
Viesca y su procesión del silencio
¡Muera la barbarie!
Cuando hace algunos años escuché esta soflama apocalíptica, lanzada a voz en cuello por un admirado escritor, mi primer impulso fue poner pies en polvorosa.
El rugido se produjo en la sala de la casa del llorado Raúl Prieto, a quien los lectores recordarán con el remoquete de Nikito Nipongo. Revisábamos los textos de una edición cuando se topó con el artículo de un gris comentarista, por fortuna ya olvidado, que urgía a la juventud a “accesar la vida espiritual”.
La hilada de imprecaciones que soltó el autor de La Santa Madre Academia cuando el vocablo “accesar” le golpeó la vista y le reventó las neuronas fue tal, que si se comparara con un cabreo del bucanero Drake o con una andanada de Elon Musk a sus compañeros de gabinete, estos quedarían como acólitos de la parroquia de los santos Gervasio y Protasio.
Raúl se pasó la vida defendiendo de los bárbaros al idioma español. Lo hizo con el arma mortal del humor, lo que aún no se le perdona en el madrileño Retiro, concretamente en el número 4 de la calle Felipe IV, sede de la apolillada institución que con los reflejos de Carlos II, “El Hechizado”, sólo tardó 200 años en aceptar que la palabra “aguacate” sí merece ser reconocida en el castellano … provisionalmente y con reservas.
Otro implacable enemigo de la barbarie fue el periodista inglés John Richards, hoy compañero de andanzas de Nikito en el más allá. Encaboronado (Catón dixit) por la impudicia con que los súbditos de la Corona asestaban puñaladas traperas al idioma de Shakespeare, fundó la “Sociedad de protección del apóstrofo”.
Esta cofradía quiso poner a salvo al diminuto signo de puntuación inglés, una “pobre criatura indefensa” cuya existencia, clamaba Richards, corría peligro a medida que la tecnología fomentaba cada vez más la velocidad sobre la precisión gramatical y hundía a The English Speaking Peoples (Churchill dixit) en una vergonzosa forma de semianalfabetismo.
En este territorio minado no puedo dejar de mencionar a George Orwell, uno de los pensadores más originales y profundos de su tiempo. Además de su militancia social, por la que estuvo dispuesto a dar la vida en las trincheras republicanas de la guerra civil española, Orwell fue también un gran “guerrero de la lengua”.
A su pluma debemos textos que contribuyeron a descubrir el verdadero rostro del “socialismo” estalinista y se alzaron contra la barbarie que azotó como vendaval de invierno al mundo en la primera mitad del siglo pasado.
En 1946 publicó La política y el lenguaje inglés, un ensayo sobre la relación de la política y el lenguaje que se hizo un clásico del pensamiento político y la literatura del siglo XX.
Lejos de alumbrar el camino a una sociedad más igualitaria y democrática, el lenguaje de la política, dice Orwell, pareciera levantar muros y colocar obstáculos.
Esto lo comprobamos cotidianamente en nuestro entorno mexicano.
Lea usted esta cita del autor de El camino a Wigam Pier. No tiene desperdicio:
“Mientras escribo, hombres altamente civilizados vuelan sobre mí empeñados en reducirme a cenizas”.
¡Trece modestas y brillantes palabras para exhibir la arrogante vesania de la “raza superior”!
Estos desvaríos vienen a cuento por que el miércoles próximo celebramos el “Día Mundial del Libro” proclamado por la UNESCO en 1995. Es una fecha que debiera ser lanzadera para una revolución literaria. Aunque tiene algo de pleonasmo hablar de la relación que tenemos con los libros: es como hablar de la relación que tenemos con lo humano.
La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y espléndidas disquisiciones. Tomemos a Henry Miller. De entre su obra, Los libros en mi vida me hipnotiza. Es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en este autor.
El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las presenta. Es como una larga reseña de sus lecturas, a las que no califica sino explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué.
Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir.
Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o a crearse por el hombre.
Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros.
En La tentación de lo imposible, el hoy ausente Mario Vargas Llosa toma como pretexto el análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que todo escritor se hace alguna vez y que para todo dictador o gobernante autoritario, grande, pequeño, eficaz o fracasado, desde el Potomac hasta Macuspana, pasando por Moscú y Ankara, es una pesadilla: ¿es subversiva la literatura?
Y aquí encuentro otra función de las letras, de la literatura y de los libros, contenido y continente: salvaguardar la esencia de lo humano.
El 25 de octubre de 1944, en el desván de una casa en Ámsterdam en donde su familia se ocultaba de los nazis, una linda adolescente judía escribió la última entrada de su diario. Anne Frank nos legó un sobrecogedor testimonio de aquel tiempo de canallas. Las páginas de su memoria y su vida misma nos llegan hoy con dolor que no se adivina en la apretada y pulcra caligrafía.
Los boches de la Gestapo que allanaron el escondite y mandaron a los Frank al campo de concentración robaron todo “lo de valor” que encontraron a su paso … Los libros y revistas quedaran en el suelo, pisoteados.
Al día siguiente, dos amigos de Anne, Miep y Eli Jong, encontraron el diario entre los escombros y lo pusieron a salvo. Las siguientes generaciones quedamos en deuda con esos jóvenes que rescataron un libro, El diario de Anne Frank.
Podría escribir varios tomos con citas así. Como una del poeta, ensayista, biógrafo, crítico literario y lexicógrafo inglés Samuel Johnson, quien, según sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas.
O sobre la defensa de los tomos subrayados de Gustavo Sáinz, para quien un texto se convertía en la lectura única e intransferible de un ser singular cuando este le metía pluma y resaltador a las páginas.
En Lecturas que me han gustado, libro olvidado de 1945 de Clifton Fadiman, autor más olvidado aún, éste sostiene que en algunos casos la lectura “se convierte en una suerte de enfermedad, un fascinante y progresivo cáncer de la mente”, y que más allá de auxiliar al conocimiento de uno mismo, la literatura tiene una función más elevada e impersonal: “Es un reto lanzado por un espíritu superior, el autor, a uno inferior, el lector”.
Dejo la provocación en la cancha del lector.}
Cuando el enorme poeta granadino Federico García Lorca inauguró la primera biblioteca de su pueblo, Fuente Vaqueros, en septiembre de 1931, confesó que como poeta no hablaba … ¡leía! Y estremeció a sus paisanos al declarar que “pues no sólo de pan vive el hombre, yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan; sino que pediría ¡medio pan y un libro!”.
Y pues si hemos de conmemorar el “Día mundial del libro”, sin pensarlo dos veces tomemos un ejemplar y abandonémonos al gozo incomparable de la lectura.