuraron en una bandera confeccionada en la villa de Iguala, para ser portada por el Ejército Trigarante que consumó la independencia e hizo su entrada triunfal en la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821.
Los colores verde, blanco y rojo caracterizaron desde entonces el lábaro patrio.
Un elemento sustantivo de la Bandera Nacional es el Escudo que nos identifica como mexicanos.
Sus orígenes se remontan al mito fundacional de la Ciudad de México-Tenochtitlan, en 1325.
En tiempos de la Independencia Nacional, los ejércitos de Morelos utilizaron banderas en cuyo centro figuraba un águila posada sobre un nopal.
En 1821, la bandera Trigarante de Iturbide no tenía al águila como escudo sino tres estrellas doradas.
El 2 de noviembre de 1821 se publicó el primer decreto sobre las características de la Bandera Nacional, conformada por tres franjas verticales en verde, blanco y rojo, en cuyo centro reposaba un águila coronada posada sobre un nopal.
Con el establecimiento del Estado republicano, en 1824, la bandera mexicana adquirió sus rasgos esenciales con la disposición de los colores verde, blanco y rojo en posición vertical, y en el centro del blanco el Escudo Nacional, que consta de un águila real posada sobre un nopal, devorando una serpiente.
En el transcurso de los siglos XIX y XX, el Escudo Nacional tuvo diferentes modificaciones en cuanto a su disposición, orientación y estilo, hasta su conformación actual.
En la actualidad, de acuerdo con la ley expedida el 8 de febrero de 1984, última reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación de 30 de noviembre de 2018, los símbolos patrios de nuestro país son el Escudo, la Bandera y el Himno Nacional.
Por medio de esta ley se definen sus características, sus usos oficiales, las fechas cívicas y el protocolo a seguir para su debido respeto y honores.
Aparecen en la documentación oficial, las monedas, las ceremonias cívicas, en oficinas, edificios y plazas, entre otros espacios públicos, y en torneos deportivos nacionales e internacionales.
Día de fiesta y solemne para la Nación. La Bandera Nacional deberá izarse a toda asta.
Decimos verde, blanco y colorado, porque es la bandera del soldado. Añadimos. Con respeto.
Pasemos a leer a dos buenos y usamos sus opiniones, las que respetamos, para construir la prensa.
Primero la de de don Fernando Alberto Irala Burgos.
Que con la La encarnación de la Patria nos recuerda que “vivimos días aciagos, en que el tono del desencuentro político en nuestro país ha alcanzado estridencias absurdas, y hay quienes en ese ambiente, a punto de envolverse en la bandera nacional, proclaman a su líder encarnación de la Patria.
Peligroso lenguaje, que denota intolerancia y tendencias al autoritarismo pleno.
¿Cómo en una democracia puede calificarse de traidores a quienes se oponen al régimen?,
¿dónde queda la libertad de pensamiento y expresión?,
¿dónde la Constitución y las leyes?
Bastaría recordar la frase de Voltaire, el filósofo de la Revolución Francesa:
“No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.
Pero nuestros políticos de hoy y de este México están muy lejos de París, y el espíritu civililzatorio les es aún más remoto.
Algo debería decirles la reflexión de Mao, el líder del Partido Comunista de China, en cuyo nombre aún se gobierna en esa nación, que llamaba a que “cien flores florezcan y cien escuelas de pensamiento compitan”, como principio de cultura política.
Aquí y ahora quienes disienten del régimen son tachados de traidores. No hay mucho qué decir. O tal vez sí, demasiado.
Esta vez, en un espacio que de origen no es literario, quien esto escribe se queda con el célebre poema de José Emilio Pacheco, el gran escritor mexicano desaparecido la pasada década.
“Alta traición” se llama, y nos tomamos la libertad de
transcribirlo.
No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos,
cierta gente, puertos, bosques de pinos,fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas
-y tres o cuatro ríos”.
Y ahora la de su homologo José Antonio Aspiros Villagómez sobre el fin de la alfarería
“Leímos en El Heraldo de México que los alfareros zapotecas de Asunción Ixtaltepec, Oaxaca, fueron invitados por los comerciantes de Oklahoma, Estados Unidos, a reanudar el envío de sus artículos de barro cocido -ollas, comales, maceteros, etcétera- tras año y medio sin ese vínculo comercial a causa de la pandemia.
Y mientras eso sucedía en la realidad hace apenas cuatro meses, en la ficción literaria –que trata de otras realidades– fue al revés y desde mucho antes, a finales del siglo XX, cuando le cancelaron a Cipriano Algor los pedidos de alfarería porque en “el Centro” –un inmenso complejo comercial y de servicios dentro de la ciudad– ya no había mercado para platos, tazas y vasijas hechos artesanalmente con arcilla, pues la clientela prefería los artículos de materiales modernos y duraderos.
Así comienza en la novela La caverna, del Nobel portugués José Saramago, una historia de amor y resistencia de esos artesanos y otros protagonistas que, tras el rechazo de su mercancía hacen un intento más, ahora con la producción de muñecos del mismo material, hasta que se convencen de que el destino tiene otros planes y los asumen frontalmente.
La caverna (Editorial Suma de Letras-Santillana, segunda edición, 2002, 441 páginas) es un relato donde el propio Saramago lleva la voz narradora y, fiel a su estilo, no se limita a contar la historia, sino que se interna en la mente de los personajes, en sus razonamientos, en sus emociones y frustraciones a veces contenidas, y en el afecto que pese a algunos desencuentros verbales, se tienen todos en esa familia.
Una familia compuesta los dos alfareros: Cipriano y su hija Marta –“los Algores”-, el yerno Marcial Gacho quien es un guarda de seguridad del Centro, la agregada sentimental de Cipriano, Isaura Madruga, y el perro Encontrado, que también tiene su protagonismo en el relato.
Como en toda la obra literaria de Saramago, La caverna es de las lecturas que cuesta trabajo interrumpir pues, pese a la aparente sencillez de la historia, el suspenso es constante en este caso por saber si “el Centro” les aceptará los muñecos, si Marcial obtendrá un ascenso y con ello el derecho a una vivienda dentro de aquel complejo, si hubo pleito entre padre e hija, si los padres de Marcial lograrán su propósito en perjuicio de Cipriano, y hasta qué pasará con Encontrado cuando se producen ciertos cambios radicales en la vida de los personajes.
Tal vez la intriga mayor sea por no conocer la razón del título de la obra, sino hasta muy avanzada la lectura cuando aparece “la caverna” y se vuelve determinante para todos luego de que Cipriano sufre una transformación mental y toma decisiones con las cuales arrastra a los demás a un mismo destino.
La novela describe un estilo de vida que parece ir de salida y un ambiente de contrastes donde, para ir de su casa a “el Centro” en plena ciudad, esos alfareros deben cruzar a bordo de su furgoneta un cinturón verde (agrícola), un cinturón industrial, una potencialmente peligrosa zona de chabolas y luego una tierra de nadie.
La caverna narra cómo murió la alfarería por culpa de la modernidad y cómo se adaptaron los afectados, pero no una extinción absoluta fuera de la literatura, si regresamos al caso de los zapotecas citados al principio y si consideramos que en la provincia mexicana aún se niegan a desaparecer muchos de aquellos oficios que los mayores recordamos como parte de nuestra vida cotidiana en lugares como la hoy cosmopolita Ciudad de México y otras urbes grandes”.
De ayer, de hoy y de siempre.