El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
Tienen esperanzas los policías secretos…
Apenas controlada la fuga, las autoridades del penal comenzaron a realizar detenciones en las crujías N y M. Participaron en ellas los comandantes Jesús García Jiménez, Manuel Baena Camargo, Jorge Udave, Leopoldo Godínez, Jorge Obregón Lima, bajo las órdenes directas del comandante del Servicio Secreto, Rafael Rocha Cordero.
De inmediato sacaron de esas crujías a los siguientes reos, que conocían los planes de la evasión: Francisco Villarreal Figueroa, Héctor Trujeque F., José Luis Cortés Hernández, Hesiquio Romero, Carlos López T., Adán Moreno, Eduardo Guzmán, Raúl Guerrero Flores y Jesús Cambray. Este último proporcionó información al reportero.
Ante la mirada de los granaderos que mantenían contra la pared y con las mano en alto, a los prisioneros. No hubo cortapisas. Con el nerviosismo de este caso, Cambray se explayó, al tratar de borrar toda culpabilidad en su situación.
Les dijo: «Todo estaba listo… pero yo no participé… Yo sabía de antemano, pero usted sabe, la ley de nosotros. Si abría la boca, la cerraba para siempre. Es algo así como habla y te mueres…»
Cuando hablaba Cambray, aún las autoridades ignoraban quiénes eran los que participaron en la evasión. Estaban atolondradas. Tanto movimiento. Tantos agentes secretos. Tantos granaderos uniformados. Todo era confusión, que a nada conducía.
El reportero, con la ayuda que siempre ha caracterizado a las autoridades de Lecumberri, pudo llevar adelante su labor. Sin cortapisas Cambray comenzó a decirnos los nombres. Fidel Corvera Ríos, Tony Espino Carrillo, Manuel González Sánchez, Salvador Zavala Pérez, Leopoldo Necoechea Pichardo, Jesús Campos Flores, Enrique de los Santos Treisier.
Cesó su parlamento. Pero el reportero inquirió más. «Y ¡usted!» El reo bajó la mirada y angustioso hizo un movimiento de cabeza que no dejó duda alguna. -¿Y por qué se arrepintió a última hora? -Porque me entró miedo.
Un temblor invadió su mandíbula cuando el reportero le afirmó que había un muerto.
Su semblante cambió de color. Sus piernas flaquearon y estuvo a punto de desplomarse. Pero al dejar caer sus brazos a los costados, un granadero lo reanimó diciéndole, con voz que no dejaba dudas sobre su autoridad: «¡Suba las manos!»
Recobrado un poco inquirió: «¿Quién?» Inmediatamente lo supo: Tony Espino. «¿Y los otros?». «Sólo están heridos, pero dos escaparon».
Aquella confusión daba tiempo al reportero a recibir mayor información. Un celador llegaba sudoroso y a la carrera. Se quitaba el chaquetón, se limpiaba las gotas de sudor de su amplia frente y comentaba: «Fidel Corvera Ríos logró burlarnos. Pero hay otro más que aún no se sabe quién es».
Al rato un comandante desencajado narra otro tanto. Se barajaban nombres. Muchos nombres, sin tener la conciencia si estaban o no en prisión.
Surgió la posibilidad de que hubiera escapado el hermano de Leopoldo Necoechea Pichardo. Y sin pérdida de tiempo fueron a verificar si Luis Quintanilla Pichardo estaba en su celda. Allí permanecía estático, fumando un cigarrillo y burlándose con la mirada de cuantos lo rodeamos.
«Ésta no fue mi oportunidad. Pero ya habrá otras…» Su burla pareció no escucharla nadie. Media vuelta y de regreso al polígono, centro de la «operación fuga».
Una hora después de la evasión, llegó el comandante de granaderos Alfonso Frías Rangel. Con él desfilaban, con sus mosquetes de gas al hombro, medio centenar de hombres, recién salidos de la Academia de Policía. No obedecían nada que no emanara de la boca de su jefe.
Pero por fortuna éste es un individuo que sabe comprender la labor de los reporteros. Sin ambages, Alfonso Frías discutió la situación y con calma, superó la falta de iniciativa de algunos celadores, se encaminó hacia el sitio de la evasión.
El reportero y el fotógrafo Jaime González, los únicos que tuvieron acceso a la prisión, llegaron al sitio en donde estaba Tony Espino y Jesús Campos Flores, muertos. Y de pie, contra la pared, en ropas menores, Salvador Zavala Pérez (a) «El Cerillo» y Enrique de los Santos Treisier.
Ya estaban calmados. Nadie se opuso a que el reportero los interrogara. Primero habló con Salvador Zavala Pérez. Su encendido cabello contrastaba con el negro de la sangre que fluía de la herida ensu parietal izquierdo. Tiritaba de frío, pero su rostro estaba rojo como una manzana.
¿Quiénes son los tirados? Volvió el rostro hacia donde estaba Tony Espino y dio su nombre. Preguntó, pese haberlo escuchado de los celadores, si estaba muerto. Cuando se le confirmó, movió ligeramente la cabeza de un lado a otro. Pero no tuvo otra expresión. Su rostro no señaló ninguna muestra de emoción. Quedó tranquilo. Pasaron algunos instantes antes de que volviera a hablar.
Antes de hacerlo, sus brazos descendieron a sus costados. El ruido del martillo de un fusil y la voz autoritaria de un celador, lo hizo volver a la posición anterior.
«Sabe usted, me dijo, yo tengo una condena de treinta años. Era una esperanza de volver a la calle. Pero míreme ahora. Todo perdido. Y no sabe usted la que me espera. Este golpe en la cabeza es mínimo, con los que vendrán. Sin embargo, no estoy arrepentido. Jugué una carta, que de haber salido, ahorita estaría libre».
Sus palabras fueron cortadas por la fatigada respiración de Jesús Campos Flores, que tendido y aún con el chaquetón del celador, estaba a pocos pasos.
Quiso decir algo. Y el reportero acudió a su lado. Musitó unas palabras. Solicitaba atención. Lloraba de dolor y pedía nuevamente la presencia de su madre. «Me muero…me muero» era lo último que acertó a decir. Cayó, después, en su sopor. En sus ojos había tristeza. Su rostro, cubierto con el polvo que recogió al caer de bruces al recibir el tiro, miraba fijamente al del reportero. Estaba consciente de que lá vida se le escapaba lentamente por aquella o aquellas heridas de bala que le cortaron sus ilusiones de libertad.