Teléfono rojo/José Ureña
Uno de los problemas de la guerra, particularmente cuando ésta va construyéndose lentamente, es la actitud temprana que se toma ante el conflicto. No importa la distancia física a la que nos encontremos de las acciones bélicas, los mecanismos propagandísticos utilizan todo tipo de recursos para que individuos y poblaciones “tomen partido” por alguno de los bandos en colisión aduciendo una falsa comprensión de geopolíticas teatralizadas.
Es claro que las voces bélicas son más altas, más fuertes y más veloces para cruzar el orbe; y las voces de paz son lentas, profundas, casi incomprendidas por su minoridad actitudinal y, por supuesto, acalladas entre el enardecimiento creado por los amos de la guerra.
La historia nos recuerda lo sencillo que es hacer caer en maniqueísmos mediáticos y de propaganda a ciudadanos concretos y a pueblos enteros. Dividir a particulares porciones humanas que viven un conflicto entre “buenos” y “malos” no sólo es una actitud perniciosa, es un juego que pierde toda gracia cuando las economías suman exponencialmente a sus ecuaciones soldados, armas y féretros.
Las dos guerras mundiales del siglo pasado nos dejaron un sinnúmero de enseñanzas, pero quizá dos tatuadas a fuego que han perdido claridad en estos años: la consecución natural de un conflicto intrincado y poliédrico derivado de un sistema imperial-colonialista; y que la maquinaria belicista se alimenta a sí misma hasta el límite del miedo total. Al final de ambos conflictos, frente a la triada “ganancia, dominación y armas” surgió su contraparte política “regulación, diplomacia y desarme” como una ficción útil durante los años de posguerra; sin embargo, lo realmente útil e importante, sucedería en 1948 cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada como fundamento para las sociedades en relativa paz.
Quizá aún es temprano para debatir si nos acercamos a una guerra global o si ya vivimos una tercera guerra mundial fragmentaria; pero es un hecho que los actos bélicos se han inflamado con las crueldades del pasado: actitudes de superioridad racial o nacionalismos exaltados, la financiación de una ‘creativa’ industria bélica y la radicalización de las certezas ideológicas que cuestionan los fundamentos de los derechos humanos o los ridiculizan al complejizarlos con deseos y ambiciones egoístas, absurdas e inasibles.
¿Qué actitud entonces se puede tomar frente a estos escenarios? Lo primero sería recordar que la neutralidad no es indiferencia. Aunque no se tome partido –o incluso cuando uno mismo llega a ser víctima de los actos belicistas– hay que poner en el centro cada vida humana. Algo así le escribió el papa Benedicto XV al arzobispo de Colonia en noviembre de 1914 cuando la guerra tomaba marcha de crueldad: “Le instamos encarecidamente a que ayude según las obligaciones de la caridad, a todos los prisioneros sin distinción de religión, nacionalidad y rango, y en particular a los enfermos o los heridos”.
En ese mismo invierno, primero de la ‘Gran Guerra’, se hicieron preces públicas pidiendo una sola cosa: “que los gobernantes se comporten con benevolente clemencia […] respetando el derecho de gentes y la voz del sentimiento humanitario […] que se decidan a olvidar voluntariamente toda rivalidad y toda injuria recíproca”.
Nuevamente, frente a los primeros estertores de un nuevo conflicto, el papa Pío XI, en marzo de 1937 alertó que los “derechos de las naciones” sólo pueden tener un sentido justo si se comprendiera que lo moralmente ilícito no puede ser jamás auténticamente bueno para el pueblo. El pontífice alertó sobre el problema de confundir “intereses” con “derechos” y afirmó que tal actitud, en el plano internacional, conduce a un “eterno estado de guerra entre las naciones”. En esa misma carta de 1937, Pío XI sintetiza lo que después de los horrores de la guerra se aceptaría sin recelo: “el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana”.
¿Por qué es imprescindible recobrar el sentido de esos derechos fundamentales, intrínsecos, irrenunciables e infinitos compartidos por todas las personas en la antesala o en los primeros signos graves de los conflictos bélicos? Porque sólo así se evidencia la matanza inútil de la guerra, se desvelan los artificios y los argumentos falaces de los operarios de los conflictos o, como dijera Benedicto XVI: “Si recordamos que todos los hombres pertenecen a una misma y única familia, la exaltación exacerbada de las propias diferencias contrastaría con esa verdad de fondo. Debemos recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para valorar mejor las diferencias históricas y culturales […] estas simples verdades hacen posible la paz”.
Sólo después de estas reflexiones resulta ingenuo y hasta chocante plantearse cuál es el lado del conflicto por el cual debemos optar; porque si nuestro bando es la humanidad, la respuesta es simple, aunque no sencilla.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe