Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Tlatlaya e Iguala, ¿punto de retorno?
No queda más camino; sólo la paz
Cuando Felipe Calderón Hinojosa, el niño testadura, cabezahueca, de la clase del gran Carlos Castillo Peraza (muy inteligente para haber sido panista), era presidente, los mexicanos ya no soportábamos la fetidez de la muerte. El territorio nacional era un campo de guerra sembrado de cadáveres.
¡Cuántos fueron ejecutados en ese sexenio de la corrupción y la impunidad! Calderón dejó inclusive un monumento estúpido (mil millones de pesos) – la estela de luz- que los mexicanos rebautizaron con el nombre de Estela de la Corrupción.
Algunos expertos, entre ellos agencias estadounidenses antidrogas, calcularon que unos cien mil, y pudieron haber sido más. Gobernación estima que unos 70 mil. De cualquier forma, son un chingo.
El promedio diario de cadáveres hallados en el territorio nacional – mutilados, decapitados, desmembrados, descuartizados con sevicia, con saña -, si mal no recuerdo, fue de 20; digamos que de 20…
Imposible vivir en este país. Muchos emigraron. Las poblaciones fronterizas del otro lado cobijaron a muchos mexicanos, porque era materialmente imposible, asfixiante, «vivir» en México.
Una historia de sangre, dolor y lágrimas: Levantados, secuestrados, desaparecidos (cientos de migrantes), asesinados, masacrados (como los de San Fernando), jovencitas violadas y asesinadas (asesinatos llamados feminicidios), e incontables daños colaterales, principalmente de niños y de adolescentes. Crímenes cometidos al alimón por miembros del narcotráfico y el crimen organizado y policías, soldados y marinos.
El cambio con Peña Nieto inyectó esperanzas a muchos mexicanos, sobre todo a los que votaron por él. Creyeron en sus cien compromisos leídos por él mismo el día de su protesta como presidente, en palacio nacional. Una de ellas era recuperar la paz.
Pero no sólo no se ha recuperado la paz, ni siquiera en Michoacán, donde actúa un llamado Comisionado, que más bien opera como gobernador verdadero.
Y las cosas han llegado al extremo, sin parecer que nadie de la clase gobernante se haya dado cuenta, ni asesores, ni los estrategas de la inteligencia política y militar, ni los encargados de aplicar la política social, más preocupados por su imagen de redentores en quienes nadie cree, como es el caso de la ex izquierdista y dedo chiquito de Cuauhtémoc Cárdenas quien la hizo jefa de gobierno del DF, Rosario Robles Berlanga.
Dos gravísimos sucesos han encendido las luces amarillas para que el gobierno federal tome conciencia de dónde está parado, de que la estrategia ha fallado hasta el momento; haga un alto en el camino equivocado. Haga un recuento, una evaluación y concluya que va por una autopista que no lleva a ninguna parte.
Tlatlaya e Iguala, con la sangre derramada, con la muerte desparramada en fosas comunes, con el tableteo de las ametralladoras contra los cuerpos inermes, hoy por hoy, son el punto de retorno o no retorno, el punto de quiebre, de inflexión.
Podemos hablar ahora de antes de Tlatlaya e Iguala y después de Tlatlaya e Iguala. Lo que decida el alto mando será definitivo. Y más le vale decidir lo correcto. Ya no más equivocaciones. Pero la decisión no camina de la mano de la violencia institucional, como dicen los abogados. No. Esa no sirve. Engendra más violencia reaccionaria. Es como una culebra que se muerde la cola y se muerde la cola, y se muerde la cola…
No queda más camino que la paz. Los mexicanos ya no pueden continuar siendo enterrados en panteones clandestinos, mientras, se agudiza la pobreza generalizada.
Este año se pretendía un 6 por ciento de crecimiento de la economía y, con trabajo, ésta crecerá 1.6 que sirve para maldita sea la cosa. Se pretendía que la productividad se incrementara casi un 5 por ciento, y con trabajos crecerá 2 por ciento.
Y según el secretario Luis Videgaray, la desaparición de los normalistas en Iguala, Guerrero, puede afectar la percepción del País ante inversionistas extranjeros. Y además, como lo dijo el líder de la chuchada perredista, Miguel Alonso Raya, el país no está para lujos como un (multimillonario y lujurioso) avión presidencial.
Ubinam gentium summus, Catilina!
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