El presupuesto es un laberinto
El autoengaño de la democracia
• Los diputados no representan a nadie
• Si robaste dulces… robarás al erario
Una bisoña candidata a diputada a la LXIII Legislatura (2015-2018), sin querer descubrió la inocencia, la buena fe, la ignorancia con la que muchos ciudadanos van, en obediencia ciega a algún zorro de la politiquería, a una elección que los lleva a pasar sus primeros tres años en el limbo del salón de plenos, auto engañándose hasta que, de tanto engañarse, terminan intentando engañar a los demás. A muchos los engañan.
La candidata mencionada no tiene ni idea de que la democracia electoral es el gran circo, la gran farsa, la Mentira… “Sólo he robado dulces cuando niña —y a mis hermanos— (Uy, quien ha sido infiel en lo poco puede llegar a ser un gran ladrón); odio la informalidad de las personas y admiro a quien es justo, bondadoso, imparcial, inteligente, pero sobre todo, al que se pone en los zapatos del otro”…
Pero algo patético: La candidatita recorre las calles de la capital y de los municipios que conforman el distrito para el que será electa, a fin de convencer a quienes la oigan de que, como integrante de la Cámara Baja del Congreso de la Unión, puede ayudar a mejorar la calidad de vida de sus representados. Esto sí que es una gran mentira.
No sabe. No le informaron a la candidatita que el trabajo de los diputados es exclusivamente el de legislar. Por eso son llamados legisladores. Y generalmente legislan sobre asuntos que les ordena el presidente de la república y que convienen al gobierno o a las clases dominantes; nunca al pueblo, aunque los diputados y los senadores son un poder autónomo que no depende del ejecutivo. Los diputados ni siquiera tienen ni deben ser gestores. Tendrían que tener claridad sobre su mandato. Y no engañar a la gente del pueblo diciéndoles que les van a resolver hasta el acta de defunción.
Pero bueno. Eso es lo de menos. Lo que muchos ciudadanos no saben es que las elecciones para elegir gobernadores, presidentes municipales, congresos locales, cámara de diputados, y hasta presidente no son más que una patraña, una “gran mentira”, independientemente de que haya fraudes o no, o compra de votos o no. Per se, las elecciones son una obra de teatro de tugurio. Duele decirlo con esta crudeza y rudeza antisistémicas. Pero lamentablemente es así.
En las elecciones que habrá en junio, se elegirán a gobernadores, presidentes municipales, miembros de congresos locales y diputados federales, pero resulta que no es cierto que los elegidos vayan a representen a sus electores. En la realidad, los llamados gobernantes y los legisladores no representar a nadie. Los que salgan electos, en los hechos, sólo se representan a sí mismos.
Y todos, hasta los del señor López, engañan a la ciudadanía machacándoles hasta el cansancio que son sus representantes. Ciertamente son electos por la ciudadanía, en unas urnas que generalmente han sido chanchulleras, pero aunque fuesen honestas la ley no les obliga a los elegidos a representar a los ciudadanos. En la práctica son representantes de otros poderes, del poder ejecutivo por supuesto, y más que del ejecutivo, del presidente en turno, y de los amos del poder económico, y no pocos son representantes de poderes fácticos, la radio, la televisión, los mineros, los tabacaleros, los alcoholeros, y entre estos a las estructuras delictivas y sobre todo a los padrinos de la mafia.
Democracia, en la actualidad, es sin duda, la palabra más usada por los hombres y las mujeres que dominan a las poblaciones en casi todos los países del mundo. Pero, curiosamente, si por democracia entendemos la participación activa de la población en el gobierno, debemos reconocer que al día de hoy no existe el menor vestigio de democracia en la mayor parte de las grandes organizaciones políticas. Qué feo, ¿no? Pero es cierto.
Con la palabra democracia se dan algunas de las paradojas más notables en la vida política de los distintos países, en sus documentos principales y en los procesos de enajenación de las masas para someterlas al dominio de los individuos y de los pequeños grupos que viven y se enriquecen de la explotación de la mayoría de los habitantes.
En 1857, en el artículo 40 de la Constitución mexicana, se dice, entre otras cosas, que México es una “república democrática”, aun cuando no exista participación alguna de la población en la aprobación de la Constitución, ni en la aprobación de las leyes, ni en ninguna de las decisiones del gobierno.
Ésa es la otra paradoja de “la democracia”. La utilización cada vez más extendida que hacen de esa palabra los gobernantes de casi todos los países del mundo actual para revestir con ella sus gobiernos. Se trata, por una parte, de la inclusión de esta palabra en las constituciones y de la distorsión de su significado, para referirse, de la manera más vaga y engañosa, a cualquier cosa que, se asegura, es buena para la población; y, por otra parte, de la gran mentira que consiste en presentar como “democráticos” los procesos electorales en los que son elegidos —muchas veces en esquemas predeterminados por bribones agrupados en partidos políticos— a los miembros de la oligarquía que van a someterlos y a robarlos.
En el fondo, el panorama que nos presenta la democracia es el mismo que nos presenta el Derecho, como lo asegura mi amigo Clemente Valdés. Ambos dependen del poder real. Las constituciones y las leyes, las formas de gobierno, las organizaciones políticas, los departamentos y las dependencias públicas, las reglas sobre quién es ciudadano y quién no lo es, así como el reconocimiento de ciertos derechos y libertades a todos los habitantes o sólo a algunos de ellos; las reglas electorales y las que aparecen en la Constitución, en las leyes y en los códigos, a las que llamamos “el Derecho”, las elaboran, en todos los lugares del mundo, quienes tienen el poder, que son, en casi todos los países, los mismos que tienen el dinero.
Contra la idea falsa que ofrecen las élites que concentran el poder económico y el poder militar, quienes dicen que la Constitución y el Derecho son un conjunto de reglas que provienen del buen juicio, la equidad y la razón, la verdad es que las reglas, como decía atinadamente Rudolf von Jhering, no nacen como las hierbas en el campo, pero sí se fabrican para servir a los intereses de quienes las hacen. No existen reglas neutras en el Derecho: todas obedecen a los intereses de quienes tienen el poder para imponerlas.
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