Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
México, el país del futurible
Desde que tengo uso de razón profesional; desde que salí de la escuela de periodismo a ejercerlo en la calle. En el campo de la investigación, en lo que los periodistas llamamos «las fuentes», los mexicanos han vivido de esperanzas y, lo más terrible, de ilusiones,
Gobiernos entran repartiendo promesas; gobiernos salen, entre puras vergüenzas.
El lenguaje puede cambiar. Uno de los más melodramáticos fue el de aquel individuo que aseguró que iba a administrar la riqueza, porque este territorio llamado México nadaba en petróleo.
Otro, que iba a acabar con la corrupción y los mexicanos terminaron diciéndole que la corrupción éramos todos.
Por mencionar sólo dos ejemplos.
Expectativas, esperanzas, ilusiones, pareciera que es lo que vinieron a sembrar los gobernantes que he visto pasar desde que son reportero. Siembras de vientos que cosecharon tempestades.
Allá por los finales de la década de los 60, cuando las calles de ciudad de México y sus lugares más emblemáticos, como la Ciudad Universitaria y la Plaza de las Tres Culturas, se anegaron de sangre joven, se cosecharon miedo, llanto, palizas, cárcel, tortura, un negro socavón sin salida.
Los mexicanos siguieron esperando; viviendo de promesas. Creció la población y, con ese crecimiento, la pobreza, la miseria, el hambre, la desesperanza. Pero los ricos se hicieron más ricos a costa de la explotación de la fuerza de trabajo, con la bendición de los gobiernos de la revolución,; posteriormente, con la plena autorización de los que tuvieron que doblar la cerviz ante el imperio estadounidense y sus perversos mecanismos de control como el Fondo Monetario Internacional y hasta el Banco Mundial, que se suponía había sido fundado, al terminar la guerra, para apoyar e impulsar el crecimiento económico de sus asociados.
Este breve recuento reflexivo me viene a la memoria, al leer con atención el informe semanal del vocero de Hacienda, correspondiente a la semana del 15 al 19 de septiembre, y que está dedicado a hacerle propaganda a la política que, para impulsar la economía nacional, ha adoptado el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto.
Perdón, pero, palabras más palabras menos, la lectura de ese documento me llevó al pasado. Llevo por lo menos 40 años cubriendo las fuentes económicas, desde los asuntos hacendarios, hasta los de política monetaria y cambiaria, y todo lo relacionado con las cuentas nacionales y las variables de la economía: el mismo discurso.
Miren: Dice el informe:
«Desde el inicio de su administración, el Presidente de la República, Lic. Enrique Peña Nieto, estableció como una prioridad lograr un crecimiento económico elevado, sostenido y sustentable, que se refleje en una mejor calidad de vida para todos los mexicanos. Para alcanzar este objetivo, se impulsaron una serie de reformas transformadoras que permitirán elevar la productividad, impulsar el crecimiento económico y la generación de empleos de calidad.
«En este sentido, el Paquete Económico 2015, presentado al H. Congreso de la Unión el pasado 5 de septiembre, está planteado para lograr una efectiva y ágil implementación de las reformas estructurales. Así, el sector hacendario contribuye, a través del gasto público, a que las reformas se traduzcan en beneficios para la economía familiar.»
¿El contenido? Expectativas, buenos deseos, siembra de esperanzas. El mismo discurso que he venido oyendo desde que soy reportero. Promesas, ilusiones, que ahora se denominan compromisos, pero ya han pasado dos años y los mexicanos no han visto la suya y no ven claro un futuro que no existe.
Cuándo va a concretarse ese crecimiento elevado, sostenido y sustentable. Si usted le pregunta a cualquier mexicano de mediana escolaridad le contestará que nunca. El problema es estructural. Inclusive de lucha de clases, aunque cualquiera pueda sentirse con derecho de afirmar que la lucha de clases fue abolida con la caída del Muro de Berlín o la desaparición de la Unión Soviética.
Y no podríamos presumir de que, si el producto interno bruto creciera un 4 por ciento este año, ya podríamos cantar victoria. Muy probable que pudiera ocurrir, pero sólo en el papel o en la computadora de los econometristas del Inegi, o del Banco de México, o del FMI o del negocio en el que Gurría Treviño es el empleado que tiene el mejor sueldo de todo el estaf, allá en París. (la OCDE). O en las cuentas bancarias de Carlos Slim o del Ecocida de Cananea.
Los mexicanos de a pie, de a microbús, de a metro, siguen tragando saliva. O como se dice en lenguaje popular, tragando camote. Esperando tener un dinerito de sobra en el bolsillo.
Ni duda cabe que este México de mis amores es el país del mañana, del futuro. Y me da miedo que más temprano que tarde desaparezca del mapa como desaparecieron, hace ya casi tres siglos, los inmensos territorios del norte del país y quedaron del otro lado del río Bravo, en aquella época de la cual nadie quiere acordarse, cuando los mexicanos vivieron bajo las botas de Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón.
Pero ni siquiera sería México del futuro. Sería el país del «futurible», un tiempo verbal que, es probable, que ni los señores de la madre academia conozcan: lo que bien pudo haber sido y no fue. Tome todo mi texto de hoy sólo como una reflexión muy personal que quise compartir con ustedes,
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