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CIUDAD DE MÉXICO, 2 de junio de 2022.- Este miércoles 2 de junio, se cumple un decenio de la desaparición física de Héctor García, el extraordinario fotógrafo que nació el 23 de agosto de 1923, en el barrio de la Candelaria de los Patos de la Ciudad de México. Antonio Caballero –su discípulo, a quien inició formalmente en este oficio, en compañía de María García, esposa de Héctor– y la periodista Norma Inés Rivera, autora de “Pata de perro”, su biografía, que fue presentada en Bellas Artes el domingo 19 de abril de 2009, le recuerdan al paso del tiempo.
Antonio Caballero fue uno de sus más aventajados discípulos y por mucho tiempo seguidor de los pasos de su Maestro, lo mismo en eventos políticos, deportivos o culturales, que en sus correrías nocturnas por cabarets, teatros y vodeviles, donde ambos captaron las mejores imágenes de su repertorio.
“Héctor tuvo una importancia muy grande en mi trayectoria” –dice el connotado fotógrafo, hoy de 82 años, nacido en la calle de Tetrazzini 26, de Peralvillo en la Ciudad de México–. Lo conoció mucho después que su familia emigró al inmueble ubicado en el número 201 de la calle Carlos J. Meneses, en la colonia Guerrero.
Con su madre a cargo de la portería, un día atestiguó el arribo de una señora y sus dos hijos al departamento número 9. «El joven era un cadete del Colegio Militar y su hermana modista, que además de bonita, tenía un cuerpazo y causó sensación entre los muchachos» –detalla.
“Se trataba de Jorge y María Sánchez Castañeda; ella de aproximadamente 17 o 18 años. Su madre se llamaba Cecilia Castañeda y los visitaba su tía Guadalupe, una mujer muy alegre y simpática, quien había comenzado a trabajar con Héctor García, de entonces 30 años, quien ya era un fotógrafo muy reconocido. Ella le presentó a su sobrina y fue la artífice del romance; Héctor y María se hicieron novios y luego marido y mujer, el 4 de abril de 1954”.
Ya como su esposa, María le ayudaba a revelar y se encargaba de enviar las fotografías que le solicitaban. Ella se fue interesando por el oficio y, animada por Elena Poniatowska, comenzó al paso del tiempo a incursionar en el fotoperiodismo.
Recuerda Caballero:
“María sabía que me gustaban mucho el dibujo y la fotografía, porque Rafael Domínguez Irlau, mi padrastro, me había regalado mi primera cámara, una Bronnie Fiesta, muy chiquita, de rollo un poco mayor a 135 milímetros, fabricada por Kodak.
–A ti que te gusta la fotografía ¿por qué no trabajas con Héctor, él necesita quién le conteste el teléfono, le tome recados, haga las citas de los periódicos: con él puedes aprender? –me preguntó.
“Habré tenido unos 14 o 15 años y recomendado por María, me presenté con Héctor, quien me dijo que podía pagarme cinco pesos a la semana. Acepté, porque en esos años cinco pesos eran muy buen dinero; pero más que lo que podía percibir de sueldo, era el valor de sus enseñanzas. Abrió un mundo nuevo para mí; un maravilloso oficio, un universo que se renueva para mí día a día» –dice.
Hasta el final, Héctor fue para muchos una maravillosa persona. Al menos conmigo nunca escatimó sus enseñanzas. Por el contrario, siempre fue muy abierto y me transmitía todos los secretos del arte del revelado y la fotografía. Me enseñó a preparar los químicos y el manejo de las cámaras profesionales. Lo único que nunca me soltaba era su Rollei 6×6 nueva –que era como un tesoro para él y no se la prestaba a nadie–, pero de ahí en fuera, me enviaba a trabajar con su Rolleiflex viejita o con la Graflex Speed Graphic, sin mayor problema.
Héctor me tomó una foto, donde aparezco sentado con un teléfono en las manos –porque yo lo contestaba y tomaba los recados–, al interior de su despacho, el 503, de Reforma 12. Era un lugar pequeño, de reducidas proporciones, quizá de unos 6 metros cuadrados, donde se hallaban todos los implementos de trabajo: la tina de revelado, la ampliadora, un banco de diseñador o dibujante, donde Héctor se sentaba y un sillón tipo chaise longue al que le faltaba el respaldo, donde me acomodaba y dormitaba cuando me quedaba a trabajar en la noche. Generalmente yo estaba parado a su lado, aprendiendo las artes y secretos de la fotografía.
Probablemente ese despacho de Reforma 12 fue el lugar donde más años se mantuvo Héctor, quien también fungió después como jefe de fotografía de la Presidencia de la República. Luego –ya no me tocó, porque en ese lugar yo habré permanecido un año y meses, de manera intermitente–, estableció su oficina en un edificio ubicado en las calles de Bucareli y Morelos, donde también se hallaba la estación Radio Amor, que se dañó severamente durante el terremoto de 1985 y tuvo que ser desalojado. Creo que después –siempre apoyado por María–, Héctor trasladó su laboratorio a su casa de Cumbres de Maltrata.
Formalmente a sueldo, como ayudante y auxiliar de Héctor, estuve relativamente poco. La primera vez trabajé como unos seis o siete meses y emigré. Luego regresé, porque darían comienzo los Juegos Panamericanos y del Caribe y lo designaron después como fotógrafo oficial de la Carrera Panamericana. Me ofreció entonces 100 pesos semanales para revelar los rollos y hacer contactos y fotos. Fue muy dura esa encomienda, porque se trabajaba bajo presión, aunque todo salió muy bien.
Él andaba en esas tareas y yo me quedaba a revelar y a imprimir; a veces María me llevaba de contrabando una torta o algo para comer, aunque era muy difícil que dejaran pasar alimentos, porque el portero era muy estricto y poco sociable. Una vez cerraron el edificio por varios días y yo me quedé ahí; medio comía lo que se podía.
Cuando entré a trabajar con él, Héctor me pagaba 5 pesos a la semana y después me aumentó a 15. Luego que me fui, me hablaba para que le echara la mano y ya me pagaba un poco más. Bueno, es parte de la historia y la vida hay que tomarla como es.
Al igual que yo, que estuve como su ayudante, Héctor le tenía mucha consideración a Mario Mantecón, al que veía casi como su hermano y le enseñaba y le prestaba sus cámaras. Conocido en el medio como el boxeador-fotógrafo, también era un tipo increíble, al que Héctor había conocido a su paso por el Tribunal de Menores. Vivía por la Calle del Órgano, cerca de Palacio Nacional, una zona donde florecía la prostitución y la delincuencia, a la que Mario desafiaba, quizá porque era boxeador, un tipo bragado y muy bueno para los golpes. Le gustaba irse caminando desde Reforma 12, sin miedo a que pudiese pasarle algo.
Con él, también recorríamos a pie la zona de lo que hoy es Garibaldi, donde se hallaba el teatro de variedades Follies Bergere, un sitio muy popular, inaugurado a finales de los años 30, que cerró en 1960. Igualmente incursionamos en el Tívoli y el Margo, que luego se convirtió en el Teatro Blanquita.
“A Héctor le gustaba mucho la comida china; todo lo relacionado con China le encantaba. Tenía una amiga, la hija del dueño de un restaurante muy famoso que estaba en el callejón de Dolores; una chinita muy delgada y guapa. Un día lo acompañé a una feria de libros y Héctor compró un libro chino, con ilustraciones y muchas fotografías, impreso en papel arroz. Y entonces, cuando íbamos a comer al restaurante chino, Héctor le llevaba el libro a esta chica, para que ella le hiciera traducciones de lo que decía el ejemplar. Luego, nos acompañaba María y finalmente ella –que además de excelente fotógrafa y laboratorista es muy buena cocinera–, aprendió a hacerle comida china.
A Héctor le agradaba también el espagueti a la mantequilla, con queso parmesano e igualmente comer pichones, que luego María le preparaba.
De entre las fotos icónicas de Héctor García, destaca la de El niño en el vientre de concreto. “Esa imagen en particular, fue tomada por la noche, mientras caminábamos por el cine Mariscala –actualmente abandonado, en lo que hoy es el Eje Central, entre Donceles y República de Cuba–, en compañía de Fernando Bastón López” –recuerda Caballero. Y agrega:
A diez años de su fallecimiento, puedo calificar a Héctor como un buen maestro y un súper tipazo, un hombre muy tranquilo, pero al que le gustaba hablar mucho y no había quién lo parara. Le agradaba tomar mucho vino tinto. Andábamos de arriba para abajo; me llevaba de parranda a los cabarets de rompe y rasga y él me metía de contrabando, porque yo no tenía la edad y estaba muy chamaco.
Héctor era muy detallista. Al celebrarme un cumpleaños me cantó Las mañanitas, me regaló El libro de la selva, de Rudyard Kipling y me dio un reloj que él usaba, al que solamente le cambié el extensible.
También en otra ocasión –debía yo asistir a un evento y vestir de traje, que yo no tenía–, y me regaló uno suyo, pero con las asentaderas muy diluidas. Sin embargo, eso no me impidió usarlo, porque lo llevé a reparar con un sastre; era un traje enorme, ya que Héctor era un hombre corpulento y muy alto. Creo que con la tela que usaron para ese traje pudieron haber hecho dos para mí –dice divertido.
Lo recuerdo muy bien, porque fue mi primer traje y lo llevo en una foto donde aparezco con Christiane Martell, en una sesión que le hice en Ciudad Universitaria.
Si con una sola palabra intentara resumir a Héctor como amigo, como persona, como jefe, diría generoso. Un día, inquieto por la presión de las necesidades económicas, le dije que quería ganar un poco más, emprender mi propio camino, independizarme.
–Héctor, la verdad ya mis necesidades aumentaron; necesito ganar más y ya no me alcanza con lo que me das –le dije.
–¿Qué piensas hacer? –me preguntó.
–Quiero crecer. Buscar otras oportunidades, pero por favor no me cortes las alas. Quiero ver si puedo laborar en los medios, entrar a las revistas, semanarios y periódicos a los que tú les das servicio.
–No te apures. Adelante. Yo mismo te voy a recomendar con mis clientes y te seguiré encargando trabajos –dijo y me abrazó. ¿No crees que eso fue una prueba de la generosidad del gran Héctor García?
HÉCTOR GARCÍA SEGUIRÁ ESCRIBIENDO CON LUZ: NORMA INÉS RIVERA
–Cada día su ausencia se hace más grande. Nuestra ciudad extraña sin duda su maravilloso ojo y su diario andar para compartir las imágenes de esta sociedad que tan bien supo desvelar y cuyas fotografías provocan sentimientos de toda índole –me dice la periodista Norma Inés Rivera, biógrafa de Héctor García y autora de Pata de Perro.
“De él extraño sus interminables charlas, salpicadas de anécdotas, que eran la delicia de todos cuantos teníamos la oportunidad de escucharle. Héctor mencionaba que el detonante de su profesión inició cuando trabajaba en el mantenimiento de las vías del ferrocarril en Estados Unidos.
“En una ocasión, al ver que uno de sus compañeros era embestido por el tren, de manera instintiva sacó la cámara que recién había adquirido y tomó una fotografía del fatal incidente para dejar un testimonio de hecho”.
Rememora que él era “un hombre de vasta cultura, autodidacta y gran lector, hablaba lo mismo de los grandes personajes que conoció y fotografió, como de sus humildes orígenes; del desvalido e inquieto niño pata de perro –que el año próximo será centenario–, al que su madre ataba a uno de los soportes de la cama, para que no saliera a la calle.
“Si Héctor no hubiera vivido en el contexto donde nació y creció, seguramente sería otra su obra; pero dio la casualidad que nació en la Candelaria de los Patos –un barrio pobre y rudo–, y padeció miseria y desamparo, dos escenarios que lo impulsaron a salir adelante y remontar ese ambiente. Esa fue una de las cosas que yo admiro mucho. De cómo Héctor tuvo el espíritu y la fortaleza para romper ese lazo marginal y al paso de los años ocupar un lugar que nadie le discute, puesto que es un artista reconocido a nivel mundial”.
La periodista egresada de la escuela Carlos Septién García, señala que el célebre fotógrafo “siempre trató de darle voz a los que no la tienen y por eso retrató a toda la gente que vemos y que a veces nosotros ni los miramos, que nos parecen que no existen, que son invisibles. Él trató de que la sociedad tenga conciencia del otro. Buscó siempre dejar un testimonio y reiteró que los fotógrafos son los ojos de la sociedad”. Me comenta:
–Cuando lo despedimos en el Palacio de Bellas Artes, al hablar durante el homenaje póstumo, tú, quien fuiste uno de sus mejores amigos, dijiste una frase que cada día es más cierta: Nos estamos quedando huérfanos… Y esa afirmación cada día es más incuestionable, porque efectivamente nos hemos quedado huérfanos de amistades, huérfanos de familia, huérfanos de líderes, huérfanos de personajes de verdadera valía y que desgraciadamente no tienen relevos ni substitutos.
Concluye: “en el caso de Héctor y otros personajes que apenas podemos contar con los dedos de las manos, gracias al testimonio que él nos legó con sus fotografías –y al esfuerzo de María por preservar su memoria a través de la fundación que lleva el nombre de ambos–, él seguirá escribiendo con luz “.