Cierra la chimenea a los ladrones
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Pero más de los adultos que nos desasnan.
Como hoy con el maestro historiador José Antonio Aspiros Villagómez que nos explica y abunda con dos textos alusivos, que, obvio los provechamos y compartimos.
“Estimado amigo: En cuanto al ilustrativo texto del embajador Leandro Arellano sobre el escritor Álvaro Uribe, recordé haber puesto en un artículo un breve comentario sobre uno de los libros de este autor recién fallecido.
Por si no lo leíste en su momento (15-XI-2010), aquí lo tienes; está después de otro libro que también comento. Salud”.
Pero antes de esta demostración de cultura nuestro comentario sobre los niños.
No olvidamos cuando comentamos con Julio Scherer García sobre la bondad del niño. Nos corrigió: “De los niños, Carlos. De los niños”. Tenía razón.
Para nosotros los niños parecen saber algo que los adultos han olvidado. Son más confiados, valientes y disfrutan de la vida a plenitud y con intensidad.
De vez en cuando le doy una visita al pasado y recuerdo mi infancia – no puedo dejar de pensar en ella como los mejores años de mi vida.
Yo era un espíritu libre. Vivía en el momento presente. No tenía ansiedades y ningún temor.
Me gustaría recuperar esa inocencia y entusiasmo por la vida que alguna vez tuve cuando era un niño.
Creo que todos podemos aprender algo de los niños y aplicarlo en la vida adulta.
Ellos ven cada día como un nuevo comienzo.
Cuando se es joven, un día puede parecer una eternidad.
Sin embargo, cada día nos trae la oportunidad de tener nuevas metas y expectativas, hacer nuevos amigos, explorar nuevas aventuras y aprender cosas nuevas.
Cada día es una oportunidad para empezar de nuevo.
Y, a diferencia de los adultos, los niños no llevan equipaje de un día para otro.
Ellos no tienen miedo. Los niños están más dispuestos a explorar y probar cosas nuevas.
Ellos no son conscientes de las consecuencias y están más dispuestos a probar algo nuevo.
Si se lesionan lo utilizan como una oportunidad de aprender de sus errores.
Como adultos, a menudo nos ceñimos espalda, sobre todo a causa del miedo.
Nos detenemos a nosotros mismos de correr riesgos y ver lo que sucede.
Las personas exitosas tienden a ser aquellos que salen de sus límites y asumir riesgos.
Se pierden entre proyectos creativos. Un niño puede verse inmerso en un proyecto creativo durante horas y horas; ya sea en dibujo, jugar con la arcilla, construir un castillo de arena, etc.
Sin embargo, a medida que envejecemos, dejamos de creer que las actividades creativas valen la pena.
¿Cuántos adultos que conozcas (aparte de los artistas) pasan su tiempo libre en el dibujo, jugar con arcilla o pintar con los dedos?
Ríen todos los días Los niños tienen la hermosa capacidad de encontrar alegría en todo lo que los rodea. Los adultos tendemos a ver problemas en todas partes.
Lloran si quieren llorar.
El llanto es una emoción que a los adultos no les gusta mostrar.
Sin embargo, los niños lo hacen todo el tiempo.
El llanto ayuda a liberar nuestras emociones de una manera normal y saludable, pero en la adultez terminamos reteniendo nuestras emociones para nosotros mismos.
Los niños son muy activos. Cuando era pequeño me encantaba jugar al aire libre.
Corría y corría hasta que me faltaba la respiración y mis mejillas se ponían de color rosa.
Nunca vi al ejercicio como simplemente ejercicio, sino que era mi manera preferida de divertirme.
Ellos están dispuestos a probar cosas nuevas. Los niños intentarán practicar un deporte que nunca han intentado antes.
Ellos están dispuestos a saltar en un trampolín o sumergirse en una piscina, o esquiar en una montaña, incluso aunque no tengan experiencia.
Los adultos tienden a tenerle miedo a lo desconocido y prefieren permanecer en su zona de confort. Es precisamente la aventura lo que nos hace sentir más eufóricos y conscientes.
Son entusiastas. A los niños nunca les falta entusiasmo. Tienen esperanza y son optimistas.
Nosotros también debemos aprender a acercarnos a la vida de una manera más optimista, ya que como adultos tendemos a enfocarnos en lo negativo.
Se alimentan de buenas amistades. Observa cómo juegan los niños con sus amigos, todo es alegría pura y siempre están dispuestos a hacer amigos nuevos.
Los niños tienden a disfrutar de muchas actividades – se unen a equipos de fútbol, van a fiestas de cumpleaños y disfrutan de un buen número de actividades después de clases.
Se dan cuenta de las pequeñas cosas.
Los niños ven magia en todo lo que los rodea.
Ven alegría y tienden a dejarse inspirar por esas pequeñas cosas de la vida.
¿Cuándo perdimos esto?
Seguimos con Aspiros Villagómez, ya no tan niño. Pero si erudita.
Dos de Porfirio Díaz, en el centenario de la Revolución.
¿Es necesario comentar aquí el libro de Carlos Tello Díaz, El exilio: un relato de familia, que también trata sobre Porfirio Díaz y mucho nos satisfizo?
Probablemente sí y se lo debemos al lector, aunque, como escribió Julio Hernández López en su columna ‘Astillero’ (La Jornada, 16-02-2007), desde que Tello publicó La rebelión de las cañadas, ese autor y sus obras tienen “un aroma a Cisen.
Lo escribió el 15 de noviembre de 2010.
A través del género novela, pero con datos reales debidamente investigados, y con la sensibilidad necesaria para que el personaje explique su propia vida como si en realidad se hubiera expresado así, Pedro Ángel Palou entrega en Pobre patria mía (185 páginas, Planeta, México, 2010) una obra que tal vez no pueda leerse sin prejuicios, porque se trata de una figura que cien años después de iniciada la Revolución en su contra, aún divide a los mexicanos: el héroe y dictador Porfirio Díaz.
El relato, siempre en primera persona, contiene los presuntos recuerdos, vivencias y reflexiones de Díaz durante sus últimos cuatro años de vida, a partir de su destierro voluntario a Francia.
Un Díaz que, según el autor de esta narración, reconoció haber tenido la mano dura “porque orden y progreso no se logran fácilmente”; que la única manera de gobernar a México -país al que define como “bestia ciega y feroz”- fue “a golpes”, como él lo hizo; que justificó sus reelecciones porque “el país ya no podía sumirse en otra lucha por ver quién se quedaba con la Presidencia”; que México fue “el país por el que tanto me sacrifiqué”; que le heredó a la nación “majestuosas construcciones”, y que para ponerlo en la modernidad “tuve que sacrificar algunas tradiciones”.
Ningún arrepentimiento de nada.
Ese es el Porfirio Díaz que, en la pluma de Palou, es un hombre que también reniega de los periodistas -“esas hienas”- que buscan la entrevista con él en su exilio, que siente nostalgia por su natal Oaxaca, se expresa con elogios de Benito Juárez y de Justo Sierra, critica a Limantour por traidor y acomodaticio, acusa a Madero de querer sabotear las fiestas del Centenario -“una fiesta mejor que la del festejo de la toma de la Bastilla”-, y tiene la audacia de compararse con Napoleón.
Una parte interesante del libro es la relativa a los delirios seniles de Porfirio Díaz quien, atado a sus recuerdos, es visitado por muertos -y habla con ellos- como los propios Juárez y Madero, así como su madre, quien le dice que va por él.
El novelista presenta a un personaje autocomplaciente, valiente -su batalla del 2 de abril de 1867 contra los franceses-, orgulloso -“me sobra dignidad para vivir estos últimos días”-, nostálgico -Delfina y Carmelita entran en sus reflexiones- y de alguna manera satisfecho, y que no espera el veredicto de la Historia, sino que acepta el del “maldito tribunal de mi cuerpo”.
Autor también de novelas sobre Cuauhtémoc, Morelos y Zapata. Palou relata al final cómo fue dándole vida a la idea surgida en 1992 para escribir esta obra, y cuantas personas tuvieron algo que ver en su realización con revisiones, consejos, correcciones y trabajo de archivo.
El hecho histórico de un ataque contra el presidente Porfirio Díaz el 16 de septiembre de 1897, estimula la creatividad de Álvaro Uribe -el escritor mexicano; no el ex presidente de Colombia- para ofrecernos Expediente del atentado (330 páginas, Editorial Tusquets, 2007), una novela a varias voces en la que alterna el relato en tercera persona con el género epistolar, el diario íntimo, la farsa, la nota informativa y el monólogo, y para presentar desde el enfoque de los diversos protagonistas la historia de un complot y presuntas intrigas dentro del gobierno. Es eso, más que una novela policiaca.
Con un lenguaje que por momentos se percibe muy parecido a pesar de esa diversidad de voces, el autor recurre a términos propios de aquella época, tales como ‘lynchar’ y ‘repórter’.
Narra la suerte que imaginó para el agresor -acusado de anarquista- y sus asesinos, crea una historia en torno a dicho atacante, presenta a un Porfirio Díaz irónico y generoso, y recrea lugares de esa ciudad de México hoy conocida como Centro Histórico, de manera destacada el “bar-room del inglés Peter Gay, en la esquina de Plateros y el Portal de Mercaderes”, un sitio y un personaje que realmente existieron, si bien el dueño no era inglés, sino italiano, según refiere su descendiente Rafael Pérez Gay en su libro Nos acompañan los muertos (Planeta, 2009).
De ese célebre bar habría salido Arnulfo Arroyo directamente a atentar contra Díaz, después de haber recibido instrucciones para ello de unos jefes policiacos.
Queda claro -al menos en la novela- que la agresión estuvo lejos de tener un propósito magnicida, y el autor elige un medio para documentar muchas de las acciones que relata: el rumor, o en el mejor de los casos, la fuente anónima. “Dicen los que saben” es su frase muy socorrida y válida también como recurso estilístico.
La novela fue adaptada para el cine con el nombre de El atentado.
Añoramos la niñez. Vaya, la inocencia.