
Escenario político
Degollada, la paloma del Papa
“¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma?, ¡que le están degollando a su paloma!”
La voz de la compositora chilena, Violeta Parra, se hacía grande, cuando clamaba, más que cantar, aquella letra que se volvió un grito artístico en contra de quienes asesinaban, mutilaban, secuestraban, desaparecían, a latinoamericanos en los años setentas.
Mi esposa, Rosa Elena, me recuerda esa vieja tonada, que en ocasiones yo dejo salir como un recuerdo lejano, casi automático, que cantábamos en las peñas, en esos tiempos de barbarie, que ahora veo, nunca se fueron.
¿Qué dirá el Santo Padre?, recuerdo ahora frente a la imagen de un Papa Francisco, que en México hace referencia a los miles de desaparecidos, a los secuestrados, a los muchachos sin oportunidades deslumbrados por el oropel falso del narco, convertidos en sicarios.
Y aquellos mexicanos, victimizados por la desaparición forzada de malos policías, militares y marinos, en nuestro país, me hace ver que esa tragedia, que ahora percibe Francisco, nunca se fue.
Cuanta actualidad tiene esa canción de Violeta:
“Miren como nos hablan de libertad,
cuando de ella nos privan en realidad.
Miren como pregonan tranquilidad,
cuando nos atormenta la autoridad”.
Y la voz y la imagen de Francisco que para muchos representó un bálsamo en este momento negro de la historia nacional, pero absolutamente nada para quienes ya tienen la esperanza perdida.
“Miren como nos hablan del paraíso,
cuando nos llueven balas como granizo.
Miren el entusiasmo por la sentencia,
sabiendo que mataban a la inocencia”.
La vida y mi gusto por tocar guitarra me llevó a las peñas, aquellos cafés-cantantes, surgidos en esos años en la ciudad de México, cómo una demostración de que la protesta no sólo se podía hacer en la calle, sino en recintos en donde la canción podía sustituir también a los gritos de rebeldía
Nuestras tardes de bohemia e inconformidad, nos encaminó a tres amigos y a mí a componer música de contenido social. Habíamos encontrado un cauce adicional para esa inconformidad que teníamos dentro. Nuestro grupo, “Cantemos”, tenía composiciones propias que considerábamos a la par de poemas.
Quienes éramos preparatorianos o universitarios en los años setentas, fuimos los herederos de esa generación del 68 que supo que en aquellos momentos de la historia nacional ser estudiante era más peligroso que ser criminal.
Para el estado, ser estudiante de nivel medio superior o superior, era equivalente a ser en esencia un agitador, que debía ser controlado en el mejor de los casos y reprimido, como acción más recomendable.
La noche de los gobiernos militares en casi toda América Latina, la mayor parte surgidos por cuartelazos, representaba un retroceso de décadas para los derechos humanos de los latinoamericanos.
En México, un ufano presidente de la República, Luis Echeverría, presumía de encabezar un gobierno civilista, encaramado en una “apertura democrática” que prometía amnistiar a quienes se habían convertido en presos de conciencia en el movimiento del 68, pero que en 1971 reprimió a quienes cuestionaban su gobierno y que desató la “guerra sucia” contra quienes con armas lo enfrentaron y metió al país en una cadena de gente desaparecida.
Una tarde de septiembre de 1973, los jóvenes que condenábamos el golpe de estado en Chile nos reunimos en el estadio de prácticas de Ciudad Universitaria para protestar a nuestra manera por aquella barbarie, encabezada por Augusto Pinochet. Protestamos como sabíamos, cantando, con ese tipo de música que nos llenaba el alma, pero también las ganas de que el mundo de entonces fuera mejor. La canción de contenido social, de protesta, que en ese momento tomaba un significado tangible.
Un estadio pletórico de juventud, de inconformidad, de rabia, que en la música encontraba una manera de encausarse para no romperse de otra manera, hecha eco en las voces de Amparo Ochoa, de los folkloristas, de José de Molina, de tantos que, como ellos, con su arte, mostraban su condena hacia la oscuridad que, como un manotazo sangriento, había caído sobre el pueblo chileno.
Qué ironía, la de aquella juventud cantando como una manera de protesta en un estadio universitario en la ciudad de México, con la del estadio nacional en Santiago de Chile, convertido en cárcel en donde estaban recluidos miles de ciudadanos considerados como “subversivos”. Qué diferencia, de esos mexicanos que pudieron mostrar su reprobación en contra del golpismo que derrocó al presidente Salvador Allende, y las historias de terror sufridas por quienes tuvieron como prisión al estadio chileno.
Y en esa tarde de 1973, los artistas que encabezaron esa jornada de protesta en aquel estadio de prácticas de nuestra escuela, de nuestra querida Universidad Nacional Autónoma de México, y quienes escuchábamos, irremediablemente estábamos conectados con el cantor chileno Víctor Jara, con su sacrificio en el estadio de la ciudad de Santiago, a manos de militares que pensaron que destruyendo su voz y su guitarra podían terminar con su grito rebelde.
Esa tarde de 1973 escuché cantar: “¡Qué dirá el Santo Padre!” y su recuerdo se quedó conmigo para siempre, como un clamor frente a la brutalidad cometida por la autoridad en contra de cualquier ciudadano y que encuentran su máximo dolor con el ciudadano que no está, que por cualquier motivo es desaparecido.
Desapariciones y violencia que se mantienen en México a manos de autoridades y criminales y que ahora más que nunca hacen vigente esa tonada de los años setenta: “¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma?, ¿Qué le están degollando a su paloma!”.