Escenario político
“Yo no dependo de nada, para mí no hay nada como yo mismo”. Con estas palabras sintetizó Kaspar Schmidt (bajo el seudónimo de Max Stirner) su manifiesto radicalmente individualista a favor de la absoluta soberanía egocéntrica a mediados del siglo XIX. Y quizá haya llegado el momento de volver a revisar su libro “El único y su propiedad” porque, por alguna razón, esta doctrina filosófica que pretendía convertirse en dimensión política hace casi doscientos años, hoy ha vuelto a la conversación social.
Lo primero que debemos reconocer es que a las personas y a los colectivos nos es muy difícil trabajar en equipo mientras se negocian los intereses propios y los ajenos; pero además, que en toda relación de control, siempre está en redefinición permanente la idea del “bien común” y que dicha idea no necesariamente se integra sólo por los valores sociales, morales, institucionales o temporales de la sociedad sino por modelos ideológicos o propagandísticos impuestos por el poder o las hegemonías discursivas.
Estas condiciones hacen sumamente compleja la convivencia, la cooperación y, como puede imaginarse, la democracia. Sin embargo, aunque sea difícil –o quizá justamente por su dificultad–, la democracia sigue siendo el mejor sistema político conocido, no sólo por su capacidad de dar representación a distintas voces sociales sino por la flexibilidad de sus procedimientos en la adaptación permanente a la negociación y a la mutación de la idea del bien común.
Pero si ahora estamos desempolvando el anarquismo individualista de Schmidt-Stirner es porque la política post pandémica parece que ha dejado de confiar en la negociación –al dejar de reconocer un mínimo de validez en los valores de los intereses de los débiles o desposeídos–, y al mismo tiempo manifiesta desprecio ante cualquier idea política que incluya colectividades más amplias que las del poderoso y su estrecha camarilla de interesados.
La crisis democrática contemporánea no se debe tanto al conflicto entre modelos de búsqueda de distintas perspectivas del “bien común” sino por la negación misma de procesos que construyen comunidad a través de las siempre arduas relaciones interpersonales.
Por supuesto, el anarquismo individualista desde la perspectiva filosófica plantea no imponer nada a nadie ni dejarse imponer por nadie; sin embargo, el anarquismo egoísta en la política exalta la idea de que el gobernante no es un individuo privilegiado (por diversas condiciones externas) sino el único soberano de su destino por sus propios méritos y fuerzas; que es la única realidad verdadera, libre de cualquier atadura externa, especialmente de sus congéneres. Para el encumbrado, cualquier abstracción que llegue a limitar su propia autonomía individual, debería ser rechazada; pero, al mismo tiempo, sus propias ideas abstractas (Dios, el Estado o la ley) sólo tienen sentido cuando son usadas para someter a los individuos que no han sido artífices de su propio éxito (que al menos es como se imagina a sí mismo).
Bajo esta política egoísta, lo que el individuo reclama y usa, es suyo; toda propiedad no es un derecho social, sino una expresión de poder. Así, aunque para otros haya cosas ‘necesarias’ o ‘justas’ si no las tienen o no las gozan es porque no se han esforzado lo suficiente, porque carecen de poder. Pero incluso, la búsqueda o acumulación de poder que se pueda obtener mediante aliados debe ser voluntaria, temporal y exclusivamente basada en intereses mutuos. Es decir, ninguna obligación moral o institucional es válida para construir acuerdos o alianzas. Y si esto último no se entiende del todo, basta mirar la ausencia de acuerdos o esfuerzos de los poderosos ante responsabilidades morales urgentes como el cuidado del planeta que compartimos. No hay alianzas ni esfuerzos colectivos motivados por convicciones éticas o morales, sino por intereses (de los que tienen poder).
Ahora bien, ¿hay alguna otra perspectiva de hacer y dinamizar la política? Algunos consideramos que sí bajo lo que condensó John Rawls: Apoyar una moral más definida por las relaciones interpersonales que por la idea de un “bien mayor”; recordar la importancia de la singularidad de las personas, de modo en que la comunidad sea expresión de individuos diversos y distintos; rechazar la idea de que la sociedad sólo se reduce al juego de intereses egoístas de los individuos; condenar la desigualdad basada en la exclusión y la jerarquía; y, finalmente, rechazar la primacía meritocrática.
La búsqueda del bien por parte de individuos separados, aliados a otros sólo por intereses egoístas, es un camino que ha demostrado alimentar el abuso y la perpetuación de injusticias; por el contrario, el reconocimiento de los conceptos de personalidad y comunidad para construir relaciones apropiadas entre las personas y su ambiente, no sólo es un camino más arduo, lento y difícil sino esencialmente ético, democrático y justo.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe