El presupuesto es un laberinto
El casco del Papa: una estampa para los días santos
El miércoles 31 de enero de 1979 una fotografía tomada en Monterrey dio la vuelta al mundo: tocado con un casco siderúrgico y lentes de cobalto, Karol Wojtyla, con apenas tres meses en el trono de San Pedro, se convertía en el Papa obrero.
El heredero de un pescador se identificaba con los trabajadores industriales del mundo desde un puente en una ciudad del norte de México. Hay en esa foto una suerte de homenaje por partida doble a la lucha de Solidaridad: un pontífice polaco y un obrero de su iglesia.
Fue el toque maestro de la primera visita papal a México, un recorrido preñado de simbolismos que marcó un hito en la mercurial relación entre el Estado mexicano y la iglesia católica, causal de la reforma constitucional de 1993 que daría un giro de 180 grados al vínculo con el Estado vaticano.
En estos días, cuando el verdadero Vía Crucis es el de los columnistas que creen en el milagro de que alguien los leerá en la semana dizque santa, recupero esta viñeta verdadera para los leyentes que accidentalmente caigan frente a JdO.
En aquel año de 1979 hubo especulaciones encontradas sobre el gesto del Papa que no estaba en el programa y que nadie esperaba.
Corrieron versiones descabelladas, desde una estratagema antipriista de la cúpula del poder empresarial para provocar al gobierno, hasta la de un torpedo simbólico desde Los Pinos a la línea de flotación del reaccionario grupo industrial regio.
Lo verdadero de aquel episodio fue más sencillo: sí fue una faena deliberada y maquinada fuera del programa oficial tejido durante meses con empeño talmúdico por los estrategas políticos oficiales y empresariales, pero no tuvo un propósito disruptivo:
El casco y los lentes eran míos. Yo mandé ponérselos a Juan Pablo II, el polaco que contra todas las previsiones y en sentido contrario a dos mil años de historia de la Iglesia, se convirtió en el CCLXIV papa de la cristiandad, sucesor de Albino Luciani, el pontífice que muriera a 33 días de su ascensión en circunstancias no esclarecidas.
Aquel invierno yo no llegaba a los 30 años y era gerente de relaciones públicas de Fundidora Monterrey, primera planta siderúrgica en América al sur del Misisipi.
El ambiente en la empresa era brutal: sindicato y directivos no se hablaban más que para mentarse la madre y eso únicamente durante las revisiones de contrato colectivo.
Mi programa de trabajo fue lo que hoy llamaríamos “recuperar la agenda” y en aquel tiempo “llenar los espacios vacíos”. Me divertí como enano inventando festivales, periódicos y concursos que no sirvieron para evitar que el supremo gobierno un día amaneciera con dispepsia y dispusiera el cierre de la fuente de trabajo de algunos miles de compatriotas.
Cuando se anunció la visita de Juan Pablo a la ciudad de Monterrey, empresarios y clero formaron un comité para organizar los fastos. Yo, como buen guadalupano, ofrecí la participación de Fundidora. La respuesta que recibí fue como para congelar el infierno.
Creía que la visita podría ser un bálsamo para la comunidad de una empresa que fue piedra de toque en la construcción de México y que iba en caída libre a la destrucción. Ingenuamente pensé que el Papa no debía limitarse a una abstracta bendición urbi et orbi a una masa de fieles sin nombre y apellido.
Quienes conocieron esta idea confirmaron la sospecha de que yo no sólo era un tipo medio lunático … sino que estaba total e irremediablemente deschavetado.
Así las cosas, se supo que un grupo de obreros católicos saludaría al Papa a nombre de los trabajadores. En ese grupo participaba un jubilado de Fundidora, don Enrique Aguinaga Saucedo. Vi una ventana de oportunidad.
Me entrevisté con ese hombre delgado, de pelo blanco y talante afable, que desprendía cierta luminosidad. Me platicó que se habían establecido ciertas reglas, entre ellas la principalísima de que el grupo representaba al conjunto obrero y no a una industria en particular.
Me permitió equiparlo con botas, chamarra de planta, pantalón y camisola de caqui, guantes de carnaza y otros objetos en donde me aseguré que les cosieran, imprimieran o dibujaran el logo de Fundidora lo más visible y en todos los lugares posibles.
Y además le entregué el casco y los lentes de cobalto que tenía para mi uso personal en la planta. Don Enrique se convenció de que sería una enorme satisfacción personal y un bien social el que en el momento preciso coronara al Papa con ese símbolo de la Fundidora.
El día del evento me instalé a ver la ceremonia en el balcón del penthouse del Condominio Acero -frente al Puente San Luisito- con los jacobinos de la empresa y del sindicato, entre quienes había nacido un interés sociológico y antropológico, pero “no religioso”, por la visita.
Llegó el momento del saludo. Uno por uno los trabajadores se hincaron ante el Pontífice para recibir la bendición. Don Enrique fue el último.
Al incorporarse, no avanzó tras sus compañeros. Su mano derecha se introdujo bajo la pesada chamarra y catorce pisos arriba sentí la ola de tensión que recorrió a los guardias del Estado Mayor que estaban a unos metros.
Apareció la mano con un paliacate. Don Enrique se quitó el casco. Con parsimonia limpió el interior mientras el Papa lo mirada con azoro, y ¡zaz!, se lo colocó sin que el Obispo de Roma metiera las manos.
Entonces se armó la barahúnda. Un aullido salió de las miles de gargantas reunidas en el lecho del río, se escuchó hasta el Santuario de Guadalupe a quince kilómetros y reverberó en los televisores de las familias católicas que en todo el mundo seguían el recorrido papal.
El maestro de ceremonias perdió totalmente el control y olvidó las severas directrices que había recibido para que en ningún momento se personalizara la ceremonia.
Clamó, se desgañitó, ululó:
¡¡¡Un obreeero de Fuuundidooora Monterreeey … ha colocado su casco al Saaanto Paaadre!!! …
Lo nunca visto. Esa fue la imagen del Papa obrero que recorrió el mundo. Después se haría costumbre que en todas las visitas del viajero alguien le presentara un sombrero típico del lugar. Pero todo comenzó en el Puente San Luisito, hoy Puente Juan Pablo II, en la Sultana del Norte y bajo mi dirección.
Los jacobinos en el balcón del penthouse olvidaron sus convicciones y se santiguaron. En las manos de las esposas aparecieron rosarios.
Unos minutos después sonó el teléfono. Era mi jefe, Jorge Leypen, el director general de Sidermex y de Fundidora, famoso por el florido lenguaje carretonero que lo acompañaba en todas partes.
Estaba hecho un basilisco … pero bajo el tono ríspido creí adivinar un asomo de risa.
– Fuiste tú, ¿verdad, cab…? ¡Fulano del Grupo Equis y Zutano del Grupo Zeta están furiosos! ¡El CEO del Corporativo Ye me la acaba de mentar! ¡Y se van a quejar en Los Pinos! No le va a hacer nada de gracia al señor presidente. ¿Tienes idea de lo que invirtieron en la gira y en la visita?
– ¡En la ma…! -respondí. Y como charro mexicano retobé:
– ¡Pos sí fui yo y me atengo a las consecuencias! Mi renuncia está redactada. Pero si pones atención hasta acá se oyen los gritos de “¡Fundidora … Fundidora!” El Papa tiene una sonrisa de oreja a oreja … ¡y nos están viendo en todo el mundo!
– ¡Carajo! -exclamó, algo atemperado- ¿Qué le voy a decir al preciso? ¿Y a los compas esos que ya me citaron en el Club de Industriales?
No lo pensé mucho:
– Diles que fue un acto de Dios …
Jorge no me despidió, pero tampoco me aumentó el salario.
Tal es la verdadera historia del casco de Juan Pablo II y de la imagen del Papa obrero que recorrió el mundo.
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